¿Cuántas veces nos habremos preguntado qué habría sido de nuestra vida si hubiésemos tomado ciertas decisiones de modo distinto a lo que finalmente hicimos? «¿Y si, en vez de continuar estudiando en Zaragoza –se preguntó Patricia Almarcegui al concebir La memoria del cuerpo, su última novela– me hubiera marchado de adolescente a Rusia y me hubiera convertido en la primera española que entra en el Teatro Mariinski de San Petersburgo, el ballet más importante del mundo?»

Aquí os ofrecemos una selección de fragmentos de este emocionante libro, a caballo entre la ficción y la autobiografía, que nos embarca en ese viaje imposible de los destinos que no fueron y que, quizás, nuestro cuerpo recuerda.


San Petersburgo ya no es lo que era. Yo tampoco. Aunque miro el Neva desde mi ventana con la misma intensidad que cuando llegué hace más de treinta años, la luz no es igual. Es extraño pues lo que tendría que haber cambiado es el amor que siento por este río y no su luz. Lo que sí es diferente es mi cuerpo, del pasado solo me quedan los gestos. Cuando estoy triste, miro mis fotografías. Creo que fui como ella: alta, delgada, rubia, segura y feliz. Pero no me reconozco. Solo ocurre cuando oigo música. 

En las tardes húmedas y plateadas de mi viejo apartamento, me acuerdo de mis padres. Los veo en la ciudad en que nací. Están en el jardín de casa, desayunando, entre las adelfas que plantaron para hacer un paraíso del desierto en el que vivíamos. Siempre velaron por mis sueños y los de mis hermanos. Eso los honra porque la generación de sus padres no lo pudo hacer por ellos y, además, nuestros ideales eran inalcanzables. Aunque algunos críticos dicen que yo los he conseguido. Murieron hace tiempo. 

Solo he vuelto una vez a la ciudad de la infancia. Durante mucho tiempo no tuve fuerzas para reencontrarme con lo que podría haber sido si no hubiera sido bailarina, y ahora el cuerpo me ha abandonado. Hace unos años me hicieron una oferta muy atractiva para dirigir el Ballet Nacional. Podría haber vuelto. Incluso llegué a imaginar la calle y la casa donde viviría en Madrid, pero cuando una lleva tantos años fuera ya no entiende a su país. Además en San Petersburgo ha transcurrido toda mi vida. No ha sido fácil recordarla.

***

Recuerdo muy bien mi llegada a San Petersburgo. A veces, cuando vuelvo del aeropuerto, intento mirar el extrarradio con la misma curiosidad, pero ya no hay sorpresas. Acababa de morir Chernenko. El programa de reformas implantado por Gorbachov seis años antes había disuelto la URSS. Tras la subida al poder, había nombrado una generación de reformistas. Acababa de inaugurarse la época de glasnost o apertura.

Era una madrugada extraña. Blanca, clara y limpia como no suele haber en la ciudad. La primera avenida que recuerdo fue la hoy llamada Moskovski, que atravesé con un viejo taxi Lada. Los edificios tenían la típica desolación que durante años ha acompañado la época soviética. También el color, gris, aunque el espíritu aristocrático estaba intacto. En ellos, se adivinaban salones, amores, traiciones y bailes. Con la cabeza inclinada y el olor de la mañana, miraba por la ventanilla e intentaba adelantarme a lo que veía. La avenida terminaría enseguida y aparecería por fin el Neva. Luego tomaríamos una calle más estrecha —de semejante anchura no podía haber más— pero las avenidas seguían y seguían grandes e interminables. Creía ver la Academia en todas ellas y, en cada luz pobre del interior de los edificios, una sala de baile de espejos altísimos. Recuerdo el primer encuentro con un canal. Por fin, pensé, había llegado al centro de la ciudad. Pero aún pasé por puentes grandes y pequeños, farolas de hierro fundido de tiempos venerables, y estatuas de animales y seres humanos antes de llegar a la calle donde viviría los tres años siguientes. La Academia Vaganova en la calle Arquitecto Rossi nº 2.

