Ante un futuro incierto y un presente en stand by, he decidido usar el pasado. Durante los últimos veinte años me dediqué a escribir crónicas de viajes en diarios y revistas. Viajaba por el mundo y volvía con historias. Formaba parte del turismo, un negocio millonario en millones de personas y de dólares. De Mongolia a Vietnam y de Dinamarca a Laos, conozco más de sesenta países. Escribía para entusiasmar a otros a salir a andar. Me pagaban por viajar adonde otros pagaban para ir. Tuve el mejor trabajo del mundo. Tuve. Lo digo en pasado porque la base del cronista de viajes es estar ahí y eso no es posible.

Hace un tiempo escribí aquí mismo sobre el turismo como una bestia omnívora, un Alien de película capaz de alimentarse hasta de guerras, favelas, cementerios y catástrofes naturales. Un engendro voraz que se recuperaba de todo, donde fuera. De un atentado en Nueva York, de otro en Sharm El Sheik, de una balacera en Cancún, de un atentado más en Madrid y de uno en Londres; del escape de un reactor nuclear en Chernobyl, de un terremoto en Santiago de Chile, del tsunami en Phuket. Caían las reservas durante algunas semanas y, luego, cada lugar regresaba al ocio. Sombrero Panamá, camisa hawaiana y frozen daiquiri. Crucero por el Mediterráneo, ecoturismo en Costa Rica, místico en la India o shopping en Dubai, el recorrido del turismo hasta la actualidad es largo y vertiginoso, pero sobre todo es un producto que se ha masificado y segmentado al extremo. Turismo prêt-à-porter. Turismo las 24 horas. Escribí que la bestia reciclaba el horror y devolvía experiencias de vacaciones. 

Probablemente también se recupere del Covid-19, pero esta vez es distinto. Algo cambió para siempre. Esta vez, la bestia omnívora yace en el piso, herida y con graves dificultades para respirar.

Como dice el tema de R.E.M. grabado en 1987, Its the End of the World as We know it (‘Es el fin del mundo como lo conocemos’). En la letra, el vocalista Michael Stipe canta sobre huracanes, incendios, peligros y apocalipsis. En estos días de cuarentena se dispararon los clics en Spotify y más de 30 años después, el tema volvió a estar entre los 100 más escuchados del mundo. Stipe apareció en calidad de expopstar y desde Instagram alertó sobre el Coronavirus: «Lo más importante: no salgan de casa, no salgan de casa, no salgan de casa a menos que sea una emergencia». Y el turismo, claro, no es ninguna urgencia.

Entrelíneas, más allá del minuto a minuto del virus, el mundo está envuelto en un silencio largo, enigmático. Un sigilo que se extiende al paisaje.

Por primera vez en la Era del turismo moderno no hay circulación humana. Los lugares están vacíos como en una pintura de De Chirico. Las ciudades parecen renders de ciudades. Se vaciaron los canales venecianos y aparecieron los peces (¡había peces!); se vació el Everest, el mismo donde en un solo día del año pasado murieron diez personas por una congestión de alpinistas en la cumbre. Un atascamiento como recién vi en la puerta del supermercado de mi barrio. Está vació el puente de Carlos, en Praga, y el Cristo Redentor en Río de Janeiro. Y las pirámides y el Louvre y Times Square.

Está cerrado el Parque Nacional Iguazú, el más visitado de Argentina, con un millón de turistas anuales. Me imagino a los coatíes y a los monos capuchinos extrañados. ¿A quiénes le robarán comida? Probablemente las víboras retozarán en los senderos donde hasta hace unos días caminaban miles de zapatillas y será la fiesta de los animales más tímidos. Vuelve la selva, se recuperan destellos del paisaje original y deshumanizado.

Los títulos son contundentes: «El coronavirus golpea al turismo de Nepal», «Se paraliza la industria turística de Egipto», «Perdidas cuantiosas en Montana»; «Masivas cancelaciones llevan a la industria a un colapso total», «Caída libre», «Devastadoras pérdidas», «SOS para el turismo». La Organización Mundial del Turismo creó un comité de crisis y la WTTC, el consejo que reúne a los industriales del sector, declaró estar ante una «amenaza existencial, […] hay 50 millones de puestos de trabajo en riesgo».

¿Habrá controles de temperatura antes de entrar a un país? ¿Uso obligatorio de alcohol en gel? ¿Será necesario mostrar un salvoconducto sanitario? ¿Y la cobertura de los seguros de viaje? ¿Qué nuevas garantías jugarán para elegir un destino? ¿Cambia el mapa con el virus? ¿Cómo se sale de esta? ¿Cuándo?

El fin, ¿corona la obra?

 

Viajes implantados

La palabra turismo viene del latín tornare, que significa «dar vueltas». En francés tour, que quiere decir «vuelta o paseo», y tour en inglés, que da origen a tourism (turismo) y tourist (turista). Es interesante tener en cuenta que la palabra tour implica un viaje de ida y vuelta para diferenciarlo de los movimientos migratorios. Da la sensación de que por un buen rato, salvo los separados que llevan y traen a sus hijos de casa a casa, no se podrá ni ir ni volver.

