¡ATENCIÓN! El texto que vas a leer es el resultado autoficcionado de relatar un verano trabajando en un refugio de montaña. Las fotos que acompañan al relato son de una amiga: Eider Elizegi. Ella las hizo hace años, cuando trabajó en otro refugio diferente. El encuentro entre mi escrito y sus imágenes, que no se refieren al mismo lugar —pero que, a la vez, sí—, configuran un espacio que viaja a caballo entre lo real, lo imaginario y lo simbiótico.


Hacia el refugio

Llegué a pie, siguiendo los pasos de un séquito de duendes adolescentes que parecía haber brotado de los bosques. Me condujeron hasta el refugio, situado al fondo de aquella vega, en el borde de la línea de árboles. «Mi madre te ha preparado una cama muy bonita en el altillo», anunció una de aquellas criaturas. Yo venía de la urbe, del entramado de cemento y alquitrán. También venía de un largo periplo, de saltar de trabajo en trabajo, de encadenar empleos. De un no-lugar intermitente. Y de otras muchas cosas. Este es el relato de un verano contratada como guarda en un refugio de montaña. La ubicación exacta del mismo, sus coordenadas y sus topónimos y los nombres de sus habitantes se mantienen voluntariamente en el anonimato. En su lugar, hago uso de la onomástica de la Odisea para hablar del entorno y sus gentes. ¿Por qué? Pues porque una vez ya me había vaticinado Tiresias que currar como refugiera es como ponerse en la piel de la tripulante de un barco. Y, en consecuencia, me parece acertado bautizar con las palabras de este poema épico tan náutico la aventura en la que me vi envuelta durante sesenta días. Sesenta días de navegación estática, de surcar los océanos a bordo de una nave inmóvil que, sin embargo, se mueve.

Duración

Cuando llegas al refugio de Esqueria, lo primero que se instala en la retina es una montaña innegable. Esa que adquiere prominencia entre las demás. A pesar de haberla visto durante un segundo solamente, su poderosa lentitud se torna tangible y la pupila capta a mordiscos el tiempo sedimentado durante milenios. Resulta obvia la duración punzante de la vida en medio de un paisaje rotundo, abrupto, contundente —belleza que duele en la mirada con peso geológico—. La posibilidad de que haya algún cambio alguna vez parece inconcebible. Incluso diría que resulta poco deseable. La calma es adictiva. Aunque también existe la violencia del desprendimiento súbito de bloques calizos de vez en cuando.

Todo es mentira… Porque existe la luz. Nada está tan quieto como parece. La luz lo cambia todo. La montaña se acerca, se aleja o desaparece en función de la luz. Su volumen se acentúa o se aplana. Su perfil se difumina o se hace nítido. Su presencia se vuelve etérea o muy real.

Hay más cosas, por cierto, que duran, perseveran e insisten en permanecer, como los roblones. Al igual que sucede con la montaña, su existencia no es inmutable. Lo que pasa es que la madera sucede despacito.

Repetición

Otra de las manifestaciones de la quietud se llama repetición. Como la de la niebla, que entra puntual cada día al atardecer, como una lengua fantasmagórica que inunda el valle. La repetición no es nunca idéntica, siempre se trata de la variación de un tema preciso. Una jornada en el refugio adquiere más o menos este aspecto:

Me levanto pronto y como algo – Preparo el desayuno junto a Arete, junto a Laodamante o junto a Alcínoo, dependiendo de a quién le haya tocado madrugar – Lo servimos y realizamos los cobros de los servicios prestados a la clientela – Fregamos – Revisamos las reservas del día – Limpiamos todos los rincones del refugio, cambiamos las sábanas, ponemos lavadoras, apañamos las mesas del exterior, rellenamos con refrescos la nevera y con champú, los botes de las duchas – Descanso y almuerzo – Ayudo a cocinar, tarea que suele estar al cargo de Arete; si veo que Laodamante ya está hacendosamente echando un cable, me retiro a otros menesteres o aprovecho para ducharme o escribir – Tendemos la colada – Ya es mediodía y la gente que llega empieza a pedir tapas; nos arremangamos junto a la sartén y de la cocina salen huevos con panceta, con jamón o con chorizo, raciones de morcilla o de queso, tablas de embutidos… – Comemos por turnos – Descanso – Distribuimos las plazas en función de las reservas – Ya empieza a hacer su aparición la clientela para pernoctar: les tomamos los datos y les indicamos dónde deben dormir – La cena empieza a humear entre los fogones – Ponemos la mesa – Servimos las cenas – Fregamos – Preparamos los pícnics de las personas que lo han solicitado para la siguiente jornada – Cenamos – Arete y Alcínoo se quedan preparando las notas con los gastos que debe abonar a la mañana siguiente cada persona antes de abandonar el refugio – Dormimos.

