Todos los días son cotidianos hasta que dejan de serlo. El 23 de mayo de 1981 la mañana luce azul, casi envuelta en cristal. En breve se torcerá y un aire de terror recorrerá el país. Pero en esas primeras horas el fulgor de la primavera se refleja en los zapatos que lustran los limpiabotas de la plaza de Cataluña de Barcelona y en las sucias mesas de metal del Café Zurich.
Ya no falta tanto para el mes de junio y el rumor del verano se intuye en el leve hedor de las pescaderías del mercado de la Boquería, donde varias mujeres se arremolinan en torno a las cajas de sardinas plateadas. Unas las rebozarán, otras las cocinarán en escabeche y la mayoría las preparará con ajo y perejil. En el camino de vuelta a casa, acompañadas por el baile de los plataneros de la Rambla de Barcelona, las sardinas —algunas con ojos rojos— coletean envueltas en periódicos.
Entre escamas, la tinta del papel que acuna el pescado habla de una epidemia de neumonía de origen desconocido, de la destitución de Iñaki Gabilondo como jefe de Informativos de Televisión Española por culpa de un programa sobre la OTAN, de la salud del papa Juan Pablo II tras el atentado en la plaza San Pedro en el Vaticano, de «recuperar la ilusión» y la disciplina en las filas de las Fuerzas Armadas tras el 23F —ocurrido tres meses antes—, y de que, según palabras de François Mitterrand, el nuevo presidente francés, «Europa no admitirá una España golpista».
Más tarde, en otra parada de pescado de la Boquería, entre gambas de Palamós y cabezas de rape monstruosas, una radio anunciará el nombramiento del teniente coronel Emilio Alonso Manglano como nuevo director del Centro Superior de Información de la Defensa (CESID), los servicios secretos españoles, uno de cuyos altos mandos, José Luis Cortina, está presuntamente implicado en la trama del golpe. En su nuevo puesto, Manglano jurará «obtener, evaluar y facilitar cuanta información sea necesaria para prevenir todas las acciones de desestabilización contra la democracia española».
La tinta del papel que acuna el pescado habla de una epidemia de neumonía de origen desconocido, de la destitución de Iñaki Gabilondo como jefe de Informativos de Televisión Española por culpa de un programa sobre la OTAN, de la salud del papa Juan Pablo II tras el atentado en la plaza San Pedro en el Vaticano, de «recuperar la ilusión» y la disciplina en las filas de las Fuerzas Armadas tras el 23F
El 23 de mayo es sábado. La calle huele a desinfectante, a café negro, y el sueño de libertad que son las vacaciones está cada vez más cerca.
(…)
Ese 23 de mayo, de madrugada, José Juan Martínez Gómez se levanta pensando que la primavera es una promesa, pero no sabe de qué. Enciende un Winston, se lo fuma y, antes de apagarlo, enciende otro. Soñar es gratis y el dinero lo compra casi todo. En unas horas sabrá si va a pasar el resto de su vida entre hoteles y restaurantes de la Costa Brava, en un BMW blanco conduciendo a cien por hora por las carreteras que bordean el Mediterráneo, o si va de cabeza a la cárcel. O peor. Al cementerio. Aún no, pero ya queda menos para que José Juan vaya a ser conocido en toda España como «el Rubio» —aunque es pelirrojo— o «el Número Uno»: el cerebro del asalto al Banco Central.
José Juan Martínez Gómez se levanta pensando que la primavera es una promesa, pero no sabe de qué
El 23 de mayo de 1981, cuando faltan treinta minutos para las nueve de la mañana José Juan ya está en la calle Vergara, una de las vías radiales —corta, con apenas veinte números— de la plaza de Cataluña, esperando. Se acercan varios hombres con bolsas de deporte. Observa el gesto torcido en la cara de dos de ellos y eso no le gusta. Delata el peso que transportan, un detalle que puede llamar la atención. En esas bolsas llevan taladros, brocas, picos, palas, megáfonos, cuerdas, pasamontañas, guantes y linternas. También subfusiles, metralletas, pistolas y dos botellas de coñac.
Martínez saluda al grupo sacando su paquete de Winston. Reparte cigarrillos para todos, empezando por el que está más nervioso. Mientras esperan a los últimos en llegar, el Rubio piensa al fin que esta primavera promete una vida regalada, un chalet con piscina y pista de tenis junto al mar en Sant Feliu de Guíxols y un restaurante en propiedad. Mira las volutas de humo del cigarrillo, pero lo que ve son platos de mejillones, botellas de vino blanco helado y billetes de mil pesetas esparcidos entre mesas ruidosas y risas de noche junto a la playa.
