Era  marzo  de  1982.  El  programa  La  clave  de  Televisión  Española  había  organizado  una  tertulia  para  discutir  sobre  las  drogas.  Un  tema que, a decir del moderador, José Luis Balbín, preocupaba cada vez más en las casas, los colegios y los Parlamentos. En el plató había abogados, gestores de asociaciones que ayudaban a los adictos, teóricos del abuso, el jefe de la Brigada Central de Estupefacientes y un joven Antonio Escohotado. Lo presentaron de manera equívoca —profesor universitario; lector de Hegel, Marcuse y los presocráticos; editor y traductor al español de los Philosophiæ naturalis principia  mathematica,  de  Isaac  Newton—  como  si  lo  que  realmente  justificara su presencia no tuviera que ver con el dato al que Balbín volvió hasta en tres ocasiones. Llevaba desde 1970 viviendo en Ibiza. Y allí, no tardó en puntualizar, se pudo «enterar algo de lo que se puede relacionar con la droga». En la isla había fundado con el dinero de la herencia de su madre la célebre discoteca Amnesia y llevaba a cabo una revolución sexual rodeado de un entorno poblado por artistas contestarios y regado de hachís afgano y LSD. Su papel ante las  cámaras  pasaba  por  ser,  como  años  más  tarde  escribiría  en  sus  memorias  ibicencas,  el  «único  contertulio  con  experiencia  de  primera mano sobre lo que la opinión pública empezaba a considerar Enemigo Número Uno».

Llevaba desde 1970 viviendo en Ibiza. Y allí, no tardó en puntualizar, se pudo «enterar algo de lo que se puede relacionar con la droga».

Once  meses  después  de  la  emisión,  un  viejo  amigo  de  Madrid  se  presentó en su casa de Ibiza. No iba solo. Sus dos acompañantes llevaban un maletín cargado de billetes y una Smith & Wesson del calibre 38. El mensaje estaba claro: allá donde la seducción de dinero no llegara, podría hacerlo la violencia. Querían que hiciera de garante en una  compra  de  cocaína.  Lo  que  entonces  no  tenía  forma  de  saber  es  que en el maletín había fondos reservados del Ministerio de Interior y que enfrente tenía a un agente encubierto. De poco sirvió que rechazara la comisión que le ofrecían o que tratara de zafarse dándoles el contacto  del  traficante  corso-marsellés  de  la  isla  para  que  siguieran  sin él de allí en adelante. Al día siguiente, en la terraza de un restaurante cerrado por obras, justo después de que lo invitaran a probarla y de que esnifara la cantidad suficiente como para saber que se trataba de un producto de ínfima calidad, lo detuvieron.

En los cinco años que pasaron hasta la resolución del juicio, Escohotado aceleró el ritmo de estudio y escritura. Publicó cuatro libros  y  preparó  las  fichas  y  el  material  necesario  para  redactar  un  gran tratado sobre aquello que lo llevaría a prisión. La condena por «tráfico de drogas en grado de tentativa imposible» a dos años y un día de cárcel se terminó saldando con un año en el penal de Cuenca,  cuyo  alcaide  le  había  garantizado  un  régimen  de  aislamiento  y  permiso  para  meter  en  la  celda  un  ordenador  Amstrad  con  lector  de  disquetes  cuya  capacidad  de  almacenamiento  apenas  llegaba  a  la docena de folios.

Al día siguiente, en la terraza de un restaurante cerrado por obras, justo después de que lo invitaran a probarla y de que esnifara la cantidad suficiente como para saber que se trataba de un producto de ínfima calidad, lo detuvieron.

Al  recordar  aquellos  días,  Escohotado  contaba  que  la  condena  equivalía  a  la  exclusión  social  y  que,  según  su  lógica  del  momento,  solo el trabajo lo rehabilitaría:

«La  única  alternativa  era  convertir  aquella  espada  de  Damocles  en  ímpetu  investigador,  y  añadir  al  barullo  reinante  sobre  La  Droga una historia de las drogas con minúscula, pormenorizada y  documentada.  Eso  llevaba  consigo  pasar  de  letanías  redundantes  a  un  depósito  de  información,  y  como  tal  a  una  obra  de  cultura,  capaz  quizá  de  cuadrar  mis  cuentas  con  el  escándalo,  como  un  ingeniero  salda  su  línea  de  crédito  produciendo  el  ingenio pactado». 

