Diez

El pasado 8 de enero de 2016 —pero, en realidad, para siempre en el futuro o en los sucesivos presentes en los que volveremos a verlo, buscándolo o por azar, control remoto y mando a distancia en nuestra mano— la Tyrrell Corporation (slogan: Más humanos que humanos) activaba al replicante Roy Batty, sexo masculino, clase Nexus 6, modelo número N6MAA10816, especialmente apto para el combate cuerpo a cuerpo y la colonización de planetas peligrosos, nietzcheano «hijo pródigo» y magnicida del magnate Eldon Tyrrel quien antes de morir en en sus manos le dice: «La luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo. Y tú has brillado con mucha intensidad, Roy».

ON.

Allá fue.

Allá va.

Allá irá

Y otro cruce espacio temporal: nos enteramos de todo esto por primera vez (aunque no exactamente así) en una novela de Philip K. Dick escrita en 1966 y publicada en 1968: Do Androids Dream of Electric Sheep? (títulos previos y alternativos: The Electric Toad, Do Androids Sleep?, The Electric Sheep, The Killers Are Among Us! Cried Rick Deckard to the Special Man).

Y más tarde en 1982, en su infiel pero igualmente ya clásica indispensable adaptación cinematográfica Blade Runner (término que en realidad surge de un libro de Williams S. Burroughs quien, como Dick, puede ser considerado un escritor alien) dirigida por Ridley Scott y con el actor Rutger Hauger en el rol desde entonces icónico del replicante Roy Batty.

Y volvemos a empezar como en un loop de esos que uno ha visto tantas veces pero que nos siguen pareciendo increíbles y en los que (si nos encontramos con alguien que aún no tiene idea de quién es Roy Batty o Philip K. Dick o Rutger Hauger) no podremos evitar decirles algo así como «He visto cosas que no creerías…».

La calle Lavalle de Buenos Aires como una especie de mutación freak de Times Square y Picadilly Circus, pero en delgada línea recta y todo como elevado a la millonésima y más histérica potencia.

Blade Runner —aunque no demoraría en adquirir estatura de culto— se había estrenado hacía más de medio año en Estados Unidos y no había tenido el éxito comercial o de crítica deseado para lo que se esperaba del director de Alien. También, había tenido un rodaje difícil y nadie se había llevado demasiado bien con nadie allí. Los productores se habían metido con el montaje final y el producto resultante había sido considerado frío e insensible y estático en tiempos de E.T. y de Star Wars en los que aún no se había impuesto el cyberpunk. Por lo que supongo —por entonces, sin internet, las películas tardaban mucho más en viajar de un lado a otro— lo que debía haber sido un estreno navideño/añonuevero con el aire acondicionado al máximo en mi ciudad se había ido desplazando hacia el otoño. Y ahí estaba entonces Blade Runner en un cine de esos que los que ya no quedan: monumental, palaciego, y todavía con fotos en sus puertas. Fotos que uno miraba fijo y estudiaba antes de entrar como si se tratasen de jeroglíficos intentando ordenarlas en una historia cuya trama se desconocía. Fotos que uno volvía a repasar a la salida, con la película ya vista, y que colocaba en su sitio como si se tratasen de cromos o figuritas en un álbum que jamás se terminaba de llenar.

Ocho

En más de una de esa fotos —no lo recuerdo pero estoy seguro de ello— tenía que aparecer Roy Batty. Con ese corte de pelo y esos ojos que parecían despedir chispas de electricidad y esa sonrisa como cortada a navaja. Tal vez sujetando una paloma: esa maldita paloma tan de video-clip de la MTV, aleteando hacia un cielo inesperadamente claro y azul, pensé entonces con cara de qué-falta-hacía-¿eh?

O Roy Batty envuelto en su impermeable bajo chaparrones tóxicos de esas Los Ángeles futurista (autos voladores y lluvia ácida y constante y neones parpadeantes y publicidades flotantes en un aire noir que tanto influenciaron y que tanto mal hicieron a tantos epígonos apresurados y derivados fáciles a la hora de futurificar después de Blade Runner).

O Roy Batty saltando por las azoteas del Bradbury Building con pantalones cortos y el torso al aire siendo perseguido y persiguiendo a Rick Deckard (ah, el crujido de esos dedos al romperse) de quien —al menos hasta que se estrene la ya anunciada secuela— nunca estuvimos del todo seguro de si también era o no un replicante.

O Roy Batty clavándose un clavo en la palma de la mano, como un mesías sin cruz, para robar algunos segundos más de energía a su motor agonizante.

