Uno viaja, y lo hace con cierta felicidad. Los periodistas —eso es lo que soy— viajamos para dar talleres o charlas, para presentar libros, para participar en seminarios o ferias. A mí me invitan a hacer algunas de todas esas cosas unas cuantas veces al año —¿veinte, dieciséis?— y entonces voy. Preparo mis conferencias, preparo mis talleres y, un par de días antes del viaje, meto dos camisetas negras, un jean y un abrigo en una maleta, cargo un libro, el ordenador y el pasaporte en un bolso de mano, y voy. Voy porque quiero, voy porque me gusta y voy porque eso también forma parte de mi trabajo. Ir, decir, escuchar, pensar.

Y sin embargo.

Hace tres o cuatro años el escritor argentino Martín Kohan, que viaja mucho, me dijo que había empezado a responder así a las invitaciones: «Voy, pero tendría que volver enseguida». Volver enseguida se ha transformado, desde entonces, en mi lema. Voy —a Bogotá, a Barcelona, a Lima, a Monterrey— pero vuelvo enseguida. Porque —además de ser una interrupción en el encierro y la concentración necesarios para escribir— los viajes de trabajo me confrontan, como ninguna otra cosa, con una forma de soledad —quizás la única— que roe y que desgarra.

 

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Por ejemplo, ahora: entro en mi cuarto de hotel en Bergen, Noruega, una ciudad a la que vine para participar en el festival literario de no ficción Verden i Bergen. El cuarto es pequeño y funcional. Un escritorio, una silla, una cama que no tiene colchón, sino una estera delgada sobre una base un poco dura. En la calle llueve y es de noche desde las tres y media de la tarde. Son las siete. En un rato bajaré a tomar algo con los organizadores del festival, en un par de días daré una conferencia sobre un tema que me interesa y hablaré en público con uno de los mejores escritores del país (y, aunque aún no lo sé, escucharé la lectura de poesía más conmovedora en mucho tiempo).

Pero ahora estoy sola y desde las ventanas del cuarto, que son amplias, veo a los vecinos del edificio de enfrente: una chica pasa la aspiradora en shorts; un hombre joven prepara la cena en pantalones cortos; otro, que parece mayor, lee en un sofá de la sala. Un par de chicos fuman en la vereda, entre ráfagas de viento y lluvia. Esas tareas rutinarias llevadas a cabo por gente que está allí desde mucho antes de mi llegada, que seguirá allí después de que me haya ido, me enfrentan a la evidencia de que yo soy la que está fuera de lugar, la que tiene que construirse, en un puñado de días, un mundo. Y de que, aún cuando lo construya, ese mundo estará habitado sólo por mí. Que nunca habrá, en él, intimidad más que conmigo misma. Que no habrá nadie a quien decirle «qué lindo», o «estoy cansada», o «escapémonos a un café». Nadie con quien soportar la noche en vela por la fiesta ruidosa que hacen más abajo. Nadie con quien reírse del piso del baño que está tan caliente que escalda la planta de los pies. Habrá apenas, en las noches, el reverbero de un rostro querido —el rostro del hombre con el que vivo desde hace veinte años— en el Skype, una descripción somera de cómo van las cosas. Después, la cama, el libro, la luz que se apaga, la noche.

 

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Los datos objetivos no señalan mayores diferencias. En diversas ciudades me he topado con colegas hombres y mujeres que viajan con maletas grandes o pequeñas, que van a todas las fiestas o a ninguna, que son más o menos entretenidos, más o menos inteligentes, originales o malhumorados. He visto mujeres que viajan con maletas ínfimas y varones que arrastran dos portatrajes y un baúl, y viceversa; he visto mujeres emborracharse y bailar hasta el amanecer en todas las fiestas disponibles y hombres retirarse como monjes a sus cuartos después de cada cena, y viceversa; he escuchado cosas brillantes o bobas de gente de todos los sexos, nacionalidades, lenguas, clase social y calidad y cantidad de obra. Nunca me ha parecido que una sola de todas esas características tuviera que ver con el modo macho o hembra de estar en el mundo.

Por eso, cuando me dicen «querríamos un artículo sobre cronistas viajeras», tengo problemas.

En parte porque el enunciado me recuerda a esas miradas zoológicas —esos artículos que alguna vez también cometí— que proponen, por ejemplo, «mujeres que conducen el metro», o «mujeres que escriben literatura policial», o «mujeres que trabajan en plataformas petroleras», y que dicen, sin decirlas, cosas como: «¡Mírenlas en su jaula! ¡Ellas también son capaces de conducir sin matar gente/de escribir algo más que novelitas rosas/de ser fuertes! ¡No son idiotas, pueden valerse por sí mismas!».

Pero también porque, cuando viajo, no me siento ni mujer ni hombre ni frasco de mayonesa. Me siento una persona. Una persona que está, la mayor parte del tiempo, sola. Y esa soledad no es ni macho ni hembra, ni lesbia mía ni travesti: es la soledad más radical. La soledad en tremenda compañía.

 

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Soy solitaria. Hosca. Ermitaña. Quieta, silente, discreta. Reservada hasta la antipatía. Suscribo a ese verso de Miguel Hernández que dice «yo nada más soy yo cuando estoy solo». Y necesito océanos de soledad —al menos tres puertas cerradas entre el resto del mundo y yo— para escribir. Pero, cuando estoy escribiendo, mi cerebro, que es un dragón, tiene dónde morder: hunde los colmillos en las frases, las palabras, las ideas, el ritmo. Cuando viajo, en cambio, paso largas horas en aeropuertos, en aviones, en buses, en cuartos de hotel y, en todas esas horas de laxa espera, sin sitio donde clavar los dientes, mi cerebro se devora a sí mismo.

