Galle es uno de los lugares más hermosos del mundo. Como diría Nicolás Bouvier, un derroche de belleza inútil y un lugar que no se parece a nada de lo conocido. Allí pasó el autor de El pez escorpión (Altaïr, 2011), posiblemente el escritor más interesante de libros de viajes del siglo XX, ocho meses en 1951. Una experiencia que tardó 25 años en poner por escrito pues hay viajes cuyo destino es el infierno. Viaje en negativo o un no viaje se les ha llamado, recorren el mundo en una lógica mítica o iniciática, como escribe Friedrich Wolfzettel, en la que los viajeros se «descubren a sí mismos». La «transgresión»de los límites, afirma Dennis Porter, se produce «descendiendo» simbólicamente al infierno o inframundo, un viaje al interior del que los viajeros salen «reconocidos». Así ocurre con muchos viajeros. Arthur Rimbaud en Adén; Annemarie Schwarzenbach en Teherán; Federico García Lorca en Nueva York o Rainer María Rilke en París.

Bouvier acababa de cruzar Turquía, Irán, Pakistán, Afganistán e India en un Fiat Topolino; el mismo itinerario que una década después se convirtió en la vía mítica de los hippies. Sin embargo su viaje no terminó allí y continuó hacia el Sur hasta llegar a Sri Lanka, donde contrajo la fiebre amarilla. De su experiencia surge una escritura claustrofóbica, dura, aristada, de la que saldrá renovado.

A pesar de que son varios los escritores que residen en Sri Lanka a lo largo del siglo XX, muy pocos la hacen objeto de sus libros, Paul Theroux y Leonard Woolf principalmente. Pablo Neruda, Paul Bowles, D. H. Lawrence y Arthur C. Clarke aprovechan su estancia en la isla para redactar algunos de sus libros más conocidos. Son los llamados escritores de despacho, quienes escriben del mundo fuera del mundo. El caso más significativo es el de Paul Bowles. En 1954, seis años después de la independencia de Sri Lanka, compra la isla de Taprobane en Welligama, a unos 20 km de Galle. Apartado de tierra firme, apartado de Sri Lanka, ajeno a Galle, continúa y finaliza su magna obra La casa de la araña que transcurre en Marruecos. Entre los grises del océano Índico, la seguridad de una isla situada a sólo unos metros de tierra y utilizando el inglés, lengua administrativa de la isla desde 1802, Paul y su mujer Jane (que sólo se queda ocho meses pues no soporta la humedad) consiguen uno de los hitos buscados consciente o inconscientemente por los viajeros. Ser exóticos. Invertir el objeto de la mirada y, en vez de observar a los otros como exóticos, serlo ellos frente a los cingaleses.

En mi primer viaje a Sri Lanka, cuatro años después del tsunami, un pescador de Welligama me contó cómo había visto brotar del mar montañas y cordilleras. Mientras lo contaba, el agua enfrente de mí pareció retirarse y, antes de tomar impulso en una ola gigante, del horizonte surgió la montaña de la isla mínima de Taprobane. Welligama, junto con Galle, fue uno de los lugares más azotados por el tsunami en el año 2004.

¿Qué se puede esperar de un país en el que los días de luna llena son fiesta nacional?, me he preguntado a veces. Ahora recuerdo las palabras del gran filósofo Daisetz Teitaro Susuki en su libro El budismo zen: quien no repara todos los días en cómo está la luna no fija su mirada en el mundo. Porque Sri Lanka es mayoritariamente budista y, si es verdad que la religión «impregna el carácter» de un país, a la antigua Ceylán la dota de tranquilidad, placidez, hospitalidad y enorme respeto por todos los seres vivos. Creo que fue Graham Greene quien dijo que Nápoles era como «la India pero con barroco»; pues Sri Lanka es como la India pero serena y exuberante.

El budismo representa la religión mayoritaria del país con un 70% de fieles. Se imparte en los colegios como asignatura y a ella se vincula el aprendizaje del pali, lengua culta y sagrada del budismo del sur. Durante la dominación británica, esta religión se reprimió con violencia. Los tamiles, hinduistas, fueron los protegidos por la colonia británica. Aunque se habían desplazado desde la antigüedad a Sri Lanka, aprovecharon la dominación para abandonar Tamil Nadu (desde cuya capital, Madrás, los británicos habían regido la India desde el XVIII) e instalarse y trabajar en la isla. Si en el año 2008, los amarillos, naranjas y rojos de los monjes sembraban de motas de color los paisajes cingaleses, en mi último viaje de hace unas semanas, parecían haber desaparecido. También era época de monzones y quizás habían aprovechado los temporales para recluirse, meditar, y no pisar a los seres vivos que surgían con la lluvia.

Hace años vi uno de aquellos monjes en Galle. Era naranja, llevaba un paraguas naranja, y se agachaba continuamente para comprobar si había seres vivos entre las hierbas y los charcos, y no matarlos. Bouvier les dedica alguna de sus páginas: «Revelación prostituida, torcida (…) budismo misógino y altivo».