Describió aquellos meses como un regalo de tiempo incompartido o como unas vacaciones pagadas pero cochambrosas. Para cuando  recuperó  la  libertad,  había  redactado  los  tres  volúmenes  de  la  primera edición de la Historia general de las drogas. Dos de ellos ya estaban en las librerías y el tercero se encontraba en la imprenta. Se trataba de un libro de más de 1500 páginas en el que se daba buena cuenta  de  la  estrecha  relación  que  desde  la  Antigüedad  ha  unido  a  las drogas con la política, el derecho, la economía y la religión. «Un superventas útil para calmar la histeria farmacológica», como llegó a decir el autor. La hazaña supuso un hito intelectual de tal magnitud que, de una forma u otra, quien lo escribió quedaría vinculado al tema  tratado  de  por  vida.  Desde  entonces  han  visto  la  luz  decenas  de ediciones, y su versión abreviada, Historia elemental de las drogas, ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano, al portugués, al búlgaro y al checo.

Se trataba de un libro de más de 1500 páginas en el que se daba buena cuenta  de  la  estrecha  relación  que  desde  la  Antigüedad  ha  unido  a  las drogas con la política, el derecho, la economía y la religión.

Faltaba  para  completar  la  obra  lo  que  Escohotado  llamaba  el  lado  fenomenológico:  el  aterrizaje  práctico  en  la  vida  cotidiana.  Esta parte se publicó un año después como El libro de los venenos y se reeditaría más tarde como Para una fenomenología de las drogas, luego como Aprendiendo de las drogas y finalmente como apéndice a Historia general de las drogas. Consistía en una relación de sustancias con información sobre la posología, los usos y los efectos de los fármacos más consumidos. Aunque no solo eso: cada entrada venía acompañada por las experiencias y viajes del autor con cada una de ellas, así como por una serie de consejos e indicaciones para el consumo. Son crónicas muy valiosas porque su propio cuerpo se había convertido en el campo de pruebas de un experimento permanente, y la curiosidad y su amistad con químicos del nivel de Albert Hoffman, pionero en la síntesis de la LSD, o Alexander Shulgin, creador de  centenares  de  nuevas  sustancias,  entre  las  que  se  encuentra  la  MDMA,  le  permitieron  acceder  a  las  mejores  despensas  imaginables. Lo explica así en el prólogo:

Cada entrada venía acompañada por las experiencias y viajes del autor con cada una de ellas, así como por una serie de consejos e indicaciones para el consumo.

«Me  decidí  entonces  a  tratar  de  conocer  por  ese  medio,  usando  la  modificación  química  de  la  conciencia  como  una  ventana  a  lo  interno  y  lo  externo.  En  1964,  cuando  tomaba  tales  decisiones,  no  había  en  España  la  menor  alarma  ante  asuntos  de  «toxicomanía»;  las  boticas  dispensaban  libremente  una  amplia  gama  de  drogas  psicoactivas,  pequeños  círculos  ofrecían las ya estigmatizadas, y no planteó problema experimentar con dosis altas, medias y pequeñas de varias entre las sustancias consideradas interesantes, así como con diversas combinaciones.

Hacia una década más tarde empezaba la era del sucedáneo, agravada al ritmo en que iba persiguiéndose y extendiéndose el consumo  de  drogas  ilícitas.  Con  los  sucedáneos  cristalizaron  también  roles  y  mitos  adecuados  a  cada  droga,  inéditos  hasta  entonces  en  gran  parte  de  Europa,  mientras  la  proporción  de  intoxicaciones  mortales  iba  elevándose  al  cubo.  Luego  aparecerían los primeros sustitutos del quimismo prohibido, que se llamaron  genéricamente  drogas  de  diseño  (designer  drugs), pues su punto de partida había sido imitar originales progresivamente caros y difíciles de conseguir.

