«Postales» es la serie de artículos de Martín Caparrós en Altaïr Magazine. En ella repasa las fotografías que ha tomado en sus viajes como reportero. Es un punto de partida para escribir con libertad y hacer un periodismo que reflexiona sobre el mundo y contra el público, con honestidad y hondura.
Sobre esta foto no sé nada.
Karl Kraus, el gran polemista austríaco de principios del siglo pasado, publicó durante treinta y tantos años una revista que escribía él solo. Die Fackel —La Antorcha— se rió, siempre incisiva, siempre amarga, de lo humano y lo divino y lo vienés; por eso su voz sonó tan elocuente cuando dijo que «sobre Hitler no se me ocurre nada». A mí sobre esta foto se me ocurren muchas cosas —pero no sé nada.
Fue hace años. Aquel día yo viajaba por el sur de Ceylán, que ya había empezado a llamarse Sri Lanka. Ceylán perdió muchísimo cuando cambió su nombre evocador de tés y muselinas por esa marca de incienso para baños. Pero sus paisajes seguían siendo bellísimos —selvas fieras, cascadas cantarinas, colinas de ese verde tozudo de las plantas de té— y la historia en que estaba trabajando era espantosa. Ya faltaba poco para llegar a Kandy, en el centro de la isla, cuando vimos, al costado de la ruta, una aglomeración. Le pedí a Suresh, el chofer rasta, que parara un momento y, sin bajarme de la camioneta, disparé. Creo —todavía creo— que no entendí del todo lo que estaba viendo, lo que fotografiaba. De hecho, hice una foto sola y no le dí importancia. No había, en esos tiempos, cámaras digitales: los fotógrafos eran seres ciegos que sólo veían —lo que podían— en el momento de encuadrar y enfocar; enseguida volvían a quedarse sin mirada. La idea de hacer la foto y verla es rabiosamente actual; yo recién pude ver ésta días más tarde, ya en Bangkok. Fue entonces cuando empezó mi extraña relación con ella.
Que dura todavía: desde entonces la he mirado tantas veces —y la sigo mirando. Me suelo detener en esas caras serias, calmas, desapegadas, que me fijan como si esperaran de mí algo; en esas caras jóvenes pegadas, que cuentan y no cuentan un cuento de amor raro; en esas caras parecidas tan distintas, una ligeramente desdeñosa, expectante la otra; en esos ganchos —sobre todo esos ganchos— que estiran la piel del muchacho colgado hasta lo inverosímil —colgado hasta lo inverosímil— y lo convierten en un pescado muy rabioso. Otras veces me pierdo en los detalles: los billetes colgando del cuello del colgado, las cintas que adornan esos ganchos, la marca japonesa o coreana del camión en el fondo, la mano que se agarra de esa cuerda roja como si se agarrara.
Y también, infaltables, los reproches. Porque cada una de esas veces pienso en lo que habría querido —habría debido, pienso— preguntarles y no les pregunté. Entonces, a veces, me entretengo inventándole historias al colgado: pienso, por ejemplo, que se hizo fakir porque venía de una larga familia de fakires e imagino la desazón de su abuelo que caminaba sobre llamas al ver a su nieto tan aculturado que pende de una grúa, y las peleas con su madre que habría querido que estudiara para técnico dental y cómo su rebeldía consistió en mantener la tradición y lo que le dice su hermana cuando le cura amorosa las heridas mientras piensa que va a tener que casarse con un pusilánime que nunca se destruirá como un hombre cabal y él, relajado, desatento, sueña que esas manos que lo calman son las de su amigo. O pienso que el muchacho sabe que es el dueño de un saber furiosamente raro, que tan pocos en el mundo pueden hacer lo que él sí puede y que tendría que conseguir que el mundo lo entienda y reconozca y se imagina por ejemplo en un teatro de Bombay o, en sus noches más locas, dirigiendo un reality show en la televisión inglesa con una panda de blanquitos lechosos que se matan por hacer una vez en la vida una pizca de lo que él hace cada mañana antes del desayuno. O pienso que el muchacho llora alguna tarde preguntándose por qué no puede ser como los otros, banal como los otros, feliz como los otros, un campesino cosechando su arroz cuando las lluvias pasan y decide que sí, que puede, que lo va a hacer aunque sabe que miente. O pienso en que la piel de esa espalda se desgarra y cae, sangra y cae, estalla y cae, la tradición se rompe y la extrañeza y el muchacho. Y así: otros días se me ocurren otras y otras; sobre esta foto no sé nada, pero pocas me han mostrado tanto.
Entonces, en general, si me descuido, pienso también en los caprichos de la fotografía –o la memoria. En la paradoja, sobre todo, de que un momento tan menor, tan fugaz se me haya vuelto permanente. Mientras tantas situaciones que alguna vez me parecieron decisivas se fueron sin que me quede, de ellas, ni el recuerdo.