Sin embargo, no la reconocí. El taxi entró por una calle paralela al canal y rodeó un pequeño espacio verde que se abría hasta una de las plazas más emblemáticas de la ciudad, la hoy Ostrovskoyo. No debían de ser más allá de las 6.00 de la mañana. El taxista bajó mi maleta. Como si adivinara lo frágil que me sentía, me hizo un gesto con la mano para que le acompañara hasta la puerta y habló con el portero. Este, nada más oírle, se giró y pronunció mi nombre y mi primer apellido con dificultad. Me estaba esperando. Después, me pidió mi pasaporte para comprobarlo, lo apuntó en una lista y me invitó a entrar. Me despedí del taxista con las dos únicas palabras que había aprendido de ruso.

Lo que sí es diferente es mi cuerpo, del pasado solo me quedan los gestos. Cuando estoy triste, miro mis fotografías

El gran edificio neoclásico dormía. Atravesamos varios pasillos largos e inmaculados en silencio hasta llegar a mi habitación. No era muy grande. Tenía dos camas de colchones estrechos con colchas de grueso hilo marrón. La cortina era de la misma pieza de tela. Aunque no dejaba pasar la luz, impregnaba el espacio de cierta calidez estudiantil. La habitación daba al interior, un patio cuadrado de cemento con esbeltas columnas. Las paredes estaban pintadas de un crema absurdo que rompía la austeridad típica de los interiores académicos soviéticos. Supongo que intentaba imitar el color con que estaba pintada la fachada. En la izquierda, había un pupitre con dos sillas y, enfrente, un armario de dos puertas. El portero dejó la maleta con dificultad en una de las camas:

Puede elegir la que más le guste —dijo en un francés lento con las r muy pronunciadas—. Su compañera de habitación no ha llegado todavía. Coloque las cosas en el armario y la mesa, pero déjele sitio.

Elegí la cama de la izquierda. Coloqué mi ropa de baile y de diario en el armario y, en la parte derecha del pupitre, un diccionario, un cuaderno, tres libros de literatura y una guía de Rusia. Quité la colcha y me acosté. Intenté dormir, pero no podía, estaba muy nerviosa y sentía una gran curiosidad. Seguía sin oír ningún ruido. ¿Cuándo se levantarían? A lo mejor no había llegado nadie y estaba sola en el edificio. Me levanté, salí del dormitorio y fui capaz de recorrer otra vez los pasillos hasta llegar a la entrada sin perderme. Allí estaba el portero. Lo saludé con la mano y salí. Al llegar al canal, oí que gritaba:

¡Eh! ¿Adónde va?

Volví sobre mis pasos.

A dar un paseo.

No puede salir —dijo.

¿Por qué?

No tiene permiso.

Pasé por delante de su garita y entré de nuevo. Oí que mascullaba algo, pero no lo entendí. Al ver el edificio neoclásico al fondo de la Academia me puse triste.

¡Estos extranjeros! —dijo.

La verja de hierro se cerró tras de mí. Encerrada en un palacio, pensé, como una princesa de un cuento.

***

Mi primera clase fue de ballet clásico. Había veinte alumnos. Todos de la misma altura, a excepción de dos chicos, cuyas cabezas sobresalían entre los demás. Los hombres se ponían detrás de las chicas en las barras ancladas de la pared. Los maillots, como correspondía a nuestro curso, eran negros. Ellos llevaban mallas negras y camisetas blancas. Todas las caderas eran muy altas y las piernas, mucho más largas que los torsos. Nunca había visto unos cuerpos tan bellos. Supongo que yo era como ellos, pero aún no lo sabía. Los moños eran altos; los cuellos, muy largos; y las barbillas se elevaban más que en la posición de calle. Nadie parecía resaltar sobre los demás. Si algo caracterizó a la Academia fue su uniformidad. Habían hecho de lo excepcional algo corriente. 

