«Postales» es la serie de artículos de Martín Caparrós en Altaïr Magazine. En ella repasa las fotografías que ha tomado en sus viajes como reportero. Es un punto de partida para escribir con libertad y hacer un periodismo que reflexiona sobre el mundo y contra el público, con honestidad y hondura.


Hay veces —pocas veces— en que realmente creo que una imagen dice más que mil palabras; esta foto terminaría por ser una de ellas, pero yo no lo sabía todavía. Una foto, en aquellos tiempos, era pura zozobra: el fotógrafo la veía, la componía, disparaba, y tenía que esperar horas o días hasta saber qué acababa de hacer. O más si estaba, como yo, de viaje: las revelaba ya de vuelta, cuando no había vuelta atrás, y recién entonces sabía si tenía las fotos que necesitaba. Ahora, cada vez que un fotógrafo mira la imagen que acaba de fijar en la pantalla de su digital —cada vez que miro la imagen que acabo de fijar en la pantalla de mi digital— siento que hacemos trampa, algún tipo de trampa, y me acuerdo de los tiempos en que la fotografía era un misterio.

Corría 1991 y yo, mientras hacía fotos y más fotos —para los malos fotógrafos la fotografía es, al fin y al cabo, otro abuso de la estadística—, me desgañitaba por encontrar palabras para sintetizar aquello que llamé, entonces, la China Rosa: el país socialista más grande del mundo recién lanzado al camino del capitalismo furibundo. Al cabo de unos días me pareció que podían estar en Tien An Men, esa plaza en el centro del imperio donde sólo dos años antes el gobierno había matado a cientos de manifestantes que querían participar.

«Ahora, en cambio, somos miles los que avanzamos por la plaza a paso vivo, formados cuatro en fondo. Casi todos son chinos de provincias y, en vez de vociferar la muerte de aquel tigre de papel, la debacle del imperialismo, comentan los precios de esa radio, aquella zapatilla.

—Tiene binorma y sintonizador universal, es una ganga.

Dicen, pero no dejan de cumplir el rito. Al fondo, dentro de un pastel de cemento de 50 metros de alto nos espera el cuerpo encerado de quien fuera en vida Gran Timonel, Venerado Presidente y Enemigo Implacable de los tigres de cualquier gramaje. Allí yace, con la cara anaranjada de melón maduro y el pecho cubierto por la bandera roja, rodeado de flores y cipreses de plástico, el camarada Mao. Un soldado nos apura con brazadas de ahogado y trotamos frente a la momia, que casi no nos mira. A la salida, ya lejos del silencio pero todavía dentro del mausoleo, tenderetes venden galletitas, rollos de fotos, juguetes a pilas, prendedores del muerto, rayban de Hong Kong y perlas falsas.»

(c) Martín Caparrós.

Me pareció que era una síntesis posible: la tumba del revolucionario ya empezaba a mezclarse con un mercado persa y China era un híbrido increíble, un monstruo que empezaba a ser otro pero no quería que se supiera todavía. Contarlo era difícil: mi segundo día en Pekín, cansado de un viaje interminable, había consistido en una comida en la agencia oficial de noticias donde tres funcionarios muy amables me dijeron que no iba a poder hacer ninguna de las notas que habíamos pactado. Tenía un mes y ninguna cita por delante. Caminé, busqué, charlé con quienes pude. Los cambios eran nuevos, incipientes; se notaban en las historias que te contaban, pero no en edificios, ropa, coches, todo eso que, años más tarde, moderno y refulgente, llenó las calles de las ciudades chinas.

Entonces, las primeras publicidades asomaban en algunas paredes de Pekín: más de un chino me comentó su extrañeza ante esas imágenes que reemplazaban lentamente las consignas socialistas. Una era, gigante, esa mujer: una joven vestida occidental que miraba como quien espía, quien no se atreve todavía. Esa mujer mirando de rabillo no era ya la China Roja; no era, todavía, la Dorada. Era, me pareció, la verdadera China Rosa.

Y era la imagen de un tiempo donde todo era tan nuevo que ni siquiera nos había dado tiempo de pensar en esa extraña paradoja: muchos nos pasamos décadas deplorando el poder norteamericano —político, económico, cultural— y suponiendo que, para cambiar, necesitamos su debilidad o su final. Pero si ese final da paso a una cultura tan distante como la china, el cambio de poderes nos va dejar todavía más lejos, más dejados, más desdeñosamente afuera, o sea: que nuestra única esperanza de seguir en la periferia cercana está en que nuestros dominadores se mantengan.

Es improbable: China avanza. Empresas chinas, dibujitos chinos, comida china, modos chinos, idioma chino, pop chino, ipads chinos, milmillones de chinos, dictadura china: la perspectiva parece complicada. La China nos mira, cada vez más presente, desde detrás de una cortina americana.