Hace muchos años fui disc-jockey en La Boîte, un club en Barcelona donde cada noche del mundo había música en directo: blues, rock´n´roll y, ojo, también jazz de primerísima categoría. Por allí tocó Jimmy Smith, Lou Bennett, Bill Evans o Doc Cheatham quien, a la altura de sus noventa años, sonreía con solo dos dientes de oro a las chicas de buen ver y a todas las demás. Mientras tocaba tranquilo y en paz —un regalo extraño que solo debe ofrecer la cercanía de la muerte, digo yo—, alguien enumeró a quién había acompañado a lo largo de su vida: a Bessie Smith, a Cab Calloway, a Tito Puente. Un gigante del jazz este Doc Cheatham, hecho un saco de huesos, encantador y luminoso como su sonrisa tramposa. Coqueto, llevaba un desafiante peinado que empezaba en la nuca y acababa en la frente, y soplaba la trompeta como si la besara. Después, en La Boîte se bailaba hasta las tantas. Yo pinchaba música negra, bebía cerveza y comía kikos de la marca Churruca, feliz en mi cometido. Cuando ponía Get up offa that thing, de James Brown, un resorte me hacía saltar de la cabina a la pista para sumarme al sudor del baile colectivo. Muchas noches venía por allí a beber el novelista Francisco Casavella, flequillo atormentado y ojos que todo lo registraban. En La Boîte los discos sonaban a todo volumen, y a veces hablábamos de canciones a grito pelado. Él odiaba la Bossa Nova, y yo adoraba a Radio Birdman. Los discos, puro vinilo, observaban nuestra conversación con confusión.

En La Boîte trabajaba de camarera Yolanda, una amiga querida que hace mucho que se fue al otro mundo. La sigo echando mucho de menos. Yolanda refulgía, y todo era verdad en ella. Para empezar, era guapa cosa mala, y traía a todos los tíos y a muchas chicas de cabeza. Eran legión los que le pedían un gin tonic detrás de otro solo para que, apenas en un segundo, Yolanda posara su mirada negra sobre ellos al ponerles la copa, cobrarles y devolverles el cambio. Las personas bellas de verdad no son conscientes de su impacto en los demás, y eso lo complica todo. Ella era pequeña, cuerpo de bailarina —después entenderéis porqué—, melena oscura y manos de diosa india. Otra particularidad de Yolanda —porque la belleza es una extraña particularidad— es que apenas hablaba. Un día, mejor, una noche, me explicó que de niña ella era muy charlatana y hacía bromas constantemente hasta que, cuando cumplió los 11 años, algo cambió en los demás. Todo el mundo empezó a mirarla largamente, sin levantar los ojos de su cara y de su cuerpo. Se acostumbró a ejercer esa reacción en las personas y, poco a poco, fue enmudeciendo. También me explicó que al cumplir los 13 se escapó de su casa del barrio de Gracia, se largó de Barcelona y no paró hasta llegar a Granada, donde tenía unos parientes que vivían en una de las cuevas del Sacromonte. Me explicó que en ese barrio, allá arriba, conoció el cielo. Que fue allí donde aprendió a bailar despeinada y seria. Y eso se trajo de vuelta a Barcelona, para los elegidos que tuvimos la suerte loca de conocerla.

Algunas noches largas en La Boîte, después de echar a la clientela más remolona, a Yolanda le brillaba la oscuridad dentro de sus ojos. Entonces le decía a Joan Mas —dueño del club, junto con sus hermanas, benditos todos—: «Ponme el foco». Y así, sin más, sin música, en el escenario vacío, sin una nota de acompañamiento, Yolanda bailaba. Entonces, la luz del flamenco resplandecía en ella, bajo la esfera giratoria de espejitos, luna discotequera.  Una de esas noches, al acabar, sudorosa, el pelo pegado en la frente, me dijo: «El baile me ha salvado la vida». Años más tarde supe que ese baile de Yolanda era la zambra, el más primitivo del flamenco, eco de viejas bodas árabes, de cuando los moriscos perseguidos huyeron al Sacromonte y se juntaron con los gitanos. Se baila con los pies desnudos, el pelo suelto, y en un algún momento la que baila cae al suelo, entre extasiada y rota por dentro.

