El libro más bello. Lo escribí en pequeñito en la cubierta del libro porque era un jersey demasiado grande, pero ese subtítulo llevaba planeando sobre mi sesera desde que comencé el proyecto.

Eso sí, no era mi mérito. El volcán Dallol, al norte de Etiopía, es, sin duda, uno de los lugares más bellos sobre el planeta.

Antes de las explicaciones, esto es Dallol:

Fotografías de Fermín Otolora

Además de ese gran encuadre de colores imposibles, siempre presente en algún rabillo del ojo, cada metro cuadrado alberga tantos detalles que a veces hay que entrecerrar los párpados y respirar hondo para asimilarlo sin hiperventilar. Como aquí:

La belleza de Dallol no se ciñe únicamente al sistema hidrotermal que alberga su cráter y que crea un paisaje de piscinas de colores y especies minerales difícil de digerir. Un encuadre algo más amplio ofrece una experiencia poco común, y por varias razones.

Dallol se halla en la depresión de Danakil, al norte del triángulo de Afar, una región desértica rodeada de cordilleras donde, literalmente, el suelo se rompe. En el triángulo de Afar comienza el Rift de África Oriental, una fractura producida por la separación de dos placas tectónicas, la africana y la somalí, que se extiende casi cinco mil kilómetros desde Yibuti hasta Mozambique. Allí la corteza terrestre es excepcionalmente delgada y el magma se afana en abrirse camino a través de fisuras y volcanes, y ocurren fenómenos extraordinarios, como la apertura, en pocos días en 2015, de una grieta de medio kilómetro de longitud y sesenta metros de profundidad. El Rift de África Oriental constituye la línea de puntos por la que, se cree, se desgajará el cuerno de África y donde se formará un nuevo mar, y se trata del único lugar en el planeta donde podemos observar el proceso en la superficie.

Además de su interés geológico, la grieta africana también representa un enclave fundamental para la paleoantropología. La formación del Rift produjo las condiciones idóneas para la conservación de restos óseos, entre ellas una gran cantidad de sedimentos y de ceniza volcánica, y los numerosos hallazgos de especies posiblemente emparentadas con el Homo Sapiens llevaron a considerar la región como la cuna de la humanidad. Enfocando, de nuevo, en el triángulo de Afar, encontramos los yacimientos donde descansaban varios de los ejemplares de primates bípedos que nos han permitido establecer una genealogía de nuestra especie, entre ellas Lucy y Ardi, las representantes más famosas de los Australopitecus Afarensis y los Australopitecus Ramidus. Preciosas individuas que ya caminaban erguidas, pero que conservaban, sobre todo Ardi, la agilidad para moverse entre los árboles.

El esqueleto de Lucy y una posible reconstrucción de su rostro

Este triángulo, una de las zonas habitadas más cálidas del planeta, guarda más peculiaridades aún, y retomamos aquí el camino hacia Dallol.

A la depresión de Danakil se llega atravesando una cota ajena, la del nivel del mar. Algo que en realidad es habitual, porque mirar el mar con el agua por las rodillas nos sitúa a medio metro bajo el nivel del mar, pero en Danakil hablamos de hasta ciento veinte metros. Además, bajo la áspera superficie de la depresión se hallan enterrados entre uno y dos kilómetros de sal. Hace miles de años este desierto salino era un brazo del Mar Rojo, que se cerró debido a la actividad volcánica. La sal fue cristalizando y acumulándose al evaporarse el agua, y hoy forma un salar de unos 120 kilómetros de longitud por 30 de anchura. Nada crece allí, ni hierbas buenas ni malas y, a excepción de los vencejos, unas nubecillas de mosquitos diminutos que nos picoteaban los días sin viento y un zorro que visitó el campamento de madrugada, los pocos animales que vimos estaban muertos.

Además, se trata de un suelo apenas explorado. Danakil se halla a pocos kilómetros de la frontera entre Etiopía y Eritrea, y esa línea divisoria ha estado vedada durante décadas por los conflictos armados. Los pocos artículos científicos sobre la región datan de los últimos diez años, a excepción de algún estudio minero que buscaba extraer azufre o potasas del subsuelo.