Las revistas de viajes recurren a notas históricas y comparten las visitas virtuales de los museos. Hoy por la mañana recorrí la muestra de Remedios Varo en el Museo Malba. Al mediodía pasé por el Rijksmuseum para ver a Rembrandt y a Vermeer, y dividí la tarde entre el MoMA y la Tate. En un par de clics fui de Van Gogh a Pollock y de Matisse a Giacometti y no me cansé ni me dolían los pies. Acercaba las obras de arte con el ratón y las veía en primerísimo primer plano sin codazos ni celulares ni sudores del resto de los turistas. Las vi sola y en piyama, y sin embargo.

El mismo clic que en un segundo las trae las distancia, las aplana, les fumiga el aura. El universo de Internet carece del relieve del viaje. La textura, el sonido, el olor y la conexión cósmica se disuelven en el ciberespacio. Después de un día viajando por varios museos del mundo, más que nunca quisiera estar ahí. Pero eso, hoy, es desear lo prohibido.

El vengador del futuro, la película de ciencia ficción basada en el libro de Philip Dick, transcurre en 2084. Douglas Quaid quiere ir de vacaciones a Marte pero eso no es posible porque hay terroristas, entonces acude a una empresa —Rekall— dedicada a implantar falsos recuerdos. Un chip con experiencias de vacaciones.

Hace unos días me preguntaron si «con todo esto» imaginaba un mundo de viajes con visitas a ciudades y museos a través de experiencias virtuales. Respondí que no, por ahora no. Quizás más adelante, después de varias pandemias. Creo que viajar y tener experiencias reales —mejor si no están organizadas, mejor si son espontáneas— es todavía un deseo fuerte relacionado con una búsqueda existencial del ser humano. Aunque al final terminemos en un all inclusive del Caribe o haciendo cola para subir a la Torre Eiffel, lo que nos impulsa a movernos incluye el deseo vital de ver qué hay más allá.

En dos semanas, el turismo se convirtió en recuerdo. Florencia y París están vacías, como un parque de diversiones antes del horario de entrada. Esa gente que arruinaba las fotos está en su casa, en cuarentena. La gente que seguía a los guías con paraguas abiertos, aunque no lloviera, eran millones de personas. En 1950 se movilizaron 25 millones en el mundo; en 2019, 1.500 millones. El turismo crecía a ritmo sostenido —4%— desde hacía ocho años. Los Juegos Olímpicos de Tokio de este año y la Expo Dubai 2020 auguraban un impacto aún mayor. El turismo crecía —es raro el pasado— más que la economía global. Pero ya no. La OMT habla de una caída del 20 y 30 % en 2020, pero no es necesario ser gurú para ver que esos números son cautelosos o ingenuos. No se pueden contar los árboles caídos mientras dura la tormenta, pero ya se ve la tierra arrasada.

En unas semanas el panorama se volvió incierto, sombrío, a la deriva, como cuando en una tira de Liniers pasa El misterioso hombre de negro.

Para muchos países, el turismo representa un importante porcentaje del PIB, incluso el más importante, y es un gran generador de empleos: 1 de cada 10 está relacionado con el turismo. Había alertas contra la sobreturistificación de los lugares, tal es el caso de Barcelona. Se hablaba del daño a la naturaleza y de controlar la capacidad de carga de los destinos. La OMT publicó recomendaciones para que las ciudades sobreturistificadas manejen la «turismofobia». Transitamos el extremo opuesto y la OMT propone quedarse en casa hoy para viajar mañana. #TravelTomorrow es el nuevo hashtag. ¿Acaso se puede hacer otra cosa?

El Covid–19 lo cambió todo. El turismo como lo conocíamos está en proceso de metamorfosis por shock. No hay que ser Nostradamus para hablar de quiebras de aerolíneas, agencias, ciudades y hasta países (República Dominicana, por ejemplo, vive del turismo). No es que este verano vayan a faltar turistas en Mar del Plata, pero sí que un alto porcentaje del turismo mundial está formado por el grupo etario de mayor riesgo y el repliegue será masivo. Y en el caso del Coronavirus ni siquiera habrá ruinas donde ir a sacarse una selfie.

El turismo que venga será mutante, con daños en el ADN, cambios estructurales, alta concentración de miedo y quizás —ojalá— más respeto.

Ante un escenario de crisis de largo aliento, ¿quién piensa en las vacaciones?

El mundo volvió a ser tan lejano como cuando no existían los aviones. Se blindaron aún más las fronteras y el relleno del futuro es puro condicional. El test dio positivo y la industria turística está contagiada.

La bestia omnívora yace en el piso con graves dificultades para respirar. Cuando despierte, si lo hace, será otra cosa. Como en las series, hay final abierto.

Mientras tanto, en el limbo gelatinoso de la cuarentena, quedan la memoria del viaje —todavía no implantada— y la imaginación. Sobre eso podría empezar a escribir.

 


Imagen de cabecera. La piazzetta San Marco de Venecia vacía (CC) Benh Lieu Song