La tradición inquieta es una serie de Jorge Carrión dedicada a trazar la genealogía secreta de autoras y autores clave en la literatura de viaje del siglo XX. Un hilo de lecturas y puntos de vista, de propuestas artísticas y experiencias que marcan cómo viajamos y cómo elegimos contarlo.


Las dos fotografías más célebres de Bruce Chatwin lo representan en posturas contrarias. En una se encuentra casi de perfil, con la mochila anunciada a sus espaldas y un par de botas colgando del hombro. En la otra está sentado en un cojín, apoyado en una pared, junto a piezas de arte antiguo. Esa es la tensión que marca el ritmo artístico y vital de los autores de la tradición inquieta. El movimiento y la pausa; el viaje y la detención que permita la escritura y la lectura. En verano de 1961, un artista amigo de Chatwin caligrafió en un lienzo «Invitation au voyage», de Baudelaire: el poema presidió las vacaciones italianas del viajero. Los artistas inquietos construyen una tradición simbólica, una red con nudos que se repiten. Nudos blancos como el del poema de Baudelaire; nudos negros como el mito de Rimbaud.

También en J.M.G. Le Clézio encontramos a Baudelaire: «Tú me recitaste “L’invitation au voyage», dice León Archembau, el protagonista de La Cuarentena (1995): «No quería decírtelo, pero jamás había oído nada más hermoso». Sin embargo, es «Le bateau ivre» el poema que actúa como condensación del significado de la novela. En un fragmento de Una temporada en el infierno citado por Chatwin en Los trazos de la canción, dice Rimbaud: «Estaba maduro para la muerte». Los protagonistas de la novela de Le Clézio hablan con él en un hospital de Adén, cuando ya ha cuajado esa madurez para morir que había afirmado —literariamente—  una década antes. Los dos encuentros, como «El barco ebrio», son puntos negros, puro significado en concentración, que resumen la biografía de León, su transformación en un absoluto desconocido.

Quizá lo más fascinante de la novela es ese doble proceso que se propone relatar. Por un lado, la construcción de una tradición textual con Rimbaud como foco de negra irradiación. El relato se inicia con el posible y fugaz encuentro entre el abuelo del narrador y Rimbaud en una taberna de París. Prosigue con un segundo encuentro, años más tarde, cuando el poeta esté muy enfermo; apenas habrá intercambio de palabras y de miradas entre el abuelo del narrador y el mito aún viviente, hundido en la miseria extranjera; pero aquella misma velada, en el camarote, su abuela y su abuelo hacen el amor, y el narrador afirma: «Me parece que llevo dentro de mí el recuerdo de aquel día como el momento en que mi padre fue concebido». Y entonces comienza el segundo proceso: el de la desaparición de León, su tío abuelo. La memoria de sus genes asiático-europeos, su aspecto agitanado, su enamoramiento de una «paria», su despersonalización, su animalización («me como el arroz y la verdura con los dedos»),  su paso de «la frontera imaginaria»,  su oscurecimiento, su borrado de memoria, su metamorfosis que le lleva a afirmar «soy como ellos», «soy un servidor de las piras» y, finalmente, «yo ya no era el mismo. Era otro». León y Jacques, los amados hermanos, se separarán porque uno escoge el camino de la civilización y el otro el de la barbarie; por tanto: uno el de la esclavitud y el otro el de la libertad, uno el de los documentos que permiten reconstruir la biografía y el otro la desaparición. Los dos suman Rimbaud.

En su adolescencia, el autor de Desierto (1980) escribió poesía bajo el influjo de Rimbaud. Consiguió el Diploma de Estudios Superiores gracias a un trabajo titulado «La soledad en la obra de Henri Michaux». La genealogía fascina pero repele. La atracción nos acerca; pero la convivencia con los personajes de Le Clézio no hace más que alejarnos de ellos. No son sólo seres errantes: son, sobre todo, constantes desconocidos. Empezando por el propio padre del escritor, protagonista de la novela Onitsha (1991) y de su reescritura como relato de no ficción en El africano (2004). En éste leemos: «No hablo de nostalgia. Esa pena desamparada nunca me causó placer. Hablo de sustancia, de sensaciones, de la parte más lógica de mi vida». Su infancia africana, al lado de un padre por siempre desconocido. Conocer para desconocer; acercarse para alejarse: ese es el movimiento contradictorio que propone la literatura de Le Clézio. Jeune Homme Hoggan, el protagonista de Le livre des fuites (1969), dice: «Quiero destruir lo que he creado, para crear de nuevo, para destruir de nuevo. Ese es el movimiento real de mi vida». La culminación de esa dinámica se cifra en el deseo de Le Clézio de escribir en inglés, su segunda lengua, su lengua otra, cuyo diccionario ha querido memorizar. Siempre me ha fascinado la forma inglesa y francesa de decir «saber de memoria»: «by heart», «par cœur». Le Clézio tiene doble nacionalidad. Una lengua se impondría, reemplazaría a la otra. La destrucción llevaría a lo nuevo. Lo único importante es el reemplazo, porque implica movimiento.

La genealogía fascina pero repele. La atracción nos acerca; pero la convivencia con los personajes de Le Clézio no hace más que alejarnos de ellos. No son sólo seres errantes: son, sobre todo, constantes desconocidos

Hace más de diez años que rastreo la tradición inquieta y hasta ahora no sabía de la existencia de Le Clézio. Vinculo esa ausencia de una década tanto con el desencuentro casual como con las topografías divergentes. Si dibujamos la suya en un mapamundi, vemos que su obra cubre París y Niza, en Europa; Nigeria, el sur de Marruecos, la Isla Rodríguez y la Isla Mauricio, en África; las islas de Oceanía; y América Central, desde Panamá hasta México. De modo que sólo en París y en México pude haberme cruzado con su rastro. He viajado insistentemente por ambos topónimos, pero nunca vi, o al menos nunca me compré, ninguno de sus libros. No obstante, repasando viejos apuntes para la escritura de este texto me encuentro con una nota tomada en la biblioteca de la Universidad de Chicago: Omar Ette, en Literatura de viaje. De Humboldt a Baudrillard, menciona  Le rêve mexicain o le pensée interrompu (1988), un ensayo donde Le Clézio analizó lo que Europa ha proyectado sobre México desde Bernal Díez del Castillo hasta el presente, pasando por Artaud. En ese mismo libro, Ette afirma que cuatro son las constantes del relato de viajes: la llegada, el punto álgido, la despedida y el retorno. Esas cuatro figuras convergen en una, la intertextualidad, que «se presenta como modelo de conocimiento».

Dos puntos se conectan: sean dos espacios, sean dos textos. Vuelo a París desde Gerona. Compro Raga, su libro sobre Oceanía. Si su biografía novelada de Diego Rivera y Frida Kahlo me había esquivado durante los meses que pasé en México, su libro de viajes oceánicos había ido más lejos: me fue invisible durante los cerca de siete años en que investigué y escribí sobre Australia. Al leer Raga entendí el desencuentro: si mi viaje y mis pesquisas atravesaron más de seis mil kilómetros de la cosa australiana, dejando el centro de la isla como un vacío, el de Le Clézio había tomado la isla entera como ausencia, para descentrarse en los archipiélagos que rodean Australia, la auténtica y dispersa realidad oceánica. Todavía más: comprendo ahora, en París, que esa es la razón de ser de la tradición inquieta: resistirse a la identificación, evitar ser localizada, establecer topografías provisionales, cambiar, huir. Por eso esta serie de textos —lo confieso— la traicionan.


Ilustración de cabecera de Mario Trigo