O quizás Roy Batty —aunque no lo creo— en alguna de esas fotos sosteniendo esas fotos a las que otro de los replicantes fugitivos, Leon, se aferraba como otros se aferran a un crucifijo o a las llaves de su casa o, últimamente, a un inmovilizante teléfono móvil: las fotos que más o menos se correspondían con el falso pasado de su memoria implantada.

Porque no: lo importante no es si los androides sueñan con auténticas ovejas eléctricas sino si los replicantes recuerdan falsas infancias acústicas.

De nuevo, como dictaminó Karl Marx: «las últimas palabras son para esos tontos que no dijeron suficiente en vida».

Otra vez: ¿Tiene sentido dejar asentado aquí que las últimas palabras preferidas que jamás leí en una novela sean las muy prosaicas y nada marmóreas ni broncíneas «Ponte tu vestido blanco. Me gusta», que el príncipe Nikolai Bolkonski dedica a su maltratada hija Marya Bolkonskaya en Guerra y paz en un alto de su huida ante el avance de Napoleón y sus tropas?¿Y vale la pena detenerse en que, en la no-ficción, el adiós más admirado por mí haya sido el de un casi suplicante, Pancho Villa preocupado por su historia en la Historia, rogando un «No permitan que acabe así. Cuenten que dije algo»?

Y —esto es lo más importante de todo—en el largo viajes desde las colonias o minas o campos de batalla interplanetarios, Roy Batty encuentra un viejo y ajado paperback en la litera de uno de los oficiales de a bordo masacrados. Do Androids Dream of Electric Sheep?, de Philip K. Dick, lee Roy Batty en la portada. Y lo abre por cualquier lado y le sorprende encontrar su propio nombre entre las páginas. Pero no es exactamente lo que esperaba, allí él no hace algo que esté a la altura de sus ambiciones e intensidades. Allí todo luce lento y doméstico y sórdido. No hay grandeza. No figuran en esa ¿novela? ninguna de las muchas cosas increíbles que él ha visto. ¿Qué se ha hecho de sus viajes? El año tampoco coincide: es 19928  y la Tierra es casi un baldío post-atómico y de atmósfera polvorienta que ha provocado migraciones estelares en masa y la extinción de todos los animales, su memoria ahora apenas sobreviviendo como robots de gran valor que determinan tu status social. Cuantos más y más grandes animales cibernéticos posees, más poderoso eres. También, hay numerosos humanos que han mutado para peor (con bajísimos coeficientes intelectuales) y una religión llamada Mercerismo que predica el sufrimiento comunal a partir de la manipulación de «cajas empáticas» o algo así y cuyo mesías, Wilbur Mercer, asciende por toda la eternidad una colina mientras es lapidado por masas rabiosas. También hay «órganos anímicos» que alteran tu consciencia y que tienen el efecto de producirte unas ganas impostergable e incontenibles de ver la televisión «sin importar lo que se esté emitiendo». Y por ahí aparece un tipo llamado Rick Deckard que tiene problemas matrimoniales y tantas ganas de adquirir algún animalito de esos y por eso se dedica a cazar a cambio de dinero a androides que se han fugado de Marte. Androides (y no replicantes) creados por la Asociación Rossen de Seattle (y no la Tyrrel Corporation de Los Angeles) a los que se llama «andys». Y todo es feo y torpe y cansador. Y él mismo, Roy Batty, está casado y finalmente es acorralado y ejecutado por Deckard y su muerte es vulgar y nada épica. No hay últimas palabras, tan sólo un «gemido de angustia». Y en ninguna parte se oyen esos teclados y ese saxo sintetizado que él no deja de escuchar todo el tiempo dentro de su cabeza.

Roy Batty termina de leer el libro y el viaje es largo y el mal humor se le pasa rápido y no hay mal que por bien no venga: el haber leído esa novelita le ha dado ideas, grandes ideas.

Va a ser y a hacer algo grande.

Va a morir, de acuerdo. Pero antes de llegar al final de su viaje va a brillar más nadie.

Va a ser más humano que los humanos.

Va a ver tantas cosas increíbles, se dice y se promete y cumple.

Cero

Yo también: viajé a una Europa que todavía no jugaba demasiado a ser una sola cosa y anduve flotando por un rato largo. Vi cosas increíbles que no es que se perdiesen como lágrimas en lluvia pero sí como risas bajo el sol. Cuerpo más resistente, dinero justo, trabajos ocasionales. Y tomar fotos costaba demasiadas pesetas y libras y francos y marcos y liras y dracmas y lo que fuesen. Y los teléfonos aún no viajaban con uno y mucho menos tenían el súper-poder de fotografiar. De ahí que no conserve ninguna foto de ese largo viaje (del que regresé para cumplir con el autómata servicio militar obligatorio) del mismo modo en que Roy Batty —al menos no muestra ninguna en cámara— no atesorase postal alguna de la Puerta de Tannhäuser o del hombro de Orión o conservase una instantánea suya posando frente a un blinker en los Plutition Camps.

