Aquella llamada de madrugada dejó a Brigitte Reimann sin vacaciones. Por teléfono, Kurt Turba, su jefe y amante ocasional, le daba la noticia: la mandaba a Siberia a «trabajar hasta caer rendida». Le aconsejaba llevar un par de jerséis porque podía hacer frío y le prohibía negarse.
Brigitte se sentó en la cama, no pudo volver a dormir en toda la noche. Tendría que postponer sus planes para ir al lago Schwerin con Hans, su pareja y futuro tercer marido, a «atrapar cangrejos y robar pescado». Y luego estaba lo de su pánico a volar.
Era julio de 1964 y Brigitte Reiman, escritora joven, feminista y crítica del viejo comunismo, era una figura popular en la RDA, la antigua Alemania comunista. El Muro de Berlín había cumplido tres años de existencia y los intelectuales de la Alemania del Este todavía creían, de forma paradójica, que el aislamiento del mundo capitalista que les otorgaba el Muro era positivo para crear un debate social que les llevara a construir un comunismo más aperturista.
Los escritores nacionales eran personajes admirados de forma especial en la RDA, ya que proveían a una sociedad desorientada de lecturas que ayudaban a entender la situación extraordinaria que vivía. Las obras de Brigitte Reimann, en este contexto, eran estimadas por el público por su estilo llano y porque en ellas manifestaba sus opiniones sin tapujos.
El jefe de Reimann la mandaba a Siberia a «trabajar hasta caer rendida», le aconsejaba llevar un par de jerséis y le prohibía negarse
Kurt Turba, redactor jefe de FORUM, la revista juvenil del Partido Socialista Unificado de Alemania —la fuerza política que gobernó en la RDA durante más de 40 años— coincidía con Brigitte en independencia de pensamiento y actitud crítica, así que ese verano la eligió para formar parte de una delegación diplomática que viajaría a Kazajistán y Siberia.
La misión de Brigitte Reimann era escribir la crónica del viaje y dar su visión de la Unión Soviética de aquel momento, la cual competía en desarrollo con los Estados Unidos y presumía a nivel mundial de sus éxitos en la conquista del espacio exterior y en la colonización de nuevos territorios. Kurt Turba la acompañaría, pero también lo harían algunos viejos miembros del partido comunista, quienes no admitían ideas novedosas y menos si éstas venían de una mujer.
La delegación cogió un vuelo de Berlín a Moscú el 7 de julio de 1964. Entre sus compañeros de viaje, Brigitte Reimann sólo congeniaba con Turba y el fotógrafo Thomas Billhardt, Billi. Su miedo a volar la paralizaba y le esperaban 10 largos días de visitas maratonianas a los centros de prosperidad de la URSS: academias de investigación, universidades, complejos industriales, urbanizaciones de diseño matemático, entre otros. Brigitte estaba deprimida. Los estímulos para escribir brillaban por su ausencia y no sabía qué pintaba ella en aquel viaje.
«No sirvo para una carrera en el cuerpo diplomático. Sencillamente carezco del ánimo para cierto tipo de disciplina. ¿Por qué demonios he de pasarme cinco horas a la mesa, echando a perder mi estómago y sonriendo a diestro y siniestro?»
En Moscú y luego en Kazajistán, Brigitte Reimann asistió a banquetes y fue a excursiones, tal y como se le había prometido, hasta caer rendida. En una de aquellas salidas, hasta probó un Kaláshnikov, creando una escena de comedia en la que sus compañeros de delegación se tiraban al suelo muertos de miedo. De estas vivencias, Brigitte coge algunos datos de aquí y otros retratos de allá para exponerlos en su crónica, pero no se entretiene mucho en las peculiaridades de sus bolos políticos. La escritura más detallada la reserva a sus escapadas con Billhardt, el fotógrafo, y a veces con Nadia, su apoyo femenino en la delegación.
«Sobre el laboratorio no puedo decir nada, no porque sea alto secreto, más bien porque no pude seguir los procesos. Por suerte Thomas estaba igual de abrumado y de perdido que yo, y fuimos trotando detrás de los demás y nos emocionamos muchísimo porque creímos reconocer las habitaciones en las que se rodó la película Nueve días de un año»
Billi, con sus fotos, es el complemento perfecto de la crónica que escribe Brigitte Reimann, por compartir con ella experiencia y sentimiento del viaje. Cuando podían, Brigitte y Billi se alejaban de la delegación y se dedicaban a pasear y conversar con la gente, desde científicos de alto nivel a ingenieros, estudiantes, obreros o campesinos, creando un fresco antropológico de las distintas capas de la realidad soviética.
«Es un estudiante de Filología alemana, un chaval flaco de ojos grises rasgados, alargados. A veces percibo en su rostro un gesto de obstinación y hasta de dureza; sus juicios y sus máximas son decididos e imperturbablemente definitivos, y por un momento me sentí terriblemente vieja.»
De Kazajistán, la delegación pasó a Siberia. Principal foco de gulags, los antiguos campos de concentración soviéticos de la época de Stalin, en los años 60 Siberia se había deshecho de su halo de presidio y se presentaba como una tierra de nuevas oportunidades.
Como si de un Salvaje Oeste en el Este se tratase, cada año acudían a Siberia miles de jóvenes pioneros a explotar los aparentemente ilimitados recursos naturales de un territorio tan inmenso como inhóspito. Allí eran libres para experimentar con construcciones sociales más colaborativas, mientras trabajaban en la generación de energía y en la construcción de nuevas ciudades.