Sí, porque fuera del carácter pacífico o no que imponga una religión, en Sri Lanka se ha librado una guerra civil desde 1983 entre la guerrilla independentista de los tamiles, los LTTE (Tigres de Liberación del Estado Tamil), y el gobierno de Colombo. En el año 2009, tras una gran ofensiva del ejército cingalés, la guerrilla anunció el cese de operaciones. Según las estadísticas oficiales, los muertos ascendieron a 70.000 civiles, de los cuales, 40.000 fueron tamiles. La guerra terminó pero no así el conflicto. Las tropas del gobierno continúan en Kilinochi, capital administrativa y de facto de los LTTE durante la contienda, en lo que podría ser una suerte de ocupación. En 2014, la Comisión de Derechos Humanos de la ONU aprobó una resolución de investigación internacional independiente para conocer lo sucedido durante la contienda. El ejército está destruyendo las pruebas de lo que podrían ser crímenes de guerra.

Mi primer viaje a Sri Lanka fue desde la India. Intenté llegar desde el Sur en barco por el estrecho de Palk. El mismo en el que Rama, el protagonista del Ramayana, mandó levantar un puente para ir a buscar a su amada Sita, raptada por el rey de Lanka, Asura. Pero la navegación de uno a otro país estaba cortada a causa de la guerra civil. A Galle llegué tras visitar, creo, todo lo visitable de la isla que entonces me aconsejaron y leí que había que visitar.

Por una extraña razón, cada vez viajaba más lenta. Antes de llegar, pernocté en Bentota, Hikaduwa, Unawatuna y Welligama, poblaciones de playas inmensas y salvajes separadas apenas por diez kilómetros entre sí. Llovía sin parar, con una torrencialidad monzónica que sentía por primera vez. La luz era nueva y extraña. Por eso debía ir más lenta y, por eso, hice uno de mis esfuerzos más serios para intentar describirla con palabras en mi cuaderno. No creo que lo consiguiera.

Como me dijo después mi querido amigo Ady del Weltevreden de Galle.

—Los hippies se instalaron en los sitios más bonitos del mundo.

Él fue el responsable de que me quedara varada en Galle. Iba a su casa a cenar y a comer y, poco a poco, a charlar. Quería pasar una noche o dos allí y seguir hasta la reserva de Singaraha, pero tenía mis dudas.

—Estoy cansada, llevo muchos días de viaje y me siento muy bien aquí —dije.

—¿Está de vacaciones y cansada? —me preguntó—. Curioso, curioso —añadió.

Así que decidí quedarme y hacer cotidiano un destino mágico. Desde mi habitación veía el Índico. Escribía y corregía tras el desayuno mi poema «El error» y leía de nuevo Hiperión; vete a saber por qué. Luego salía a atrapar los cambios de luz de Galle. Océano, muralla, hierba verde recién nacida, arcilla de los caminos y el albero o dutch de las casas de Galle, el color con el que los holandeses pintaron el fuerte en el siglo XVI.

Después salía a pasear por la ciudad para escucharla. Los carritos del helado con música, las madres con los niños, los habitantes que contemplaban el mar, las tiendas de ultramarinos incrustadas en las casas, la peluquera que aprovechaba la sombra de la calle para cortar el pelo. Había un barco carguero, el Bushir, que, al igual que yo, había encallado en Galle. Llevaba varios meses allí, viejo y oxidado, se mantenía a flote delante de la pequeña playa de la calle donde vivió Bouvier, Indigo Street. Los habitantes salían a contemplarlo. Dos días más tarde, lo fueron retirando a trozos con una grúa, tan enquistado estaba.

Galle ha sido uno de los dos únicos sitios en los que he pensado en comprarme una casa. Paseando días y horas por sus calles, di con algunas sorprendentes. Por las mirillas se escondían obras de arte expresionistas y patios silenciosos. En el año 2008, costaban alrededor de 250.000 dólares.

—Algunos altos funcionarios europeos destinados en extremo Oriente aprovecharon el momento que el gobierno permitió adquirir viviendas a los extranjeros para comprarlas. Debe haber unos 60. Ahora les gustaría venderlas y volver a sus países. Menos mal que se instalaron, si fuera por los habitantes de Galle, no quedaría nada. Ellos la han recuperado —me dijo Ady.

Hace unas semanas, me contaron que las casas de los extranjeros han sido compradas por particulares y empresas para alojar a turistas. Todo se ha encarecido.

En mi primer viaje a Sri Lanka, todavía no había leído a Bouvier. Robert Cahen me habló de él y me hizo llegar su libro desde Estrasburgo a mi vuelta. Bouvier aseguró que en Galle había visto «pasar su propio ataúd». Otros viajeros en otros viajes, como Rilke, vieron pasar «su propia muerte». Yo no la he visto jamás. Ni en mi primer viaje ni en el segundo. Sin embargo, comparto las palabras de Bouvier: «No tenía la experiencia de las islas que plantean y resuelven los problemas a su manera. Lo que uno lleva a una isla es objeto de metamorfosis».


Imagen de cabecera, CC Jim