Mohamed Chukri (1935-2003) fue niño de la calle y analfabeto hasta los veintiuno y logró, gracias a una extraordinaria sensibilidad y una insaciable ferocidad lectora, convertirse en escritor. Le dió igual ganar o perder, se entregó totalmente a la lectura y a la escritura, que se convirtieron en su refugio. Fue la suya una literatura áspera y dura. Una literatura a secas, surgida del fango y la podredumbre, como dice Atxaga «desde el interior de la pobreza», que le llevó a codearse con los intelectuales que llegaban a Tánger al reclamo de aquella ciudad-mito, mentes ajenas y deslumbradas que acudían a aquel paraíso artificial sin que repararan casi nunca en aquellos que allí vivían su día a día. Aquellos para los que, como el escritor, la pobreza y la miseria eran sus acompañantes cotidianos. En cambio Chukri, que vivió entre prostíbulos y bares, siempre los tuvo presentes, «Yo estoy comprometido socialmente» dijo en una ocasión. «Me inclino a defender a las clases marginadas, olvidadas y aplastadas. No soy Espartaco, pero creo que todas las personas tienen una dignidad que tiene que ser respetada. Aunque no hayan tenido oportunidades en la vida».

Desnudándose dedicó su escritura a narrar su propia historia, aquella vida soportada, desparramándola en diversos libros que rezuman dolor pero también denuncia. Contó su infancia de niño abofeteado sin una sonrisa para él con los recuerdos del adulto, sabiendo que es difícil llegar a conocer la primera etapa de nuestras vidas porque «al niño «niño» no lo entiende más que otro niño». Lo contó en la primera entrega de su autobiografía, El pan a secas (reeditada por la editorial Cabaret Voltaire y basada en la edición árabe publicada en el 2000 y revisada por el propio autor). Desde las primeras páginas de esta impresionante novela sabes que no va a haber lectura tranquila, el escritor usa palabras sinceras y directas, rotos gran número de tabúes y miedos, expandiendo su primer recorrido vital en toda su cruda y extrema realidad. El eco de esta obra, traducida más de cuarenta y ocho veces en veinte idiomas, que le perseguirá para siempre («Me siento como esos escritores aplastados por la fama de un solo libro», le llegará a decir a su amigo Javier Valenzuela), resuena en nuestros días sin que, por desgracia, haya perdido un ápice de actualidad.

En su momento fue censurada por el escándalo que suponía para la sociedad marroquí y tangerina la aparición de un libro que narraba el «yo» con tanta intensidad por lo que, a pesar de estar escrito en 1972, no se publicó en árabe hasta diez años después (se le calificó de autor inmoral y pornográfico y fue amenazado de muerte). Sin embargo, El pan a secas ya era conocido a nivel internacional debido a la traducción al inglés que Paul Bowles había realizado en 1973. Chukri lo traducía en su cabeza del árabe clásico al español y se lo iba dictando a Bowles que lo traducía al inglés.

Desnudándose dedicó su escritura a narrar su propia historia, aquella vida soportada, desparramándola en diversos libros

Eran los duros años del protectorado español en el Rif, cuando el colonialismo trajo consigo la violencia y la miseria. En aquel entorno de hambre, el futuro escritor describe un núcleo familiar horripilante; lo componían un padre bestial, parado, violento y alcohólico, que sometería a palizas constantes a su mujer y a sus hijos y que en un momento de cólera llegaría a estrangular al hermano pequeño de Mohamed; y una madre que le quería, pero que estaba sometida y doblegada. El hambre les llevaba a hurgar en las basuras e incluso a intentar cocinar animales muertos, carroña, y tomaba forma de ese pan a secas que era todo lo que, a veces, podían llevarse a la boca. La huida se presentó como la única alternativa a este niño apaleado física y moralmente y enfrentado a la cruda y dramática realidad que soportan todos a los que han cerrado cualquier otro camino, sin oportunidades de ningún tipo. En la novela, dura, descarnada, nos habla de cómo llegó a prostituirse para sobrevivir, al igual que otro escritor, Jean Genet, a quien también le dedicó otro libro. «Cuando me escapé de casa, yo vivía en los cementerios para no ser violado por los mayores» confesará, y tras las calles, las malditas calles, la suciedad, el sexo, el alcohol, el kif, el contrabando, las peleas a navajazos… aguantar al qahr (extrema penuria) y la violenta lucha interior.

