Hay muchos lugares en los que una carretera solitaria nos ofrece el placer de observar hipnotizados el vaivén de los cables eléctricos a través de una ventanilla. La Ruta 76, que atraviesa la provincia de La Rioja argentina, es, además, una suerte de viaje hacia Ítaca que se recorre por obligación, ya que es la única manera de llegar al Parque Nacional de Talampaya. Pero cuando se deja atrás, superpuesta a nuevos cruces y desvíos en medio de la nada, invade al viajero la nostalgia que destilan los tesoros mudos de cada uno de los metros que la componen.

Si se tiene la suerte de que el viejo autobús que te transporta lance un resoplido de humo negro y diga «basta», será el momento de saborear el tiempo en estado puro, masticando los segundos al compás de una motocicleta que parte el silencio, avanzando con un ritmo paciente desde el otro costado de la carretera hasta allí donde sólo se puede oír y no ver. Y si se lleva la vista hacia el cielo, el tic-tac de las alas volando en formación te dará una buena idea de este orden espontáneo que lo rige todo aquí.

Eso debe ser el tiempo, afirma uno para adentro, eso que da sentido a todo lo que ves, que permite leer el paisaje y ayuda a entender el porqué de la gran cantidad de paraderos diseminados en la carretera que parecen inútiles. Ya no sólo se trata de lugares donde los contados viajeros pueden comprar un refresco sino que se erigen como verdaderos núcleos en los que dar calor a unas vidas diseminadas en medio del paisaje desierto.

Esta carretera, construida en 1970, es la única manera de acceder al Parque Natural de Talampaya, un maravilloso paraje de onduladas rocas rojizas, que esconde miles de fósiles y petroglífos. No es más que otro modo de detener los segundos, otra manera de fijar los millones de años que cobijan vidas reposadas. Sumido en esa quietud que todo lo envuelve, sólo se tiene la certeza de que el mundo sigue en movimiento cuando una ráfaga de viento eriza el vello de la piel y silba por entre las cortantes rocas erosionadas. Las enormes piedras rojizas crujen con los nítidos ecos tantas veces repetidos y cuando se borra el cálido carmesí del sol en sus pliegues, el frío de la noche lo abarca todo.

Más allá, cuando uno cree estar sumido en un eterno paisaje de caminos polvorientos atizados por jóvenes pastores a caballo, aparece, con el rubor de la luz de tan gran espectáculo natural, la modesta ciudad de Villa Unión. En los mapas casi no se acierta a distinguirla sobre el trazado unívoco de la Ruta 76 y por eso se levanta sigilosa, con ese sonrojo anónimo, mezcla de decadencia y dignidad. La compone un horizonte de persianas bajadas, de cactus far-west, de esplendor en temporada baja en el que llama la atención la Gringa con su perro Gino entre los brazos. Esta descendiente de españoles, de hablar contundente, es la mejor anfitriona para pasar la noche en la ciudad.

 

Esta carretera, construida en 1970, es la única manera de acceder al Parque Natural de Talampaya, un maravilloso paraje de onduladas rocas rojizas, que esconde miles de fósiles y petroglífos

En los mapas casi no se acierta a distinguirla sobre el trazado unívoco de la Ruta 76 y por eso se levanta sigilosa, con un sonrojo anónimo, mezcla de decadencia y dignidad



En esta tierra de atardeceres gélidos el humo erizado de las chimeneas parece invocar esos secretos no revelados de vidas pasadas, de seres extintos y de millones de viajeros que cruzan sus calles sin detenerse, sólo observando cómo el tiempo parece congelado tras las sucias ventanillas de un autobús, medio adormilados por el balanceo de los amortiguadores.