A la cima de Dallol, ese volcán mínimo que forma parte de una extensa cadena volcánica, nos conducen los afar, una etnia de pastores nómadas que beben agua salada y se orientan por las planicies salinas como si hubiera algo que solo ellos reconocen como camino. Su vida, en ese entorno árido, se sustenta en costumbres ancestrales y en su convivencia con los dromedarios, verdaderas obras maestras de la adaptación al calor y a la falta de agua.

Los afar ascienden en chanclas por el suelo roto mientras nosotros dudamos cada cinco pasos, y esperan pacientes cada vez que nos paramos a mirar con arrobo un metro cuadrado de suelo. Pero, claro, ¡qué suelo! Las maravillas se suceden y los superlativos no alcanzan. La cima alberga un paisaje que sobrepasa todo lo que pueda imaginarse, en color y en forma. La interacción del magma subterráneo con la sal y el agua ha generado en Dallol un sistema hidrotermal que combina temperaturas extremas (108 grados), hipersalinidad e hiperacidez con altas concentraciones de hierro y carencia de oxígeno. Los manantiales de salmueras ácidas construyen un paisaje de terrazas de sal y piscinas que, al oxidarse, despliegan un repertorio cromático que evoluciona desde el blanco y el verde lima a los amarillos, rojos y marrones.

También crece allí una asombrosa variedad de estructuras minerales complejas, desde pilares de varios metros de altura a formaciones de menor tamaño que recuerdan a nenúfares, tulipanes, flores, perlas o plumas, todos ellos de sal.

Nenúfar de sal de Dallol

Dallol es uno de los pocos ambientes poliextremos conocidos y resulta único además porque, a diferencia de otros sistemas hidrotermales, como Yellowstone, allí los colores parecen deberse únicamente a procesos minerales. Y porque, muy posiblemente, sus aguas niegan el criterio general que afirma que la existencia de agua líquida implica, necesariamente, la de organismos vivos. En Dallol todo parece bullir de vida y, curiosamente, todo es inorgánico.

Pero no se trata solo del cráter. El lienzo completo abarca también la propia montaña, que al oeste se agrieta y rompe formando cañones, así como varios lagos: dos con nombre propio, el burbujeante Lago Amarillo (o Gada Ale) y el viscoso Lago Negro, y otros lagos de aguas rosadas y pardas de formación reciente (allí los lagos pueden surgir de un día para otro). También una fuente de bischofita, un material extraño que emerge tan blanco que reverdece y con consistencia de vela derretida pero que, con el tiempo, se convierte en polvo, tiñe el suelo de naranja y suena como la nieve. Y, claro, kilómetros y kilómetros de desierto de sal.

Un cuadro extraño, bello hasta el dolor y posiblemente efímero: por lo visto, Dallol entró en erupción pero el magma no llegó a emerger. Pero su ubicación en el Rift, en la grieta africana, apunta a que la actividad aumentará, y una futura erupción de magma borrará este pequeño volcán de colores imposibles.

Ay, esta última frase duele un poco.

Los días en Dallol volaron entre ascensos de madrugada a la pequeña montaña, visitas a lagos, risas por lo sucios que íbamos y lo malitos que estábamos por el calor, botellas de agua, toma de muestras y fotografías y la sensación permanente de estar en un lugar excepcional. Vivimos en el volcán seis días y nunca llegué a acostumbrarme al paisaje, a normalizarlo. Allí no sabes qué hacer con tu cuerpo… es como cuando intentas explicar algo difícil y manoteas a ver si los gestos ayudan. En Dallol parece que es el cerebro el que está todo el rato manoteando perplejo.

A la vuelta, sin embargo, tuve que aparcar Dallol y se acomodó en mi cabeza la idea de que iba a ser muy difícil trasladarlo al papel. «¡Hacen falta hasta mapas!» —anoté por ahí—. Pero solo tengo que ver los vídeos de la cámara pequeñita. Son malos, pero a ratos se para el viento y se escucha ese silencio de montaña pequeña lejos de todo, y las pisadas sobre suelos que suenan a nieve, a migas de pan o a cristales rotos, y sigo la cámara acercándose a las fuentes termales y el cuerpo retrocede sorprendido por las salpicaduras y el borboteo. Y si sigo viendo vídeos ya mi ánimo comienza a elevarse casi por cuenta propia y percibo que ya estoy dentro de esa sensación limpia de comienzo de rotring y pincel. Va a ser muy difícil. Hay que ordenar mucho y yo soy de armario revuelto, pero hay que contar Dallol.