Chukri, quien encontró en la literatura una forma de redención y lucha, parece que renunció a la escritura en los años setenta y ochenta hasta 1992 fecha en la que apareció Tiempo de errores, la segunda entrega de su biografía. En ella Chukri tenía veinte años. Fue entonces cuando empezó a acudir a una escuela de Larache a aprender a escribir y leer. Aún así nada le libró de la miseria, de la pobreza y del hambre. Chukri desliza sus días entre vahos etílicos, promiscuidad y ansias de leer. Aparece el ávido consumidor de libros y el exacerbado escritor (lo único que lo salva). En el deambular del adolescente seguimos viendo al niño al que expulsaron a la calle y que vivió allí, a riesgo de todo. Se rodea de borrachos, de violencia y de miseria y de prostitutas, de las que a veces se enamora. También desvela que Chukri será internado en varios hospitales psiquiátricos, en donde exclamará: «Echaba de menos este aislamiento». Es en este libro sobre todo en el que más escribe sobre su relación con las mujeres, tal y como resalta su amigo Mohamed Becerra en el prólogo; son historias desgraciadas, de amores imposibles. Su mirada, siempre enamorada de Tánger, sigue siendo de las que duele.

Transversalidad tangerina en su obra

Tánger atraviesa de lado a lado toda su narrativa, hasta el punto de que Mohamed Becerra le preguntará en una carta si acaso no ha llegado a cambiar el amor de una mujer por el amor a Tánger. Tánger, la ciudad de sus maravillas, la ciudad-mito, la ciudad idealizada y soñada a la que acudían los intelectuales y escritores americanos y europeos («Tenía un amigo que opinaba que quien no supiese soñar su vida se viniese a Tánger»). Todos querían ir a Tánger. Por allí pasaron Burroughs, Jack Kerouac, Gore Vidal, Truman Capote y los Bowles, entre muchos otros. En aquellos días aún conservaba su esplendor y tenía fraguada una fama de ciudad cosmopolita, abierta, tolerante e internacional. Para el escritor Tánger fue una obsesión, incluso cuando, tal y como se rememora en varios de sus libros, había perdido toda su gloria, todo su brillo; cuando la ciudad ya no volvería a ser nunca la misma, el escritor la seguía recordando en todos sus desahogos literarios, «Lo vi marchar y pensé que Tánger hoy en día inspira el suicidio a quien no puede dejarla. Ha perdido todo lo que tenía de legendario y bello».

Chukri mostró un Tánger real (enseñando otras vidas, otros rostros) alejado del glamour superficial y despreocupado que parecían otorgarle los que llegaban de fuera. William Burroughs, quien se estableció en la ciudad en uno de los peores momentos de su vida (hasta el extremo de que los habitantes de Tánger le conocían como «El hombre invisible» aludiendo así al estado de extremo abandono y total aislamiento en el que vivía), decía de ella que era «el santuario de la No Interferencia». Frente a esa idea mítica, Chukri rompió el punto de vista que unía a la ciudad con el lujo, el glamour o el libertinaje, con aquel mundo «atrayente pero frívolo». «Tánger, ¿un mito? Cierto es innegable, pero ¿para quién? Tánger ¿un paraíso perdido? Si, porque existen todavía testigos de su antigua prosperidad, pero ¿para quién? ¿El encanto irresistible e indomable de Tánger? No deja de ser cierto, pero, repito ¿para quién?», preguntaba molesto por la vida que llevaban los que llegaban a la ciudad y se marchaban sin llegar a conocerla. Aquellos que apenas salían de su mundo, no entablaban conversaciones con los tangerinos y sólo utilizaban la ciudad como materia para sus creaciones. El escritor hablaba de la magia tangerina no sin lanzar una crítica al peregrinar de aquellos turistas literarios, «cualquiera puede pasar aquí unas cuantas semanas y escribir un librito» escribiría con amargura, que ahondaban en la imagen de Tánger como destino artístico (sobre todo literario) en el que encontrar la inspiración.