Entré quince minutos antes de que empezara la clase para calentar, como me había dicho Olga, así causaría mejor impresión en alumnos y profesores. Estaba temblando. La sala no era tan lujosa y espléndida como había imaginado. Eso me ayudó en mi primer día. Tenía los techos altos y la luz natural entraba a raudales por los amplios ventanales, que se abrían cuando hacía buen tiempo y desparramaban las notas del piano mezclándose con las de las otras salas. No había columnas. A pesar de que el edificio tenía muchísimas, marca de la arquitectura, habían desaparecido en las clases. Eso me gustó. No tendría que sortear ninguna mientras bailaba. Desde entonces, siempre he buscado lugares para ensayar que no las tuvieran. Me parece una deferencia para el bailarín que el espacio donde ensaya no tenga obstáculos.

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Ese trimestre fuimos con la clase al teatro Marinskii. Nunca olvidaré la primera vez que lo vi. Mis compañeros ya habían estado e incluso habían bailado en una representación navideña. Si trabajaba cada día un poco más y llegaba a graduarme, actuaría en él. Aquel día acabamos las clases antes para ir al Teatro. Verlo formaba parte de nuestra formación.

Me vestí de gala. Llevaba una falda negra, corta y estrecha; zapatos de tacón sin medias; una camisa de raso negra, un chal rojo y la melena rubia, suelta. Fuimos caminando desde la Academia así, como nos dijo Petrova, nos prepararíamos mejor para ver la actuación. Estábamos exaltados, nerviosos, las voces resonaban por el canal Griboedova. Yo iba en silencio. Unas calles antes de llegar, se empezó a notar el movimiento del teatro. Coches, autobuses, gente muy elegante se dirigían rápido hacia el edificio. Iban contentos. Delante del Teatro, había unos autobuses que tapaban una parte de la fachada. Traían público de todo el país y quizás algún turista. El verde ajado del Teatro resplandecía en la plaza. Por una extraña razón, al norte en paralelo, asomaban las cúpulas de la iglesia de San Nicolás de los marineros. Parecían proteger la Teatro, cuya linterna del proscenio del Mariinsky, dominaba el cielo y miraba de frente a la iglesia. 

Petrova se abrió camino entre la gente con la mano en alto para que no la perdiéramos. Nos distinguíamos de la multitud por los moños. Algunas compañeras se los habían hecho de nuevo para que se notara que eran bailarinas. Me di cuenta de que la gente nos señalaba y hablaba de nosotros. Sabían que éramos alumnos de la Academia.

Subimos al cuarto piso. Nuestras butacas eran las reservadas para los alumnos de la Academia, en el piso más alto pero centradas. Se veía bien. Esperé a que mis compañeros fueran eligiendo el sitio y, cuando Mischa lo hizo, me senté a su lado. El teatro se llenaba de gente muy bella que buscaba ser elegante. No he conocido a mujeres que se arreglen más que las rusas, hacen lo posible desde la adolescencia para tener un aspecto perfecto.

Nunca había visto unos cuerpos tan bellos. Supongo que yo era como ellos, pero aún no lo sabía

Los músicos comenzaron a calentar los instrumentos. Yo intentaba entrever y adivinar las melodías de Giselle entre el desorden de las cuerdas. Me asomé al patio de butacas, el teatro estaba lleno. Miré el techo y vi las ninfas bailando de la mano con los ángeles. La cúpula del Mariinsky.   

Se hizo un silencio absoluto. Un, dos, tres, cuatro, cinco segundos. El director golpeó con la batuta en el atril y la música invadió el Mariinsky.

Es magnífica —dije en voz alta al oír el extraño comienzo de Giselle y de la música de Adam.

Por supuesto —contestó Mischa.

En mi país —le dije al oído— las orquestas peores las dejan para las representaciones de ballet.

Esto es la Unión Soviética y el Marinskii— contestó con orgullo.

