Se dice que yo como cualquier cosa —y que me gusta. Es casi cierto: he tragado gusanos en México, nidos de golondrinas en Pekín, ratas en el Perú, erizos en Tailandia, huevas de sollo en Moldavia, huevas de toro en Chascomús, termitas en Lusaka, hormigas en Colombia, hígado de ganso con cirrosis en París, víboras en Malasia, grillos en Hong Kong, viejas patas muy secas de chancho en Barcelona y tantos otros guisos. Pero lo que realmente me pudo fue ese té con leche.

Hacía frío, llevábamos viajando horas y horas. Habíamos salido de Ulan Bator temprano a la mañana y casi anochecía. Mongolia es uno de los lugares más raros que conozco: una tierra enorme y vacía, inhóspita, brutal, que el hombre no ha marcado. Tres o cuatro ciudades, millón y medio de kilómetros para tres millones de habitantes, mayoría de nómadas que viven en sus ghers, esas tiendas de campaña redondas que portan de un lugar a otro para que sus rebaños de cabras, ovejas, yaks, caballos tengan pasto.

Y no hay caminos. La primera huella que dejan los hombres sobre un territorio es un camino. Antes de construirlos, los imprimen: cuando un trayecto se hacía costumbre, el campo se iba marcando con las huellas de los que pasaban hasta que, en algún momento, un jefecito o rey o Estado lo convertían en un sendero, en una carretera. No conozco espacio humano sin caminos, salvo Mongolia. Aquel día, la camioneta que nos llevaba iba a campo traviesa, inventando su recorrido por esos pastos ralos; cientos de metros a la derecha pasaba otra, y otra allá lejos a la izquierda. De vez en cuando nos frenaba un río: el chofer buscaba la forma de vadearlo. Había llovido; dos veces tuvimos que esperar que la corriente se calmara.

El que recibe será recibido y, además, logra un rato de charla. A cambio le ofrece al huésped el reparo del fuego y un buen té caliente

Pero teníamos apuro, prisa, afán. Debíamos llegar a ese rincón del distrito de Bat-Ulzii, provincia de Uvurkhangai, antes del ocaso; el chofer no se atrevía a manejar de noche. Fue un alivio cuando un hombre a caballo le dijo que el gher de Jiigee era ése que se veía allá abajo en el valle.

—Qué suerte que nos encontraron acá. Pensábamos desarmar el gher mañana muy temprano para irnos.

Jiigee y su mujer, sus caras chatas de pekinés sonriente, nos recibieron tan atentos: en medio de ese desierto raro, la hospitalidad es un deber y un placer y un seguro de vida. El que recibe será recibido y, además, logra un rato de charla, de noticias. A cambio le ofrece al huésped el reparo del fuego y un buen té caliente.

—Qué honor para nosotros que tomen nuestro té.

(c) Martín Caparrós

Dijo Jiigee, y me dio personalmente el tazón gordo. Lo recibí con gusto y la sonrisa que debía; tenía sed, tenía hambre. Y entonces lo probé: el té era oscuro y la leche de yak —fortísima, olorosa, un poco agria—, pero lo que lo hacía tremendo era la sal y la grasa de carnero que lo completaban. Entre los dos conseguían convertir esa bebida en un compendio del horror, un vomitivo exagerado. Que, por supuesto, no podía dejar.

—Qué delicia, tan agradecido.

Jiigee me dio personalmente el tazón gordo. Lo recibí con gusto y la sonrisa que debía; tenía sed, tenía hambre. Y entonces lo probé

Lo fui sorbiendo, intentando sonrisas. Mientras, Jiigee me contaba —intérprete mediante— historias de su vida: cómo había aprendido a montar antes que a caminar, cómo había tenido que buscar una esposa cabalgando millas y más millas y, sobre todo, eso que yo buscaba: cómo la tecnología le había cambiado la vida. Su nuevo móvil le permitía enterarse de la cotización de la lana de cachemira en la ciudad y, así, evitar las estafas de los mercaderes ambulantes que se la compraban. Jigee estaba contento, se imaginaba en una moto. Yo, mientras, intentaba tragar la porquería; cada vez que, con esfuerzo sobrehumano, desafiaba las arcadas con un par de sorbos, mi anfitriona atentísima me completaba el tazón con más brebaje.

Su reino era el caldero donde hervía: lo revolvía, lo sacaba, lo volvía a tirar desde lo alto. Se me ocurrió una idea desesperada: le pedí que me dejara fotografiarla haciéndolo. Se me había ocurrido que quizá su honor quedaría satisfecho con ese gesto decisivo de nuestra cultura: la fijación del momento en una imagen —que nadie nunca mirará de nuevo— sería homenaje suficiente. Pero no; debían ser primitivos e insistieron: si no bebía su té los estaría ofendiendo en serio. La foto, otra vez, no sirvió para nada. Agarré resignado la tercera taza, cerré los ojos y pensé en Inglaterra.