El cambio climático es ya un hecho demostrado. Grandes conferencias internacionales que reúnen a casi todos los países del mundo debaten sobre cómo actuar ante tal situación, cómo mitigar sus efectos, sobre la responsabilidad global y sobre el destino cercano de nuestro planeta. Pero que nos reunamos con buenas intenciones y que algunas medidas o acuerdos sean vinculantes o no, poco importa. Lo verdaderamente relevante es que parece que nadie va a dar el primer paso. Un primer paso hacia atrás, uno de los otros muchos pasos que deberíamos dar en sentido contrario a lo que la evolución tecnológica y la mejora de la calidad de vida nos dictamina como especie: la utilización masiva de los limitados recursos naturales. Nadie va a renunciar al supuesto progreso, ni a dejar de ganar un solo euro o un año más de vida en favor de la supervivencia del planeta. Lo explotaremos hasta que exhale su último aliento.
Memorias del principio del fin
—¡Salta, salta, la tierra es blanda al otro lado, pero no se hunde…!
Me gritó —más o menos— el joven con un precario dominio del inglés cuando observó que no me decidía a pasar al otro lado del improvisado muro. Y salté.
La tierra arcillosa acumulada a capazos era un tanto elástica, parecía frágil, como si no tuviera que durar mucho allí, en su nueva ubicación. Como si, de nuevo, el mar se la fuera a llevar; a fundirla con su agua y su sal en la inmensidad del Golfo de Bengala. Del Océano Índico.
A veces parece que esta es la respuesta de la Madre Tierra, la Pacha Mama de los incas, que ha dicho basta. Que se ha rebelado al fin
En realidad, la pregunta que deberíamos plantearnos es si somos conscientes de que no hay vuelta atrás, de que en nuestro futuro no se contempla la victoria. Nos acercamos peligrosa e ineludiblemente a los 10.000 millones de seres humanos, una cifra insostenible, sobre todo por el aumento proporcional de emisiones de gases de efecto invernadero y sus nefastas consecuencias. ¿Y después de los 10.000 millones qué? ¿Otros 5.000? Todo parece indicar que ya nada puede detener este crecimiento desbocado y los efectos que esto acarreará para el mundo. Una de esas consecuencias, ya tristemente probada, es el cambio climático y el aumento de la temperatura media del planeta que se deriva de ello: un grado desde la Revolución Industrial a la actualidad. Y esto no acaba aquí.
«Save the Arctic», indicaba una etiqueta medio rota adherida a la chapa de un contenedor convertido en almacén, junto a la vivienda de una familia inuit, en la remota localidad de Barrow, el punto más septentrional de los Estados Unidos de América. Esa tarde de finales de verano había caído la primera nevada de la temporada y los copos se habían deshecho en el mismo instante en que tocaban tierra en Point Barrow, una lengua de arena frecuentada por osos polares —amenazados por la reducción de la placa de hielo, su territorio de caza— que se adentra intrépida en el Mar de Beaufort. El viento soplaba fuerte, con ganas de borrar el dibujo de las charcas de agua que afloraban en el paisaje de la tundra americana. La playa de esta comunidad iñupiat está desapareciendo a causa del aumento del nivel de las aguas por el deshielo de la placa helada. Los gigantescos sacos de tierra que la protegen apenas llevan a cabo su función. Tras la desaparición de la playa lo harán las primeras viviendas —algunas ya se han desplazado al interior— y después el resto de la población.
Una yubarta (o ballena jorobada) joven avanzó en paralelo a mi durante casi veinte minutos, a escasos cien metros de la orilla. Acompañándome mientras fotografiaba aquella playa, lamentablemente, predestinada. Parecía contemplarme con curiosidad, emergiendo cuando menos me lo esperaba para respirar por su espiráculo. No pude dejar de sentir una profunda tristeza y a la vez melancolía, incluso enojo, por aquel ser inocente y magnífico caído en un inesperado destino, propiciado por la ignorancia, la avaricia y la desidia.
Teller, otra comunidad iñupiat alaskeña situada más al Este, en el mítico Estrecho de Bering, se levanta en lo que es ya apenas una fina capa de tierra a ras de agua. Su destino es inminente: la desaparición o su traslado a un lugar mucho más hostil y alejado del Mar de Bering, el que da sustento a sus habitantes. Vallas metálicas, sacos de arena, restos de chatarra… todo sirve a modo de dique para retardar los efectos del aumento del nivel de las aguas.