Experimenté también con esos sucedáneos, siguiendo la pauta  originalmente  trazada  (investigar  las  sustancias  psicoactivas como  fuente  de  conocimiento),  que  se  extendió  luego  a  medida  que  la  experiencia  iba  rindiendo  sus  frutos.  Para  ser  exactos,  he  continuado haciéndolo hasta el presente […]

Llevo  treinta  años  sin  acudir  a  consulta  alguna  ni  llamar  al  médico de cabecera, con el mismo peso, y sin trastornos que exijan  usar  drogas  psicoactivas.  Las  que  empleo  —salvo  el  tabaco,  un  vicio  adquirido  en  la  adolescencia,  cuando  nadie  lo  llamaba  droga— obedecen a un acuerdo de voluntad e intelecto, que unas veces  pide  fiesta,  otras  concentración  laboral  y  otras  reparador  descanso».

Este nuevo Libro de los venenos recupera como homenaje el título primero con el que se publicó Aprendiendo con las drogas en 1990, que a  su  vez  referenciaba  al  tratado  de  toxicología  atribuido  al  médico  y farmacólogo del siglo primero Pedanio Dioscórides Anazarbeo. Y aunque  este,  como  los  otros,  tenga  la  misma  ambición  de  despejar  la  oscuridad  en  torno  a  los  fármacos,  se  trata  de  un  libro  distinto.  Este Libro  de  los  venenos: las  drogas  de  la  A  a  la  Z  es  una  selección  de fragmentos y pasajes de la obra de Antonio Escohotado; un volumen manejable que permita a quien lo desee componer una imagen panorámica de la cuestión. Con los mimbres de Historia general de las drogas, Historia elemental de las drogas y de Aprendiendo de las drogas, hemos dado forma a un texto que recoge por igual la voluntad de contar el pasado de las drogas como de ofrecer información útil  sobre  los  usos  y  abusos  de  las  distintas  sustancias.  Tanta  importancia tiene la historia del opio y de la cocaína como su posología y sus efectos secundarios.

Este Libro  de  los  venenos: las  drogas  de  la  A  a  la  Z  es  una  selección  de fragmentos y pasajes de la obra de Antonio Escohotado; un volumen manejable que permita a quien lo desee componer una imagen panorámica de la cuestión.

En 1996 se emitió en la televisión francesa un documento póstumo de Gilles Deleuze en el que el filósofo iba comentando un tema por cada letra del abecedario con un lenguaje claro y accesible para cualquier  espectador  interesado.  En  este  libro  hemos  recuperado  aquella  manera  de  organizar  el  conocimiento.  Cada  entrada  está  dedicada a una sustancia o a un concepto relacionado con las drogas, y cada una de ellas está confeccionada con distintos fragmentos  procedentes  de  las  obras  citadas,  a  excepción  de  dos  capítulos  que, aun siendo en origen textos publicados en ellas, han aparecido ampliados en otros lugares. Es el caso de «N, de nuevas drogas», que procede del texto en recuerdo de Alexhander Shulgin que Escohotado  escribió  para  las  ediciones  españolas  de  Pihkal:  una  historia  de  amor  y  química  y  Tihkal:  la  continuación  y  «Z,  de  Zúrich»,  recogido  del  artículo  «El  negocio  de  la  prohibición»,  publicado  en  el  número de noviembre de 2011 de la revista Cáñamo. Los textos que componen las entradas han sido curados obedeciendo al sentido en el  que  el  autor  los  empleó  y  solo  han  sido  editados  para  actualizar  la  ortografía  a  las  normas  vigentes,  unificar  los  tiempos  verbales,  puntualizar algún detalle que se explicaba en una parte del texto no seleccionado  y  para  añadir  o  quitar  oraciones  mínimas  allá  donde  fueran muy evidentes las costuras entre distintos pedazos.

Teofrasto,  en  su  De  historia  plantarum  apuntaba  que  cuatro  dracmas de Datura metel causaban la muerte; tres provocaban una locura  irreversible;  dos  hacían  delirar  y  alucinar,  pero  que  con  tan  solo  una  el  ánimo  se  mejoraba  y  se  aligeraba  el  pensamiento.  Sola dosis  facit  venenum,  ya  lo  dijo  Paracelso.  Un  libro  de  venenos  es  también un libro de remedios.


Fragmento de ‘El libro de los venenos’ de Antonio Escohotado (La Caja Books, 2022)

Imagen de cabecera, Ximo Abadía