Esta es la secuencia de actos. Puede ocurrir que el orden sea ligeramente diferente un día concreto, o que haya algunas acciones adicionales debido a las inclemencias del tiempo o a alguna urgencia. También hay otras tareas de logística de las que se encarga solo Alcínoo. O cuestiones que entran dentro del ámbito de Arete. El trabajo está por doquier, se entrelaza con la vida. Es casi imposible discernir dónde acaba uno y empieza la otra, y viceversa. El cuerpo entra en estado de totalidad.

La repetición también se construye a base de ciclos. Hay personajes que aparecen cíclicamente: son los y las guías de montaña que se presentan liderando un grupo. A diferencia de la clientela que acude de forma autónoma, los y las guías vienen cada tanto, cada dos semanas, por ejemplo. Si ser guarda consiste en permanecer, ser guía consiste en retornar. La clientela montaraz solamente pasa. Y se va (algunas veces, vuelve, pero suele ser cada mucho tiempo). De forma puntualísima, también acuden personajes famosillos del mundo del alpinismo y de la escalada.

Cambio

Los días de permiso, emprendo el camino hacia abajo junto a Argos, que trota a cuatro patas a mi vera. Descendemos hasta el aparcamiento donde dejé el coche y nos marcamos un destino. Y nos ponemos en marcha. Visitamos a Telémaco y lo beso con frenesí durante una o dos noches absolutas y estrelladas. Escalamos alguna pared. Vemos el mar estampándose espumoso contra los acantilados y nos comemos todos los helados de leche merengada que nos caben en la barriga.

El cambio consiste en el puro movimiento. El cuerpo se desplaza a lo largo de kilómetros extendidos más allá de los dominios del refugio. Más allá del espacio que se alcanza con la vista. Es como romper un hechizo. La carne traspasa una linde mágica que se había generado a base de inercia y de dibujar trayectorias con forma de círculos concéntricos, que son las trayectorias requeridas por el trabajo cotidiano en esa embarcación arquitectónica.

Intimidad

La intimidad habita en un altillo situado en la proa del refugio. Me ovillo en ese espacio chiquitín para desaparecer cuando estoy saturada de presencia y quiero dejar de tener un cuerpo. Los sonidos suben hasta el altillo, no obstante. Es imposible dejar fuera el mundo, se cuela y se acerca pegajosamente a mí. El trajín constante no cesa. Yo intento cerrar los ojos fuerte y taparme los oídos, espantar el mundo como se hace con una mosca cojoneras para abrir entre medias de todo un momento atemporal de soledad y aislamiento. ¡Qué hartura! A través de la ventana triangular, noto cómo atardece y me da miedo bajar del altillo para servir las cenas.

Lo inesperado

Sucedió el 30 de agosto de 2021. Ha llegado al refugio una pareja, una chica y un chico holandeses. Tienen reserva. Apunto sus datos en el cuaderno. Mientras miro el pasaporte de ella, me fijo en la fecha de su nacimiento: 31 de agosto de 1989, exactamente el mismo día del mismo año en el que yo nací. Mañana es nuestro cumpleaños, ambas cumplimos 32. Se lo digo. I was also born on August 31st, 1989. Nos miramos, perplejas. Y nos echamos a reír. Gefeliciteerd met je verjaardag, le digo, haciendo acopio de las pocas palabras que recuerdo en holandés. Qué cosa más extraña. Pienso. Qué cosa tan rara. En mi cabeza, suena la canción de cumpleaños que había escuchado en Rotterdam hace mucho:

Lang zal ze leven,

lang zal ze leven,

lang zal ze leven in de gloria,

in de gloria,

in de gloria.

Hieperdepiep hoera!

Lo maravilloso existe.

