«Los enemigos del Estado se dividen en dos categorías: los enemigos a los que se puede hacer entrar en razón y los incorregibles. Con estos últimos no se puede dialogar y eso los convierte en no reeducables. Es necesario que el Estado utilice todos los medios de los que dispone para eliminar del territorio estos personajes no reeducables.»

Es el fragmento más definitorio de una circular interna del Kremlin escrita en 2005 por Vladislav Surkov, jefe de gabinete de Putin. La reflexión-sentencia de Surkov encabeza la obra Mujer no reeducable que el dramaturgo italiano Stefano Massini escribió al cabo de unos meses del asesinato de la periodista Anna Politkóvskaya el 7 de octubre de 2006. Es un drama que emerge de hechos reales. Cosiendo frases y palabras publicadas. Un texto riguroso e intenso a la vez, que ayuda a analizar qué pasaba en Rusia en el momento del crimen.

Y para explicar lo que, para mí, es el núcleo duro de la obra de Stefano Massini, me atrevo a dar un salto dentro del texto y me situo en otro párrafo de la narración. Porque tan clave como la circular de Surkov es la reacción de Ramzán Kadýrov cuando lee la entrevista que le hace Anna Politkóvskaya justo después de ser nombrado primer ministro de Chechenia a las órdenes de Putin. Primer ministro a los 30 años de edad. Y como compensación por el asesinato de su padre y presidente checheno Ajmat Kadirov, muerto en un atentado en 2004. El texto que publica Politkóvskaya en Nóvaya Gazeta está transcrito sin tocar ni una palabra. Kadýrov se asusta.

«Considero inaceptable el comportamiento de esta periodista. ¿No sabe que la función de una entrevista es hacer quedar bien al entrevistado? ¿Con qué derecho ha publicado mis respuestas tal y como las he dicho? Evidentemente, esta mujer no quiere ser de los nuestros.»

Y claro que la periodista de Nóvaya Gazeta no quería ser de los suyos. Y no se está de replicar a Kadýrov.

«Yo os contesto que soy una enemiga, es cierto. Enemiga de un ejército de criminales reclutados entre las prisiones y la delincuencia de Moscú.»

Los fragmentos de Mujer no reeducable que mejor expresarían la mirada que Politkóvskaya proyecta sobre la Rusia de Putin serian estos:

«Miro la criatura que tengo delante. En el fondo podría ser mi hijo. (…) Este chico nació en 1986. Es decir, cuando Mijaíl Gorbachov habla de libertad, de transparencia. (…) Los diarios empiezan a preguntarse qué porquería esconde el KGB. 1991: El chico tiene cinco años, va a la escuela. Ve cómo se acaba la Unión Soviética. (…) Deseos, sueños, esperanzas. (…) 1996: Ahora tiene diez años. La gran decepción: Rusia pasa hambre. Tiendas cerradas. Ladrones por todos lados. (…) El presidente de Rusia es Borís Yeltsin. Un borracho total. (…) 2001: El chico tiene 15 años. Rusia es peor que el Far West. Te matan por la calle para robarte un rublo. Nadie trabaja. Bandas de mafiosos. Atentados. Bombas. Explotan edificios, estaciones de metro. Las plazas empiezan a llenarse de manifestantes neonazis, neoleninistas, neozaristas. Hiper-ultra-extra-nacionalistas despliegan banderas al grito de «que vuelva el KGB». Y en efecto… Se coge un coronel de los antiguos servicios secretos y lo convierten en presidente. Se declara una guerra patriótica en Chechenia y se vende como una victoria. «Viva el presidente. Viva Rusia. ¡Volvemos a ser grandes!». 2005: Hoy. El chico tiene 19 años. Se dedica a los fardos humanos y está satisfecho de ello. Pero si le pregunto:

—¿Qué quieres hacer en la vida?

—Ahora hago la guerra.

—¿Y cuando haya terminado?

—Espero que no termine.»

Las frases de Anna Politkóvskaya son proyectiles morales que remueven la densa circular escrita en el Kremlin. Vladislav Surkov: «Es necesario que el Estado utilice todos los medios de los que dispone para eliminar estos personajes no reeducables». La sentencia confluye con la rabia de Kadýrov: «Evidentemente, esta mujer no quiere ser de los nuestros».

Y el mecanismo gestado en los marcos de Surkov y de Kadýrov consigue el objetivo el 7 de octubre de 2006: la periodista no reeducable es abatida, tiroteada, mientras sube las escaleras hacia el rellano, cargada con bolsas del supermercado.