Fueron muchos los escritores que se pasearon por la ciudad, la mayoría de ellos para una estancia corta. Sin embargo, hubo otros que la alargaron; el miembro de la Beat Generation, William Burroughs (1954-1957) y sobre todo Paul Bowles (1947-1999) quien moriría allí. Abrió así una nueva trilogía, la que le dedicó además de al anterior a otros dos escritores famosos a los que frecuentó (Jean Genet y Tennesse Williams). En Paul Bowles, el recluso de Tánger, Chukri va deslizando por sus páginas una imagen para nada amable del autor de El cielo protector que acabará con su amistad. Puritano, receloso, racista, poco amigo de sus amigos, tacaño (donde otros decían austero), complicado y retorcido, para el que el sexo siempre iba unido a criminalidad, Bowles seguía alimentando un mito de Tánger que le interesaba a él pero que ya no se correspondía con nada, como si evocara sombras que no se podían tocar. Mientras la gente real sufría, se peleaba con los piojos, pedía unas pocas monedas para sobrevivir, tanto éste como la élite de intelectuales que sobrevolaban la ciudad obtenían todo lo que deseaban.

Jean Genet, en cambio, había tenido una vida más parecida a la suya. Mohamed Chukri coincidió con él por primera vez en 1968 en un café e inmediatamente quiso conocerlo y se presentó. Así comenzó una relación que trasladó a la escritura y que continuó más allá de 1974, año a partir del cual ya no quiso plasmar más en ningún libro sus conversaciones con él, paró cuando supo que a Jean Genet no le agradaba que siguiera escribiendo sobre él. Con Bowles las cosas acabarían de otra manera.

Sus protagonistas se zarandean en ese mundo de prostíbulos, alcohol y sexo (y también amor imposible) tan conocido en el universo del escritor

En Paul Bowles, el recluso de Tánger, el tangerino denuncia que, bajo el pretexto de querer hacerle un favor, dando a conocer su obra, Bowles lo explotó; «En aquella época, yo no tenía agente literario, y ni siquiera sabía que existían. Otra desgracia más reservada para el tercer mundo: aprovecharse de su inocencia con el pretexto de dar a conocer a los artistas que, aunque con talento, permanecen ignorados. Como si, en lugar de darles el trato que se merecen, o de conseguir que éste sea más equitativo, se tratara de una obra de caridad». Tal y como nos recuerda Juan Goytisolo en el prólogo de la edición de Cabaret Voltaire, la labor de intérprete y traductor de Bowles se extiende «a otros autores marroquíes como Driss Ahmed Cherradi (Una vida llena de agujeros), y a su amigo a todas Mohamed Mrabet (Amor por un puñado de pelos)… a los que había que añadir los relatos de Abdelslam Bulaich y Ahmed Yacubi».

En el caso de Chukri, el nombre del americano apareció como coautor en los libros que escribió el marroquí y además se acordó que cada uno de ellos obtendría el 50% por derechos de autor de una obra escrita por una sola persona. Chukri afirma que «exceptuando los magros anticipos que recibí a la hora de firmar el contrato, nunca he cobrado un centavo». Pero parece ser que Bowles fue aún más allá; Nirvana Tanoukhi ha comparado el texto en árabe y en inglés aportando ejemplos que quieren mostrar cómo la labor de Bowles no se limitó a la de mero traductor de la obra, omitió pasajes, cambió palabras o situaciones al objeto de darle una apariencia más occidental.

Finalmente, su tercer texto autobiográfico llegó en 1992, Rostros, amores, maldiciones último de los textos del escritor que Cabaret Voltaire ha reeditado, en un esfuerzo considerable por recuperar su obra agotada o en gran parte inédita. Se trata de un tapiz de seres marginales que se buscan y se pierden, pleno de historias que apenas se pueden concebir como reales (y a la postre lo son, como el pasaje en el que un hombre practica una felación a su padre para que éste no busque una compañera y así proteger su herencia) y cuyos protagonistas se zarandean en ese mundo de prostíbulos, alcohol y sexo (y también amor imposible) tan conocido en el universo del escritor, rotos muchos límites pero también reencontrándose en ellos.

Cierra, de esta manera el gran Chukri, el ciclo dedicado a su vida. En Rostros, amores, maldiciones, mira hacia atrás con una pizca de ira pero sin añoranzas, logrando sentir la dulzura de la vida, afirmando que «el ser humano no siempre es como ha empezado ni como acaba». Habla con tristeza de su niñez teñida de nubes negras («Y si hoy me siento orgulloso de haber sido testigo de mi niñez, y de la de otros niños como yo, es porque intento en la mayoría de mis escritos aclarar cuánto hay de oscuro en ella»), ve en la escritura y los libros las dos fuentes que nunca agotó («Dirigen mis sueños y mis ideas ocultas. Me liberan del punto de vista, no de la visión, me conducen al exilio interior») y nos transmite que su rostro, al final, es el espejo de sus sueños mágicos.


Fotografía de cabecera: Elisa Cabot