No sé cuándo fue que la soledad empezó a tener un sonido propio, una suerte de quejido estrecho que, en ondas concéntricas, se expande y se pega a las paredes, a las puertas, a los armarios como un blindaje estéril. No sé cuándo fue pero sé que, en algún momento, el sonido de la soledad empezó a ser ese: el que hace mi maleta al apoyarse en el piso de una habitación de hotel en una ciudad lejana y ajena, donde todo el mundo parece ocupar un espacio repleto de certezas menos yo que, de pie en la que va a ser mi cueva durante dos, tres, diez días, mientras enciendo mi computadora y reviso que funcione la conexión a internet, escucho la soledad caer como una gota oscura y pienso que es tiempo, una vez más, de hacer lo que hago desde hace dos, tres, cinco años: de hundirme en la Gran Ola Anestésica y pulsar el play a mi Modo Sobreviviente.

 

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 «¡Ay, qué lindo, cómo viajás!», dice la gente. Los vecinos de mi edificio me ven salir con mi maleta a las ocho de la mañana o a las cinco de la tarde con destino a Lima, a Bogotá, a México, a Madrid, y dicen: «¡Ay, qué lindo, cómo viajás». Los taxistas que me llevan o me traen hacia o desde el aeropuerto. Algunos amigos. Mis hermanos. «Qué lindo, cómo viajás.» Cuando era chica quería, además de escribir, una vida mundana en el sentido más estúpidamente literal: ser alguien que no perteneciera a ningún sitio sino al ancho mundo que se extendía más allá de la pequeña ciudad de la pampa argentina en la que nací. Viajar —y escribir— era el santo grial y la contraseña que abría las puertas de mi felicidad privada. En una mala biografía de Arthur Rimbaud que leí por entonces había una frase que jamás volví a encontrar y que quizás inventé. Decía algo así como «llegando eternamente irás a todas partes». Eso quise desde que leí esa frase —o desde que la inventé—: partir, partir, partir. Cuando supe que Goethe advertía que hay que tener cuidado con lo que se quiere, porque uno puede acabar por conseguirlo, y que Bioy Casares había escrito «las mujeres deseadas y los ideales, ay, se alcanzan», ya era demasiado tarde.

 

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Una vez, en Guayaquil, tuve que dormir encerrada en el baño, que era el único resquicio de la habitación del hotel de cinco estrellas en el que me habían hospedado al que no llegaba el estruendo de la música en vivo que salía a chorros desde el bar de la planta baja. Otra vez, en Oaxaca, mi cuarto era un triángulo del tamaño de un armario para guardar escobas en el que tuve que trabajar encorvada, porque la mesa me llegaba a las pantorrillas, y cerca del baño, porque era el único lugar en el que había un enchufe. En Santiago de Chile bajé a las tres de la mañana a la recepción a pedir que me prestaran tapones para los oídos, porque una pareja estaba teniendo sexo estruendoso en el cuarto contiguo desde las doce de la noche —eran las tres de la mañana— y yo tenía que despertarme a las seis para dar clases. En Lima se cortaba la luz en todo el hotel cada vez que yo encendía el televisor, de modo que en la recepción me pidieron que dejara de encender el televisor. En Cartagena mi habitación tenía una sola ventana que daba al patio de un colegio de orientación artística donde desde las siete menos cuarto de la mañana centenares de niños cantaban y gritaban hasta las tres o las cuatro de la tarde. En Panamá, la señora que limpiaba el cuarto tiró a la basura todos los trabajos, finalistas de un premio, que yo había dejado sobre la cama y tuve que rastrearlos hasta un contenedor que estaba en el subsuelo.

Siempre hubo aviones que perdí, taxis que no aparecieron, huracanes que amenazaron con poner en peligro el viaje de regreso, y lidié con esas cosas como vi que lo hacían las otras y los otros: con furia y humor y paciencia y buena educación. De modo que, insisto, los datos objetivos no señalan mayores diferencias: hombres y mujeres en viajes de trabajo son, básicamente, iguales.

Pero, sin embargo, hay algo. Y ese algo es que, si se pueden contar con los dedos de una mano a las colegas mujeres que viajan a ferias y congresos acompañadas por sus novios o maridos o parejas ocasionales, son, en cambio, decenas los hombres que viajan a ferias y congresos acompañados por sus novias o esposas o parejas ocasionales.

Eso no tiene por qué querer decir alguna cosa.

Aunque sí dice algunas cosas.

Y la cosa menos antipática de todas las que dice es que es probable que los hombres sepan algo acerca de la soledad del viajero promedio que las mujeres sólo ahora estamos empezando a averiguar.

 

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Para no ponernos trágicos hay que decir que la soledad no es lo único que sucede. Porque también están las cenas inolvidables, las carcajadas, las lecturas, las librerías, las calles de una ciudad inesperadamente hermosa, la complicidad efervescente de los amigos, los cielos protectores y los días como párpados celestes y la jubilosa sensación de estar braceando suavemente en un momento único y sublime que no volverá a repetirse. Pero, quizás, la soledad es lo que más sucede.

Porque, antes o después, uno ve algo bonito, o algo sórdido, o es asaltado por la conciencia dolorosa de estar braceando suavemente en un momento único y sublime que no volverá a repetirse, y sabe que eso quedará encerrado para siempre en la memoria: que uno es un coleccionista de recuerdos que empiezan y mueren y terminan en uno. Y es así como, después de un largo día —incluso después de un largo día feliz—, uno llega al hotel y enciende la lámpara y abre el libro y se sumerge en la Gran Ola Anestésica y aprieta play play play al Modo Sobreviviente, con un poco de cansada desesperación, solo de toda soledad en un mundo espléndido y repleto de gente.