De Yolanda me acuerdo mucho esta noche, en la vega granadina. Hay cena en la Venta del Chamarino. El atardecer se muere en el patio mientras nos traen un plato de trocitos de melón aliñado con aceite y sal. Lo pruebas y refresca el aceite, refresca la noche que ya ha llegado. No hay rastro de luna lorquiana en esta vega, pero se oyen unos acordes que parecen venidos de otro mundo. Resulta que alguien ha puesto un viejo CD de Django Reinhardt, y todos escuchamos mientras hacemos monerías a una familia de gatos, los señores de la oscuridad. Volviendo al coche, el paseo es demasiado corto y no hay tiempo para oír los grillos ni la conversación entre dos ancianos anclados a la puerta de la Venta. Se oye un rastro leve de agua y el canturreo de una voz que se parece a la de Van Morrison. Un olor de higuera putrefacta invade el espacio, y la vista recorre un campo de maizales. Ya sobre ruedas, pasamos ante un antiguo secadero de tabaco y pensamos en espaldas quemadas y guitarras lloronas. Imaginamos la vega verde, como un mar vegetal. Pero la noche siempre engaña. En verdad, la vega es gris cemento. Devastada por la construcción de rotondas, naves y edificios, la vieja sangre de la vega culebrea desesperada, enterrada bajo un manto de asfalto negro. «Terribles edificaciones jactantes y agresivas», escribió Juan Ramón Jiménez contra la destrucción de Granada en 1924.

Es común pensar que el arte es cosa menor en la vida. Naturalmente, no es cierto.  El tópico, en cambio, a veces lo es. Más allá de los tres millones de turistas anuales, más allá de su condición de ciudad con un aire sobrenatural, en Granada el fantasma de Lorca sigue vivo. Rotundo, recorre sin descanso sus calles hasta que sus huesos den con algún cementerio, «la tierra de la verdad», según llaman al camposanto en la Alpujarra. Desde luego, la Granada del poeta muerto es la de los vencidos, la de los perseguidos y expulsados. En una entrevista en el diario El Sol, en 1936, dos meses antes de ser asesinado, Lorca dio su opinión sobre la toma de Granada por parte de los cristianos: «Fue un momento malísimo, aunque digan lo contrario en las escuelas. Se perdieron una civilización admirable, una poesía, una astronomía, una arquitectura y una delicadeza únicas en el mundo, para dar paso a una ciudad pobre, acobardada, a una tierra del chavico —donde se gasta lo menos posible—, donde se agita actualmente la peor burguesía de España».  Tuvo razón en apoyar a los vencidos. El Albaicín fue prácticamente el único barrio de la ciudad en el que hubo resistencia al alzamiento golpista de 1936, y a él lo mató el espíritu de la burguesía más cerril de su tiempo —los putrefactos, les llamaba en la revista cultural Gallo—, a la que se enfrentó con su arte y su vida, con sus palabras y cada uno de sus actos. En Poeta en Granada, Ian Gibson explica cómo en una ocasión Lorca fue de visita al Casino junto con el escritor gallego Eduardo Blando, un homosexual desinhibido y, por tanto, una rareza en la época.  Gibson narra que a Blando, desde el primer momento, no le gustó nada lo que vio: le pareció que los socios envidiaban a Federico por sus éxitos en Buenos Aires y por el dinero que había ganado. En un momento de la visita, uno de los socios soltó, bravucón: «Dicen que ustedes los poetas son maricones». Y en esas, Lorca contestó raudo, casi sonriente: «¿Y qué es ser poeta?».

Desde los albores del turismo exótico y romántico, cuando Granada se erigió en la capital de Oriente en Europa por sus calles —y especialmente por la Alhambra— han paseado Chateaubriand, Lord Byron, Gautier, Alejandro Dumas, Merimée, Washington Irving o Richard Ford, alojados en pensiones, hostales y fondas con patios frondosos y quietos. En los calores del verano de entonces, y también en los de ahora, la frescura y la sombra son el bien más querido. Y el agua, el elemento más demente de todos en los que en la tierra habitan, reina sobre todo lo demás. Entonces entiendes que es verdad que, como tantos han escrito, el agua es el alma vieja de esta ciudad. Una mañana tomando un café, en el bar Mar y Tierra, en la plaza Albert Einstein, alguien ha dejado el grifo en el lavabo abierto y el agua vive libre, loca, hasta largarse a otra cosa por el sumidero. Un detalle nimio en cualquier parte menos aquí, ciudad labrada de fuentes, surtidores, acequias, aljibes, estanques, cisternas y albercas.

Unas horas más tarde, después del café, ya a mediodía, en extramuros, de camino a la ermita de San Miguel, solo acompañan las chicharras y el oro mate de la hierba.  Todo es paja seca a punto de arder, y la cuesta duele el alma. Al llegar arriba, el cerebro dibuja cuatro letras: «Agua». Buscando la sombra, en el culo de la ermita, detrás, como un paraíso oscuro, aparece, embelesada por su propio sonido, la fuente del Aceituno. Una aparición. Después de beber, renaces y emprendes el camino. Qué placer bajar entonces, zascandileando, casi cantando, con un cascabel entre las piernas. De vuelta, hay un cartel de una asociación de vecinos que dice «Vivir en el Albaicín, ¿un lujo o un derecho?». La cabeza se va y entonces imagina una casa pequeña en este barrio, con un patio, una chimenea y unos libros para leer o para escribir. Entre los cabellos, a su bola, ya emergen días quietos, envueltos en un acento templado. En esas te ves, atrapando al vuelo una idea esquiva, limpiando las hojas secas de los geranios y haciendo picatostes para la sopa de picadillo. Te observas mirando un fulgor desconocido desde una ventana enmarcada de blanco, oyendo crepitar en el fuego imaginario una vida que nunca tendrás.