Fantasía

La duración y la repetición están muy bien y son muy poéticas y existenciales y todo lo que tú quieras. Pero llegado el punto, estás hasta las narices de tanta gaita. Debía de ser la vigesimocuarta vez que respondía a la misma pregunta al repartir los postres en el comedor. Los yogures, ¿los hacéis aquí? ¿Son artesanales? ¿Hacéis también la mermelada? Preguntó aquel lotófago indiscreto con anhelo de ver reafirmados sus deseos de neorruralismo autosuficiente y bucólico. Y yo contesté que sí. Que esperábamos a que hubiera luna llena. Acudíamos al bosque y, con una daga plateada, realizábamos una incisión en la corteza de uno de los ejemplares del hayedo. Con la savia, obteníamos un delicioso sirope que empleábamos para la elaboración semi-artesanal de la mermelada en la nave industrial —pero discreta y muy ecológica— que teníamos detrás del refugio, lo que nos permitía producir —a través de una mini-cadena de trabajo fordista— en cantidades suficientes como para dar de cenar a treinta comensales —si no más— diariamente en temporada alta. Yo pensaba que la ironía y el grado de delirio de mi respuesta habrían obrado su encantamiento disuasorio. Pero cuál no fue mi sorpresa cuando el interlocutor volvió a la carga y, con los ojos abiertos como platos, reiteró: ¿De verdad? Os juro que no había ni un atisbo de sarcasmo en su interrogación. Solo simple curiosidad científica. Yo no sabía qué hacer. No tenía más fantasía de la que echar mano porque me había inventado aquello sobre la marcha y con la absoluta certeza de su inverosimilitud radical. A pesar de todo, y sospechando que, en realidad, aquel sujeto con dotes interpretativas agudísimas y sutiles me estaba vacilando de vuelta, contesté con un tajante NO, me giré y seguí repartiendo postres.

Fuga

Es cierto que el hartazgo de la repetición acentúa el ingenio. Pero también se convierte en pesadumbre. Septiembre alargaba las sombras forestales. La luz se había vuelto melancólica. O, quizás, era mi modo de mirar. Mis gestos se amodorraban. Escrutaba el calendario con intensidad. Deseaba los días de libranza ansiosa y me costaba hacer el camino de vuelta después de un par de días de descanso. No sé si voy a poder llegar a finales de septiembre, les dije a Arete y a Alcínoo. Te notábamos extraña últimamente, respondieron. Y yo me eché a llorar. Me acompañaron con extrema delicadeza y comprendieron. Estaba cansada. No era una cuestión muscular, ni nada de eso. Era una fatiga más particular que no brotaba del esfuerzo, sino de la imperturbable monotonía. Necesitaba moverme con amplitud, ir de acá para allá. Levar el ancla. La calma se había convertido en hastío. Y nadie tenía la culpa. Aquellos últimos días, dediqué mucho tiempo a imaginar los años que aquella familia llevaba encargándose del refugio. Cada temporada, regresaban. Ocupaban sus puestos náuticos, fondeaban y se quedaban a continuar otro verano y otro y otro. Mi imaginación se asomaba a ese abismo y sentía un profundo respeto por su fortaleza.

Una tarde, mientras miraba el fuego de la chimenea, la tristeza me golpeó en el estómago tan fuerte que me vi obligada a hacer la mochila y a partir. Le di un abrazo a Arete y me despedí de los duendes adolescentes y de Alcínoo —Laodamante hacía días que había abandonado la tripulación una vez finalizado su contrato—, e hice un último viaje junto a Argos hasta el aparcamiento del pueblo. Nos subimos al coche y arranqué.

A ti, que lees estas líneas

Te invito a durar. A dedicar algunas jornadas de monte a estar, sin más. A aguantar en las venas el pulso de lo que ocurre lento. No con ánimo de alcanzar una epifanía, sino solamente para experimentar el ritmo de lo que no es humano: de las plantas y de las piedras, de la bruma y del diluvio.

Ah, y también te aviso: como vuelvas a preguntarme que dónde diantres enchufas el móvil y el reloj súper moderno ese que llevas y la batería de la cámara para cargarlo todo a la vez, empiezo a blasfemar y no me hago responsable de lo que pueda ocurrir. Y no, no hay cobertura. Si no te gusta, vuélvete a Ítaca.


Fotografías de Eider Elizegi