Mapa de Dallol

Así, si bien la belleza de este libro no es mérito mío, sí lo son el desorden y la dispersión. Salinger regalaba a sus lectores ramilletes de paréntesis tempranamente florecidos ((((())))), y me temo que este libro es una primavera de paréntesis, acotaciones, guiones y notas al pie. Y, aunque los temas siguen un orden más o menos cronológico, según fueron apareciendo a lo largo de la expedición, salto de primates a dromedarios y de ahí a montañas sin apenas coger aliento. O, contra todo pronóstico, termino dedicando un capítulo entero al ciclo mineral, ese hermosísimo proceso que, en un momento de la historia, se unió para siempre con el ciclo de lo vivo.

Al principio quise, para compensar el frágil hilván de la coherencia temática, que todo el contenido gráfico se construyera con dibujos, pero ahí también tuve que ceder. Prácticamente todos los dibujos del libro nacieron acompañados por un sentimiento de incapacidad casi sólido (bastante habitual casi siempre que dibujo, por otro lado). Pero fueron emergiendo los paisajes, los dromedarios y las especies minerales de Dallol y los dibujos respondían a la pregunta, algo traicionera, de por qué dibujarlos, pudiendo poner fotos. Ocurrió con varios, pero el caso del esqueleto de Lucy fue diáfano. Después de tres intentos fallidos en los que, según mis notas, faltaba amor («podría decir empeño, pero creo que es amor»), emergió una pelvis hermosísima, infinitamente más bella que la foto. Y recordé el efecto que me produjo, hace tiempo, copiar un dibujo antiguo de un dragón vietnamita a base de innumerables líneas finísimas entrelazadas: una suerte de compañía de hace siglos con un señor de Vietnam, posiblemente con barba, que en este caso tuvo lugar con una primate que vivió hace más de tres millones de años. Y también recordé la introducción de Por el mar de Cortés, de Steinbeck, en la que habla de la importancia de ir al mar de Cortés y tomar las muestras de peces con sus propias manos, ya que se crea una «nueva exterioridad relacional, una entidad que es más que la suma del pez más el pescador». El dibujo del frágil esqueleto de Lucy es, creo, más que la suma de los huesos que descansan en una vitrina y yo.

Resuelta la cuestión de por qué dibujarlos, termino con el por qué renunciar a ello en algunos casos. El paisaje de Dallol, que allí funciona desconcertante y bellísimo en su rococó de color y filigranas de sal, en el papel se configura como exceso. Pocos de mis dibujos responden fielmente a la realidad («¡Es falso, pero es tan bonito!», exclamo mientras pongo más amarillo en unas acacias en realidad más oscuras) pero aun prescindiendo de elementos o saturando colores, o quizá justo por eso, los dibujos funcionan como nuevas y hermosas exterioridades relacionales, o como entidades ya ajenas a mí y al modelo que, a pesar de la falta de realismo, se me antojan verdaderos.

Sin embargo, en las panorámicas amplias de Dallol fracaso. A mis ojos, hacen falta todas las piedras, todos los cambios de tono, todos los bordes quebrados de las piscinas de sal. Allí puedes dedicar, literalmente, todo el tiempo del mundo a cada metro cuadrado, y para transmitir algo así hace falta la mayor dosis de realismo posible. Y, también, como Dallol suena a lugar imposible, donde las columnas de sal crecen casi ante tus ojos, las piscinas aparecen y desaparecen y el paisaje se torna irreconocible en apenas un día, vi que necesitaba un testimonio gráfico que no dependiera de mi habilidad con el pincel. Así que decidí que, donde mis torpes manos fracasen, o donde la narración lo requiera, incluiría fotos. Lo que también es bonito, porque quizá de este modo el resultado sea también algo más que la suma entre el volcán y yo.

 


Todas las ilustraciones del Dallol hechas por Silbia se encuentran en el libro Expedición al volcán de sal (Ed. Guadalmazán)