Ya se sabe. La mirada del turista es soñadora. Una mirada falsa, casi cretina.  Una mirada incapaz de detectar lo que se entiende —sea lo que sea eso— como ciudad real, el ritmo agridulce de la vida diaria y de las negras noches por venir. «Los fines de semana de diciembre Granada es una discoteca barata que se las da de garito sofisticado con DJs profesionales, con carta de cócteles, con aseos con papel higiénico, pero no tiene nada de eso. A la discoteca que es Granada se le clarean los desconchones por debajo de la última mano de pintura y el matón de la puerta que a mí nunca me deja entrar lleva un jersey de Armani falso y un perfume de Armani falso que marea», escribe la novelista granadina Cristina Morales. 

Pero las falsedades, las trampas y los engaños no nos nublan del todo la vista de lo que nuestros ojos ven. Paseando por las calles, viendo macetas y árboles, pensando que la Cuesta del Darro es uno de los espacios más hermosos del mundo, es fácil entender que la belleza es una cosa viva y cotidiana que huye de la pompa y del discurso amojamado, de cartón piedra. Gerard Brenan lo explica bien en su libro Al sur de Granada, donde describe una escena en una casa de unos escoceses, los Temple. Cuenta que una tarde estos llevan a unos colegas británicos al borde de una ventana a contemplar la puesta de sol, al paso de frases como «Ya viene», «No creo que tarde mucho ya», y finalmente «Aquí está». En esta extraña ceremonia coincidió Brenan con el pedagogo Fernando de los Ríos. Al acabar, De los Ríos le preguntó al escritor inglés: «¿Quiere usted decirme qué es lo que ocurría cuando todos nosotros nos sentamos sin hablar mirando aquel lugar rosado de la montaña?». «Estábamos contemplando la puesta de sol», respondió Brenan. «Bueno, eso ya lo sé», inquirió De los Ríos, y volvió a preguntar: «Pero ¿porqué estaba todo el mundo tan serio?».

Ciudad mil veces imaginada, ciudad de ocio y tranquilidades, alta y aislada, a solo 70 kilómetros del Mediterráneo —pero a años luz de la vida costera— Granada vive contemplativa, ensimismada ante «un vacío de cosa definitivamente acabada», según Lorca. Ese sueño exótico, ese aire remoto de la ciudad, viene de La Alhambra y de sus más de 10.000 inscripciones en árabe. La imaginación es persistente, y son millones las personas que siguen soñando con pasearse entre los naranjos de esta ciudadela roja y verde. Son muchas las que, en algún momento de su vida la consiguen. Y los dividendos de los negocios de los sueños, ya se sabe, suelen ser extraordinarios. Una tentación para algunos. A lo largo de varios años, en la Alhambra se desarrolló una estafa de millones de euros en la venta irregular de entradas al recinto, una trama en la que estaban conchabados guías turísticos, funcionarios, controladores de entrada y políticos. El plan se descubrió cuando alguien echó cuentas y vio que no cuadraba el crecimiento de número de turistas con la disminución de venta de entradas en la Alhambra. La pregunta exacta, desde el punto de vista de la lógica turística, fue: ¿Qué clase de turista viene a Granada y no va a visitar la Alhambra, vamos a ver? Al final, el pastel lo descubrió un grupo de policías disfrazados de trabajadores del recinto. Ya en el juicio, una de las acusadas declaró que la estafa se hacía «con total descaro» de los implicados, que «no solo no se escondían» sino que «alardeaban» del engaño, puesto que pensaban que aquello era «su cortijo». El cortijo más bello del mundo, ni más ni menos.

De noche, pensando tontamente en el relumbrón lunero de los corredores de la Alhambra a ciegas, imaginando cómo debe ser dormir allí dentro —en el corazón dorado del mismísimo recinto, no en los hoteles que lo rodean—, recordamos lo obvio: que hace unos cuantos siglos aquello era un palacio vivo, con críos jugando, con muertes sobrevenidas, donde se cocinaba, se dormía y se maldecía. Probablemente alguna mujer, esclava de un trabajo sin fin, limpiaba de noche cientos de baldosas de rodillas, a cuatro patas, cantándose a sí misma. Y quizás la melodía se parecía a la de La Baladilla de los tres ríos, de Los Chiquitos de Algeciras, que esta madrugada, tantos siglos después, suena en el YouTube y se escapa por una ventana negra. En la foto de la pantalla, Paco de Lucia luce serio y toca como solo puede hacerlo un loco de 14 años, mientras su hermano Pepe tararea «Por el agua de Granada solo reman los suspiros».

 


Imagen CC, Germán Poo-Caamaño