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El invierno en San Petersburgo es feroz. La nieve y el hielo se confunden y forman un único horizonte. La ciudad se desangra. Parece que la primavera se ha olvidado para siempre de ella. El primer invierno creí que no lo aguantaría. Nunca había visto tanta nieve. No entendía cómo la gente se atrevía a salir a la calle y dejar las mejillas al viento. Mis amigas me tuvieron que enseñar cómo debía cubrirme. Pero yo solo quería volver al sur. Era tan ingrato. Llegué a soñar con que podía hibernar. Dormir todo el invierno como un animal y despertarme en la primavera con el deshielo. Sin embargo, ahora me gusta, me he acostumbrado. No me imagino unas fiestas navideñas sin hielo, sin nieve, sin las luces rojas y naranjas de los mercadillos que guían a los caminantes entre la ciudad pálida.

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El éxito y el amor llegaron a la vez. Era Primera Bailarina y allá donde fuera y me invitaran tenían que hacerlo bajo esa condición, la de una estrella. Y desde arriba se ve todo de otra manera. El amor es una cuestión de mirada. Una ve el mundo a través de sí misma y, si es capaz de amar, a través de su amor. Y yo estaba en las nubes. No tuve que buscarlo, ni preocuparme por él. Llegó después de un gran esfuerzo en la vida profesional. Llegó tras ser Primera Bailarina del Mariinsky, como algo dado y fruto de esa condición.

Yo era una heroína. En Rusia, en San Petersburgo, una Primera Bailarina es algo sagrado. Me hacían sentirme como si en mi estirpe hubiera habido algún dios. No tenía que preocuparme de nada, ni de mi casa, ni de mis viajes, ni de mi salud, ni de la prensa, ni de mi programa fuera de los ensayos: solo tenía que bailar. Lo demás se hacía por sí solo. Un día me dieron la noticia de que tenía un representante, Sasha, aún tendría que hacer menos cosas. Habría preferido a una mujer pero eso, como lo demás, no formaba parte de lo que una estrella podía elegir. 

Comencé a viajar por todo el mundo para bailar en galas internacionales. Mischa me solía acompañar pero a veces mis parejas eran grandes bailarines cubanos, franceses y norteamericanos. Apenas tenía tiempo de conocerlos, ni siquiera de ensayar. Las caras se sucedían, repetidores, coreógrafos que querían trabajar conmigo para dar forma a sus sueños. El director se hizo asiduo de mis entrenamientos con Petrova. Alguien me dijo que desde la Scala de Milán y la Ópera de París habían querido invitarme a pasar una temporada como Primera Bailarina, pero el Mariinsky no me informó de nada. Entonces las normas eran mucho más estrictas que ahora para ese tipo de cosas. Impartí clases magistrales en el Royal Ballet y el American Ballet. Empecé a intervenir en actos benéficos y, como le gustaba decir a Olga, mi rostro se volvió asiduo de las revistas de papel cuché. Un diseñador ruso me ofreció llevar sus diseños e incluso uno francés me pagó por ello. Posé para varios fotógrafos cuyos nombres no recuerdo. También  hice actuaciones privadas. En una de ellas, interpreté fragmentos de Romeo y Julieta en el Gran Palacio del Kremlin para el Presidente de la República Francesa, François Miterrand.

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Así comenzó nuestra relación. Empezamos a vernos casi a diario. Como si fuera normal encontrarnos y hacer las cosas juntos. Quedábamos de un día para otro y hablábamos de nuestro día a día. Enseguida conocí los entresijos de sus negocios, sus aspiraciones políticas y sociales y, él, mis dudas y mis temores en el escenario. Con él, no hacía falta hablar solo de los éxitos de la vida y de la profesión. Al revés, había que hablar de las dificultades. Me sentía tranquila, relajada. Era una buena amistad.

Un fin de semana me invitó a su dacha de Issik-Kul. El segundo lago de montaña más grande del mundo con una superficie de más de 6000 km2. Fui con curiosidad, aún no había estado en su casa y quería conocer Kirguistán. La dacha estaba en una de las típicas y presuntuosas urbanizaciones de nuevos ricos rusos. Se había construido en último lugar y quedaba al borde de la orilla. Desde el gran salón del piso superior, se veía la puesta de sol de las montañas de Tian Shan y la serenidad del agua. Alrededor del lago había varias urbanizaciones, se diferenciaban por el color de los tejados, marrones, rojos, azules los de la casa de Yuri eran verdes. Durante la época soviética, había sido uno de los destinos preferidos para las vacaciones rusas, además de Crimea. La casa de Yuri estaba a unos 5 km de distancia de Karakol, una población tranquila que guardaba el encanto de la Rusia más tradicional con isbas, una mezquita de madera y una iglesia ortodoxa. En aquella época, comenzaban a verse algunos turistas en el pueblo, la mayor parte franceses, que hacían trekking por las montañas de Tian Shan.