Me acuerdo que alguien cuyo nombre no recuerdo —una chica inolvidable, pecas y sonrisa y ojos enormes— sí me tomó una foto en la puerta de un cine de la Gran Vía madrileña donde volví a ver Blade Runner por la primera de muchas sucesivas veces. La película estaba, por supuesto, doblada al español. Y era tan extraño –y fuera de lugar, y tan incómodo—escucharlo a Roy Batty diciendo esas cosas con una voz y un idioma que no eran los suyos. Pero aún así se lo oía bien.

Hay una historia dentro de la historia de Roy Batty que vaya uno a saber si se contará en 2017, en Blade Runner 2049, que ya tiene entrada en la Wikipedia con data variada pero, por supuesto, ni una palabra o rumor a la altura de la sinopsis. Se sabe que un reacio Harrison Ford decidió volver allí (si no como protagonista absoluto al menos como secundario de primera junto a Ryan Gosling) porque el guión le pareció una obra maestra. Ojalá que así sea y, lo de antes, no sé si se dirá algo allí pero sí que me gustaría que se nos contase algo (aunque no hay mención a Rutger Hauger en el reparto, pero tomorrow never knows) acerca de lo que sucedió con el cuerpo exangüe de Roy Batty.

¿Las unidades agotadas de la línea Nexus son recogidas por una brigada especial? ¿Son sus piezas fundidas en un desguace? ¿O son reutilizadas y, por lo tanto, en algún futuro modelo, la memoria y visiones de Roy Batty pueden resurgir como una resaca de esas que te hacen ver las estrellas, como una jaqueca cósmica? ¿O tal vez Roy Batty es ascendido y degradado a suerte de app turística y descargable que permite a los usuarios de una encarnación por venir de iPhone ver lo que vio, viajar con él, creer en lo que él creyó?

En cualquier caso, allí volveré a volver a estar, en la puerta de un cine a determinar (aunque algo me dice, voy a ser profético y anticipatorio, que serán los Multicines Balmes VOS), entrando y saliendo, reactivado, 6 de octubre de 2017, futuro cercano, como le gustaba a Dick. Con cincuenta y cuatro años en el cuerpo y la mente. Una edad en la que uno ya empieza a pensar en pedir más vida pero, ah, no hay ningún padre o fucker a la vista a quien rogar y exigir por la permanencia de los recuerdos y la neutralización de cualquiera de esas enfermedades degenerativas que pueden llegar para ir borrándote, sin prisa ni pausa, todo recuerdo de hombro de Orión o de Puerta de Tannhäuser o de monolito negro orbitando alrededor de Júpiter en el reblandecido disco duro de tu memoria.

Y no no no: no son lágrimas; es la lluvia que lloverá ese día cuando salga de la noche de ese cine, por favor, ¿sí?

La memoria es el alma.

 


En algunas versiones del film, Roy Batty no dice “Father” sino “fucker”.

Constelación ubicada en su sitio desde la antigüedad y acaso la más conocida de todas. Superficie: 594,1 grados cuadrados 1,440% (posición 26); número 204 (mv < 6,5); colindante con las constelaciones Eridanus, Géminis, Lepus, Monoceros y Taurus. Greatest hits estelares y muy brillantes en ella: Betelgeuse, Rigel, Bellatrix y el complejo de nubes moleculares de Orión. Debe su nombre a un gigante mitológico con arco y flecha y espada acompañado por sus sabuesos Canis Maior y Canis Minor, violador de Mérope quien lo cegó para que luego Helios le devolviese la vista y lo convirtiese en compañero de caza de Artemisa y Leto prometiendo acabar con todo animal sobre la superficie de la Tierra. Por lo que Gea se enojó y creó a un enorme escorpión que picó y aniquiló al gigante, y de ahí rumbo a las estrellas. Variaciones de la leyenda lo muestran alternativamente enamorando a Artemisa o persiguiendo a las Pléyades. En cualquier caso, siempre despierta la ira de algún dios quien no demora en constelizarlo. J. R. R. Tolkien menciona a la constelación en The Silmarillon y una de las marquesinas de los video-games Grand Theft Auto V y Grand Theft Auto Online anuncia la proyección de un film sci-fi clase Z titulado The Shoulder of Orion 2 (de 1992) dirigida por Barry Andrews y protagonizada por Jane Arthur y John Bison. Ahora bien, ¿cuál hombro de Orión es aquel por el que anduvo y combatió Roy Batty? ¿Naves en llamas? ¿Roy Batty estuvo en una de ellas y sólo el vivió para contarlo? ¿O, por el contrario, fue él quién oprimió los botones que lanzaron los misiles que las hicieron arder allí donde, se supone, nadie puede oírte gritar y mucho menos puede encenderse un fuego en el desoxigenado vacío?