«En los últimos años, los geólogos amateurs han dado a conocer tres mil yacimientos, y a menudo la gente joven vuelve a Siberia, atrapada por esta tierra hermosa y salvaje, a participar en la explotación de sus riquezas del suelo.»
Brastk, «la ciudad del hierro», llamada así por sus numerosos yacimientos de ese mineral, era el paradigma de los nuevos asentamientos en Siberia. Una ciudad industrial creada alrededor de una central hidroeléctrica a cuya construcción legendaria se dedicaron no pocos libros y poemas. Alexéi Marchuk era el ingeniero jefe responsable de tan titánica obra. Un hombre tímido, de personalidad carismática, que prefería cantar a la guitarra las canciones que componía a dar discursos.
«Le di un codazo a Nadia y dije «¡Dios, qué pedazo de hombre!». Pelo corto, negro entremezclado de gris, fino bigote negro, oscuros ojos rasgados… Nadia se quedó sin respiración. «Un afortunado cruce entre Nasser y Günter Grass». Nos reímos, pavas insensatas.»
Alexéi Marchuck no se dejaba entrevistar fácilmente, pero Brigitte Reimann al fin consiguió que relatara su historia y hablara de cómo era la vida en condiciones tan extremas. También tuvo ocasión de hablar con Boris Gainulin, el otro héroe de Brastk, al que un accidente en la voladura de una montaña había dejado en silla de ruedas y que ahora era un asesor en la central hidroeléctrica.
«Ahora debo escribir por fin sobre la visita a Boris Gainulin. No sé por qué me resulta tan difícil, y vacilo… No sólo porque me dejó una impresión de tristeza y piedad. Busco una imagen no turbada por los sentimientos. Siempre se les nombra juntos, a Marchuk y a Gainulin, de una sola tacada, tienen la misma edad, veintinueve…»
Cuando la delegación dejó la ciudad de Brastk, Brigitte Reimann prometió que volvería al año siguiente, tan impresionada había quedado. Ni ella ni Marchuk, Gainulin o alguno de los entusiastas pioneros podían imaginar que cincuenta años después, Brastk sería declarada zona de desastre ecológico a causa del vertido industrial de residuos tóxicos, con un grado de contaminación por mercurio en la tierra cercano a la mitad de la producción mundial de mercurio en 1992.
Unos días más tarde, la delegación volvía a la RDA. Brigitte Reimann se sentía «feliz de una manera sorprendente, impávida y enamorada de la vida». Fin de la historia. O no del todo. La editorial Errata Naturae incluye en su edición unos fragmentos del diario que Brigitte escribía durante el viaje; leyéndolos podemos disfrutar de lo que se callaba en su crónica. Como la relación que tenía con Turba y los conflictos con sus compañeros de viaje, a ninguno de los cuales dedicó muchas líneas en su obra. De su diario:
«Kurt me dijo que se había peleado con un par de delegados por defenderme: que no me hallan lo bastante partidista, que soy muy reservada, que me aíslo de los demás y no canto las canciones proletarias ni formulo brindis, etc.»
La verde luz de las estepas se publicó por entregas en la revista FORUM en 1964, aunque el reportaje completo, junto a las fotos de Thomas Billhardt, no fue publicado como libro hasta 1965, por la editorial Neues Leben. Esa edición no incluía los fragmentos del diario de Brigitte Reimann que incluye la edición de Errata Naturae, y que fueron añadidos en ediciones más tardías de la obra, cuando ésta fue publicada por la editorial Aufbau.
En 1965, coincidiendo con el cuarto aniversario de la construcción del Muro de Berlín y con la justificación de un decrecimiento en la economía de la RDA, el Partido Socialista Unificado de Alemania, en su pleno anual, dio un giro a su política de tolerancia relativa y restringió de golpe las libertades ciudadanas, otorgando a cambio plena autonomía de actuación a la Stasi, órgano de inteligencia de la RDA, para vigilar a los «desviados» ideológicos.
El diario que Brigitte escribía durante el viaje permite disfrutar de lo que se callaba en su crónica: la relación con Turba, los conflictos con sus compañeros
Muchos escritores, como Reiner Kunze o Wolf Bierman, se exiliaron de la RDA. Brigitte Reimann, que era una molestia para la Stasi, murió de forma prematura en 1973, a los 39 años, dejando un libro inacabado, Franziska Linkerhand, obra en la que había trabajado durante 10 años y que fue publicada de modo póstumo con contenido censurado.
Los escritores que se quedaron en la RDA no tuvieron otro remedio que moldear su ingenio creativo para evadir esa censura, precisamente. Y con la caída del Muro de Berlín, la literatura de la RDA fue quedándose en el olvido, hasta que en los últimos años algunos de los autores más emblemáticos, como Werner Bräuning o la misma Brigitte Reimann, han sido reivindicados y sus obras se han editado de nuevo.
A la vuelta de la Unión Soviética, Brigitte Reimann y su pareja Hans Kerschek, futuro colaborador de la Stasi y presunto espía de la autora, marcharon en autoestop al lago de Schwerin. Dorli, la hermana de Brigitte, les esperaba en un bote de vela.
«Silencio, orillas boscosas… Nos hacía ilusión una vida en libertad, sin agenda ni radio ni teléfono, atrapar cangrejos y robar pescado, y los dudosos menús de caracoles que quería ponernos Dorli.»