Aquel día se grabó para siempre y su recuerdo se cubrió de color azul. Creía que mi cuerpo, mi mente y mi cara eran los mismos e hice lo que llevaba haciendo desde los dieciséis años

La casa de Yuri era cálida y confortable. No residía todo el año, pero daba la sensación de estar muy vivida. Maderas oscuras en el suelo, ocres, rojos y verdes en la decoración y una gran discoteca y biblioteca. Dispersos por las esquinas de la casa, había una colección de globos terráqueos desde finales del siglo XVIII. Su habitación preferida era la del tercer piso: el salón que daba al lago y a las montañas. En la gran terraza que lo coronaba, había un telescopio.

Es una casa preciosa —dije en el salón.

Sí. Me gusta estar en la naturaleza. Espero poder vivir algún día en el campo  Cuanto más lejos estoy de la ciudad, mejor me siento. En la naturaleza no hay que hacer ningún esfuerzo para separarse de la civilización y de la cultura. Se está y basta.

Asentí. Viendo aquella casa de placeres comunes, imaginé cómo sería la de San Petersburgo. Vimos la puesta de sol desde el salón. Yuri me contó leyendas kirguisas y me habló de uno de los poemas épicos más largos del mundo, la vida del héroe kirguiso Manas y sus descendientes, que lucharon contra los chinos en el siglo IX para mantener la independencia.

Un día iremos a visitar las piedras míticas con las que encendía el fuego Manas, a dos horas a caballo del lago más hermoso del mundo: Son-Kul.

En momentos así amaba el mundo y me sentía orgullosa de haberme marchado de mi país. Con la mirada perdida en el lago, hablamos de Asia Central, de la naturaleza, de los años que nos quedaban de vida y de nuestros deseos para la humanidad.

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Aquel día se grabó para siempre y su recuerdo se cubrió de color azul. Creía que mi cuerpo, mi mente y mi cara eran los mismos e hice lo que llevaba haciendo desde los dieciséis años. Tanto tiempo como bailarina, tanto dominio físico y no fui capaz de escuchar a mi cuerpo. El ejercicio era muy simple. Tenía que cerrar los ojos y subirme sobre los pies en media punta. Puse la cabeza recta y la centré encima de las vértebras cervicales. Los dos hombros a la misma altura, sobre las dorsales; las caderas hacia dentro apoyadas en el coxis; las piernas pesadas y fuertes agarradas al suelo, conscientes de su papel principal en el baile; los dedos de las manos relajados señalando hacia al suelo; finalmente, el peso en los talones. Anclada así a la tierra nada podría pasar a la bailarina que, más allá del ser humano que un día desafió la gravedad y se puso sobre dos piernas, se le ocurrió además caminar con las puntas de los pies. Cerré los ojos, subí los talones y me puse en media punta. No pude mantenerme en equilibrio y me caí. Fue solo un segundo, pero anunció que la vida había vencido. Lo intenté de nuevo y no lo conseguí. La tercera vez centré la atención en la columna y alineé una a una las vértebras hasta visualizar una vertical que unía cielo y tierra. Subí los brazos para sostenerme y levanté los talones del suelo. Para hacer un equilibrio el cerebro tiene que activar miles de señales y circuitos. Nunca habría imaginado que mi cuerpo no respondería. Lo intenté varias veces más no pude hacerlo. Los ojos se me nublaron y la sala de baile se cubrió de color azul. Había comenzado la decadencia del cuerpo.


La memoria del cuerpo,  Patricia Almarcegui,  Fórcola, 2017