¿Qué son los rayos C? ¿Un ingenio tecnológico creado por el hombre? ¿O un fenómeno cósmico natural o divino, una especie de aurora sideral? ¿Podrá rastrearse todo eso en la pupila más apagada que muerta de Roy Batty ya no contrayéndose y delatando su condición sintética ante las sucesivas preguntas —entre siete, o veinte y treinta, o hasta cien, dependiendo de la “calidad” del replicante— a efectuar junto a la poligráfica maquina interrogadora Voight-Kampff?

Ningún mapa muestra aún nada llamado Puerta de Tannhäuser pero poco y nada cuesta imaginar a este sitio cósmico cumpliendo una función similar a los Pilares de Hércules (hoy conocido como Estrecho de Gibraltar). Un punto límite, una bisagra geográfica, un umbral por el que tal vez se llegue a una dimensión alternativa donde hay varias novelas que continúan la historia de Blade Runner firmadas por un tal K. W. Jeter. En cualquier caso, esta referencia wagneriana en boca de Roy Batty (el nombre de un caballero caído en desgracia y sin lugar junto a Dios o a los hombres) quizás no sea otra cosa que una expresión de deseo, de saberse épico y operístico y lírico. Un sitio soñado, producto de los últimos chispazos de energía de su batería, un lugar que no existe y en el que nunca estuvo pero hacia el que va ahora.

Años antes, en otra gran película, otro ser frío e implacable y maquinal recuperaba toda su humanidad a la hora de las últimas palabras, de —en su caso—la última palabra: “Rosebud”, apenas dice diciéndolo todo Charles Foster Kane. Y se muere.

Para los obsesivos y completistas, las varias y sucesivas versiones del monólogo en el guión deBlade Runner firmado por David Peoples incluían frases como “I rode on the back decks of a blinker… I have known adventures, seen places you people will never see, I’ve been Offworld and back…frontiers! I’ve stood on the back deck of a blinker bound for the Plutition Camps with sweat in my eyes watching the stars fight on the shoulder of Orion. I’ve felt wind in my hair, riding test boats off the black galaxies and seen an attack fleet burn like a match and disappear. I’ve seen it…felt it!”. Rutger Hauger descartó todo eso sin decirle nada a Ridley Scott, añadió lo de “lágrimas en la lluvia” y “hora de morir”, y cuentan los que allí estuvieron que, cuando el director ordenó “¡Corten!” todos aplaudieron y algunos lloraron.

For the record: a mí la versión de Blade Runner –hay cinco montajes diferentes que fueron reunidos en 2007 para su comercialización dentro de coqueta maleta metálica como “ultimate collector’s edition”– que más me gusta es la difamada primera y no el director’s cut. Me gusta el añadido obligado por los productores de la pulp y hard-boiled voz en off de Rick Deckard/Harrison Ford (contándonos luego de ser salvado de caer al vacío por su enemigo y obligándolo así a ser testigo de su desactivación y decirnos que “Lo contemplé morir a lo largo de toda la noche. Fue algo largo y lento y luchó contra ello hasta el final. Jamás se quejó y jamás se dio por vencido. Se tomó todo el tiempo que le quedaba como si amase tanto a la vida. Cada segundo… incluyendo al dolor. Y entonces murió”). Y me gusta ese final con espectaculares tomas aéreas y boscosas que no filmó Ridley Scott sino –son, seguramente, parte de las horas y horas sobrantes– Stanley Kubrick para el comienzo de The Shining. Me gusta ese final feliz con Rick Deckard y la replicante Rachael (no Rachel) como cabalgando hacia el más incierto de los horizontes. A Rutger Hauger no le gustó: “Francamente, pe parece que Deckard tenía que estar un poco enfermo para huir con un vibrador con forma de mujer, ¿no?”, dijo con sonrisa de Roy Batty.

En posteriores ediciones, el editor decidió alejar la fecha hasta el 2002 para —Dick no era alguien a quien, para desesperación de quienes lo publicaban, la idea del futuro le resultase interesante—que así no perdiese tanto y tan pronto su perfume sci-fi.