Pronto van a dar las nueve y junto al Banco Central está el primer quiosco de las Ramblas. Los clientes fuman Ducados y ojean los periódicos. Uno mira la portada del Interviú y suspira ante unos enormes pechos desnudos. Están hablando del Barça, del secuestro de Enrique Castro, «Quini», aquel domingo de marzo después de meterle tres goles al Hércules. Primero se pensó que era cosa de ETA, pero al final los secuestradores resultaron ser solo unos tíos desesperados, tres parados de Zaragoza. Después empiezan a discutir sobre Schuster. Unos dicen que es una estrella y otros se quejan de que en la selección alemana juega de maravilla mientras que en el Barcelona no es más que un gandul provocador.
Reparte cigarrillos para todos, empezando por el que está más nervioso. Mientras esperan a los últimos en llegar, el Rubio piensa al fin que esta primavera promete una vida regalada, un chalet con piscina y pista de tenis junto al mar en Sant Feliu de Guíxols
En secreto envidian su melena rubia, larga y libre.
Uno se pone a hojear el nuevo número de El Papus. En una viñeta lee: «Tenemos estado de alarma, estado de sitio y estado de excepción. Y luego dicen que no tenemos estadistas». Ese número de El Papus —revista satírica y neurasténica, explica el subtítulo— incluye un editorial titulado «Esto no es vida» que empieza así:
Desde el 23 de febrero la vida parece haberse paralizado en España. Parece como si se hubiera abierto un paréntesis, a la espera de que un nuevo y definitivo golpe de Estado se produzca. Por mucho que Calvo-Sotelo hable de la imposibilidad de un proceso involutivo, Carrillo se ha permitido vaticinarlo en plan pitoniso, mientras que Felipe González da la sensación del condenado que espera sus últimas horas. Mientras, el país se limita a esperar acontecimientos, mientras los terroristas van haciendo de las suyas por las calles y la sensación de acojono va convirtiéndose en una seña de identidad. No basta decir que hay que aprender a vivir con el miedo, sino que el miedo se ha convertido en el único protagonista de nuestra realidad social. No se puede vivir así, pero lo estamos haciendo.
Ajenos a la tertulia del quiosco, desde la calle Vergara la banda de José Juan observa la esquina entre plaza de Cataluña y Ramblas. Contemplan la fachada del Banco Central como si fuera una virgen. No saben que antes de ser sede de uno de los bancos más importantes de España fue un café modernista. Fue derribado y reconstruido para albergar el Banco Arnús, y las campanas de sus cúpulas imitaban la melodía del carrillón de Westminster. Más tarde, la ampliación de aquel primer banco llevó a la incorporación del edificio contiguo, el Gran Hotel Continental y, con él, su crónica sangrienta: en una de sus suites, en una juerga privada de champán y cocaína, un hombre cogió una espada de samurái que colgaba en la pared y empezó a cercenar brazos y manos de los invitados. Mató a una mujer, hirió a una muchedumbre y acabó la fiesta degollándose.
Por mucho que Calvo-Sotelo hable de la imposibilidad de un proceso involutivo, Carrillo se ha permitido vaticinarlo en plan pitoniso, mientras que Felipe González da la sensación del condenado que espera sus últimas horas
Eso ya no se recuerda. Hace mucho que el Central preside el corazón de la ciudad. Un inmenso neón blanco —B-A-N-C-O C-E-N-T-R-A-L— corona el edificio. Las letras gigantes hipnotizan a la banda en pleno. El banco, un imán poderoso de siete plantas, les espera. Quieren entrar ya y que Dios reparta suerte. A punto de dar las nueve, José Juan se dispone a dar la orden de asalto. De repente, un furgón blindado se detiene junto a la puerta del banco. Hay que esperar un poco más.
A dos pasos de la entrada se pone un pasamontañas marrón con dos agujeros a la altura de los ojos. La adrenalina le nubla la vista, la sangre más viva que nunca. Ahora sí, a las nueve y dieciocho minutos, Martínez da por fin la orden de asalto. Corriendo, casi levitando, con una pistola Llama apuntando al cielo, en alto, cruza la puerta. Detrás toda la banda le sigue en tromba. Entran empujando, disparando al techo y gritando «¡Todos al suelo!». En ese preciso instante en el banco hay 263 personas entre trabajadores y clientes. En pocos minutos la Policía recibe una llamada. «Están atracando el Banco Central de la plaza de Cataluña», dice una voz. Después encuentran una nota de los asaltantes en una cabina telefónica y el país tiembla: exigen la liberación del teniente coronel Antonio Tejero, el general Torres Rojas, el coronel San Martín y el teniente coronel Pedro Mas Oliver, en prisión militar en espera de juicio por su presunta implicación en el intento de golpe de Estado del 23F. Si no se cumple su demanda, amenazan con volar el edificio con los rehenes dentro.
Fragmento de
Mar Padilla