Puntos de la geografía costera mundial amenazados que se extienden por los seis continentes, desde pequeñas aldeas a ciudades, pasando por islas enteras y áreas naturales protegidas por su valor ecológico. Y millones de personas afectadas.
La respuesta de la Madre Tierra
El joven parecía más un guerrillero que un pastor. Cuidaba de sus reses junto a sus compañeros pero en vez de una vara sostenía un Kalashnikov, mucho más disuasorio que un palo de madera a la hora de defender el ganado y su sustento. La búsqueda de pastos frescos y sobre todo de la escasa agua son el objetivo principal de los larguísimos desplazamientos de los dinka, en Sudán del Sur. Los grandes periodos de sequía son cada vez más frecuentes en esta franja de África. Esto perjudica enormemente a los pastores y a los agricultores, sobre todo por el azote de la malnutrición e incluso del hambre. Igual ocurre en Chad y en otros países del área, donde la desertización provoca que los recursos naturales básicos —agua y alimentos— sean cada vez más escasos. Los dinka de la región de Gogrial Este, en Sudán del Sur, tienen claro que harán lo que sea necesario para salvaguardar su ganado y perpetuar su existencia. De ahí el cambio: un bastón por un arma de fuego. Vivir o morir, así de pragmática es su existencia.
Del calor al frío, todo parece un esperpéntico y grotesco juego al que nosotros mismos nos obligamos a jugar
Pero el problema del clima y los recursos no se circunscribe a la ultrajada África. En el Corredor Seco de Guatemala, la lucha campesina y el acaparamiento de tierras por parte de terratenientes sin escrúpulos se junta con el exceso de lluvias, la pérdida de cosechas enteras, el desbordamiento de ríos y sus constantes inundaciones. Todo fusionado en una especie de aquelarre de intereses donde el maíz, en vez de alimentar bocas, sirve para que los automóviles de países desarrollados funcionen con biocombustibles. Biocombustibles que, en vez de limpiar nuestra atmósfera, lo que limpian son nuestras conciencias de la forma más cínica que se pueda imaginar. A veces, cuando uno va y observa, no le queda otra que pensar que esta es la respuesta de la Madre Tierra, la Pacha Mama de los incas, que ha dicho basta. Que se ha rebelado al fin.
Una respuesta que parece tomar en ocasiones un carácter más que dramático: catastrófico. Por ejemplo en Filipinas, uno de los lugares que más sufren el golpe de las grandes tormentas tropicales y sus tifones, con una media de unos veinte al año. El aumento de la temperatura nutre estas manifestaciones climáticas, que en lugares costeros situados al nivel del mar, con poca protección y con estructuras precarias, provocan auténticas devastaciones y miles de víctimas. Países-archipiélago, sobre todo de Asia, Oceanía y Centroamérica, que otean un horizonte sin la esperanza de sobrevivir, como Tonga, Samoa, Vanuatu o Kiribati, entre otros.
Del calor al frío, todo parece un esperpéntico y grotesco juego al que nosotros mismos nos obligamos a jugar. Un sinsentido que no tiene precedentes. En lugares como Groenlandia o como en la Antártida, el deshielo por el calentamiento provoca el aumento del nivel de los océanos en el planeta, además de enfriar corrientes marinas que influyen a su vez en la fauna y en los ecosistemas. Un exceso de agua salada que contrasta con el derroche de los escasos acuíferos de agua potable —para fabricar una botella de plástico que contenga un litro de agua empleamos 4 litros del mismo líquido, y esta es una proporción moderada comparada con otros productos—.
Los polos se derriten y eso nos afecta muy negativamente, pero el ser humano también se empeña en verlo de otra forma. El territorio que aflorará, accesible, bajo el hielo de la gigantesca Groenlandia o del Continente Antártico, será un nuevo espacio en el que explotar recursos naturales intactos hasta ese momento, sobre todo petróleo y gas. El mismo petróleo y gas que ha provocado, paradójicamente, que se derritan los hielos para hacer ricos a unos pocos y pobres o muy pobres a la inmensa mayoría. Ese sinsentido que nadie entiende pero que todo el mundo acepta con resignación y sobre todo con egoísmo: nuestro fin provocado por nosotros mismos. Nuestro suicidio colectivo.