«Postales» es la serie de artículos de Martín Caparrós en Altaïr Magazine. En ella repasa las fotografías que ha tomado en sus viajes como reportero. Es un punto de partida para escribir con libertad y hacer un periodismo que reflexiona sobre el mundo y contra el público, con honestidad y hondura. 


Cuando sea viejo voy a ser coreano. Los miraba —se reían en aquel barco sobre el río, paseaban en sillas de ruedas supersport, picniqueaban en el cementerio junto a los viejos un poquito más viejos— y pensaba que quería ser como ellos: que cuando sea viejo me voy a hacer coreano. Allí los cuidan, o los respetan, o los temen, o los compadecen —o por lo menos no los tiran a un hueco más o menos acolchado en cuanto parece que ya no son lo que eran. Seré coreano. Es un alivio: todo un proyecto de futuro.

Aunque la vejez es, faltaba más, la ausencia de futuro. Pero es, sobre todo, un invento perfectamente artificial: contranatura. Mucho tiempo me pregunté por qué la naturaleza había producido un organismo —el nuestro– tan notoriamente peor cuanto más tiempo pasa, más cansado, más incapaz, más impotente, más feo, más enfermo cuanto más tiempo pasa. Hasta que, ya más viejo, entendí que la vejez no es un producto natural sino cultural: la apariencia, la potencia, la salud del hombre empiezan a deshacerse cuando supera esa barrera que fue, por millones de años, el tiempo «natural» de su vida: los treinta, treintaytantos años.

No fue fácil. Hace milenios que los hombres dedican grandes esfuerzos a vivir unos años más: a hacerse viejos. Con tesón, con tanto ingenio, inventaron la vejez. Médicos, químicos, farmacéuticos, biólogos encabezaron la pelea y fue tremenda y la victoria, por una vez, parece clara: su prueba son estos cuerpos gastados, cada vez más fallutos, que ahora somos.

Para que no todo fuera pérdida, las culturas que inventaron viejos les idearon, como forma de compensación, el respeto a la edad. Pero ese respeto envejeció —y ahora tantas sociedades lo han perdido. La sociedad contemporánea, que ha aumentado tanto la vejez, no tuvo tiempo, todavía, de mejorar ese producto cada vez más masivo. Por el momento la única solución que suele ofrecer es la mímesis pava: que ese producto cultural —los viejos— traten de parecerse al producto natural –los jóvenes–; con lo cual ser viejo está cada vez más desprestigiado. El mundo está lleno de viejos que simulan no serlo: que se entregan al ridículo de querer ser lo que ya nunca.

El simulacro es triste —y no funciona, y no parece que vaya a funcionar en los próximos años. Las técnicas siguen avanzando, cada vez hay más viejos más viejos, pero nuestras sociedades siguen sin saber qué hacer con ellos –con nosotros.

Para los cobardes como yo —que no nos atrevemos a la salida digna, que preferiríamos vivir un poco más— está claro que si no hay más remedio que ser viejo en algún lado, el mejor debe ser Corea. En Corea se mantienen, parece, aquellos mitos: que los viejos son —más o menos— sabios, que son modelos a seguir, que corresponde respetarlos. Cuando dos coreanos se conocen, el que parece más joven no tarda en preguntarle al otro cuántos años tiene —y el otro no se ofende y le contesta. Es funcional: el más joven tiene que dirigirse al más viejo con una serie de fórmulas y palabras de respeto y, por lo tanto, hace falta definir cuál es cuál.

(c) Martín Caparrós.

Son los restos del confucianismo, ese modo chino de pensar el mundo que pretende que nada pesa tanto como las jerarquías. Por supuesto, en una sociedad que la técnica cambia a mil por hora, los viejos modos se erosionan —pero sobreviven. Como en la historia de ese señor que no quería hacer la visita tradicional del primer día del año, cuando el hijo va a arrodillarse frente a su padre para mostrarle su respeto y, a cambio, el padre le da un dinero para mostrarle su cariño —o, quizá, que todavía maneja los billetes. El rebelde, en cambio, le mandó por celular una foto de sí mismo arrodillado; el padre, entonces, le mandó una foto de un puñado de wones. O como en la historia, probablemente tan apócrifa como la anterior, que cuenta que Guus Hiddink, el técnico holandés que llevó a la selección de fútbol al tercer puesto en el Mundial 2002, basó su éxito en que supo convencer a sus jugadores de que no siempre debían pasarle la pelota a sus mayores.

Los viejos del mundo, presentes y futuros, esperamos que nadie saque de esa lección holandesa las conclusiones obvias: que, dentro de las reglas de la moderna competencia, no hay ninguna razón para tratarnos bien. Y esperamos, ateridos, trémulos, que la culpa y alguna forma del agradecimiento alcancen para salvarnos del tacho de basura. Aunque sea en coreano, con un picnic en el cementerio.