Lo he escrito otras veces y no me importa repetirme: al aparato de poder de Putin no le hace falta ningún dispositivo de conexión con los servicios secretos para ejecutar operaciones especiales. Después de que alguien como Vladislav Surkov haya estado en el gabinete de presidencia, y teniendo más que probada la lealtad de Kadýrov, ¿quién en el Kremlin llamaría agentes del FSB —el antiguo KGB— para hacerles encargos también especiales, teniendo al abasto dispositivos que funcionan por si mismos? El stalinismo con cosmética posmoderna lo ostenta Putin, pero este nuevo régimen policial no necesitas acrónimos inquietantes —y que ya dije que son sinónimos— como GPU, NKVD o KGB. Ni personajes en la sombra como Nikolái Yezhov o Lavrenti Beria. La doctrina Surkov, perfectamente sincronizada con la logística de Kadýrov, funcionó a la perfección.

Moscú, plaza Pushkin. Este es un espacio especial en el centro de Moscú. ¿Especial o inquietante? La figura del poeta parece observar los paseantes que se paran a contemplarlo. Ya de entrada en la perestroika, hacia finales de los ochenta, los disidentes antisoviéticos escogieron la plaza Pushkin para montar mítines improvisados y escenificaciones. Imposible olvidar las inesperadas apariciones de Valeria Novodvórskaya gritando y gesticulando. La más «alocada» de toda la disidencia, según la cualificación menospreciativa de los medios oficialistas. Con el tiempo, Novodvórskaya tuvo que compartir espacio con los grupos de discusión que se citaban en el sector de la plaza donde se encontraba el acceso a Moskovskie Novosti —«Novedades de Moscú»—, uno de los semanarios que más rápidamente se incorporó a la glásnost, la transparencia informativa.

Pero la plaza Pushkin es y representa más cosas. Allí vivió Andréi Vyshinski, el fiscal general de Stalin, uno de los artífices del «terror», redactor de terribles acusaciones a los disidentes, expresadas con gesticulación más bien extraña —«¡Os mataremos como perros!»— que no jurídica. Vyshinski terminó siendo ministro de Exteriores y después representante permanente de la URSS en Naciones Unidas, y vivió una temporada a cuerpo de rey en Nueva York. Ignoro si alguna vez visitó a Tiffany.

Con todo, no pasa por alto —y resulta incluso curioso— que la primera joyería que abrió Tiffany en Moscú —ya en tiempos de Putin— fue precisamente en la plaza Pushkin. Que es también donde se estableció el primer McDonald’s de grandes dimensiones. Porque el primero de todos abierto en Moscú estaba en un rincón diminuto en la avenida Tverskaya.

Estamos a 7 de abril de 2007. Hoy se cumplen seis meses desde que Anna Politkóvskaya fue asesinada y el poeta Pushkyn observa el grupo de periodistas y manifestantes que nos hemos reunido en la plaza esperando la llegada de Grigori Yavlinski, el líder liberal progresista ruso. De hecho, un socialdemócrata. Todos tenemos en mente la figura de Anna Politkóvskaya, abatida en el rellano de su casa cargada con las bolsas del supermercado. Me encuentro entre grupos de ciudadanos que encienden velas, muestran carteles y consignas y poemas, y se levantan retratos de la periodista asesinada. Un homenaje encerrado en un círculo de vallas metálicas custodiadas por un montón de policías. Hay más uniformados que manifestantes, como a menudo sucede en Moscú desde la consolidación del régimen de Putin. Llega Yavlinski. Nos acercamos y lo saludamos. Yavlinski es probablemente el político ruso que más simpatías genera entre los periodistas extranjeros. Es el único líder parlamentario que se atreve a hablar de responsabilidades por el asesinato. El resto de la oposición calla, mira hacia otro lado o suelta que quizás la periodista abatido «se lo buscó». Probablemente es lo que piensan el comunista Guennadi Ziugánov y el ultraderechista Vladímir Zhirinovski.

Todos sabemos que Yavlinski sería un espléndido primer ministro. Pero puede que de Suecia o de Dinamarca. Incluso de Italia. No de Rusia. Aquí la mayoría lo rechaza y siempre que puede le recuerda que su madre es rusa, sí, pero que su padre es judío. Yavlinski molesta aunque en junio de 1991, cuando la URSS se derrumbaba, intentó salvarla. Desde su cargo de viceprimer ministro de Asuntos Económicos ofreció a los poderes financieros internacionales intervenir con un plan de choque, una especie de Plan Marshall. A cambio, la URSS haría profundas reformas políticas y garantizaría la paz y la estabilidad. Pero los poderes económicos mundiales sabían que dejar caer a la URSS les saldría más barato y, a la vez, podrían escenificar la rendición incondicional del que había sido el imperio del mal.


 

Pieza publicada en el marco del ciclo ‘Rincones: Rusia’

Fragmento del libro Putin 30 anys després del final de l’URSS, de Llibert Ferri (Edicions 1984)