El viaje entero me estuve preguntando si acaso se viaja hasta que se vuelve a viajar.
Pero odio eterno al in media res, así que empecemos por el principio, semilla de final.
Si siete años fueran una semana, el lunes y el domingo me hubierais encontrado en las islandias. Viajes, en 2015 y en 2022, a una Islandia que resultó no ser una, más bien dos: lo dicho, las islandias. No es que la isla hubiera cambiado de forma sustancial en este lapso de tiempo, jamás osaría insultar la magnificencia del tiempo geológico de este modo. Si Islandia, a ojos de estas manos que escriben, se convirtió en las islandias, fue por una alteración en el modo de mirar y comprender, por nuevas imágenes en viejos escenarios, por la soledad exiliada, por cambios en mi mapa de las presencias y las ausencias que se produjeron durante el primer viaje y justo antes del segundo. La tectónica de todo lo conocido sufrió tales sacudidas que me resultó imposible aceptar que la primera Islandia a la que había viajado continuaba siendo la misma a la que había vuelto siete años —o una semana— después.
Viajes, en 2015 y en 2022, a una Islandia que resultó no ser una, más bien dos: lo dicho, las islandias
Todo esto es una forma de decir que los viajes son porque somos, y que danzan al son del ser. Intentaré explicarme; os debo una explicación, ojos que dais la mano a mis palabras.
Escribo desde el yo, pero en el fondo esto no trata sobre mí. Ha habido tantas islandias como locos las han pisado. Desde aquel monje irlandés que en el siglo VIII se perdió rumbo a las islas Feroe y terminó en una isla aún más inhóspita aún más al norte, hasta el hombre misterioso que me crucé en el aeropuerto de Keflavík trece siglos más tarde. Él llegaba de Barcelona. Yo volvía hacia allí. Era mayor que yo, más kilos y menos pelo, sus andares irradiaban una serenidad para mi inconcebible, tenía miedos que yo jamás tendré. Nuestra cara, sin embargo, era idéntica. La misma del monje irlandés extraviado que hace más de un milenio se convirtió en el primer ser humano en poner un pie sobre Islandia. Escribo desde el yo porque he vivido en mi piel dos islandias y puedo contarlas, pero sepan ustedes que este es un relato que trasciende la persona, yo en favor de todos, y el espacio, Islandia en favor de cualquier rincón del mundo donde un yo-todos viaje. Esta es una historia personal que el lector debería desollar —erradicar la primera persona de quien la escribe, pulverizar el lugar del que habla— para luego revestirla de sus propias experiencias vitales y viajeras.
Partamos.
Escribo desde el yo porque he vivido en mi piel dos islandias y puedo contarlas, pero sepan ustedes que este es un relato que trasciende la persona, yo en favor de todos, y el espacio, Islandia en favor de cualquier rincón del mundo donde un yo-todos viaje
El momento en el que comprendí que la Islandia de 2022 no era, para mí, la de 2015. Qué momento. No fue al aterrizar en la isla entre vientos huracanados, ni paseando el día siguiente por Reikiavik, ni tan siquiera visitando esa misma tarde el maravilloso enclave paisajístico e histórico de Þingvellir, que no había tenido ocasión de recorrer siete años antes. Fue en un tramo de carretera insulso entre Selfoss y Vík. Había poco que ver. Colinas intimidadas por nubes, extensiones de lavas vetustas, algún pasto, ovejas. Decenas, cientos de ellas, pero solo una llamó mi atención. Corría despavorida hacia la nada. Era una huida demente, sin ningún tipo de sentido: nadie la perseguía, no se atisbaba peligro alguno en la zona. Embravecida por demonios que solo su cabeza ovina conoce, se largaba lejos, muy lejos, y rápido, muy rápido. Me acordé de los pingüinos nihilistas que Werner Herzog filmó en la Antártida desfilando hacia su propia muerte sin justificación posible. La avanzamos con el coche, pero torcí el cuello para seguir observando su fuga furibunda. Había épica en su mirada negra. También en la esterilidad de su esfuerzo. Me emocionó.
En mi primera Islandia, las ovejas no me habían parecido más que adornos de pesebre que una mano caprichosa había ido colocando aquí y allí de la isla a discreción. A los caballos islandeses, en cambio, los vi como deidades equinas a la espera del Ragnarök. Maravillas animales, cuatralbas o no, con las que galopar hasta enterrarlos en el mar. En la segunda Islandia, sin embargo, gracias a la oveja enloquecida de las praderas de Skógar, esa percepción permutó. Mi interés por las ovejas se acrecentó de forma desmesurada, y de los caballos isleños ya solo pude apreciar su catatonia desesperante. Habían dejado de ser dignos de ningún Ragnarök. La oveja reina, con su locura por corona, lo era. Con ella, mi percepción de Islandia se escindió de sí misma, se bifurcó, y por primera vez me asaltó la idea de las islandias, del extrañamiento del suelo ya pisado.
Esa sensación no dejó de crecer día tras día. Hubo incontables detalles que ahondaron en la diferenciación entre ambas islandias. Las columnas basálticas de Reynisfjara, imponentes sobre la arena negra, me parecieron esta vez más altas; la cascada de Dettifoss, menos brutal; la colorida Seyðisfjörður, más apagada; el monte Kirkjufell, menos puntiagudo. Es evidente que la memoria, dulce mentira que nos contamos para no desesperar, tiene parte de la culpa. Recordamos como queremos recordar, y muchas veces eso conlleva alejarnos de la realidad, que no entiende de sentimentalismos. En 2015, las columnas basálticas de Reynisfjara ya eran tan altas como en 2022 y la brutalidad de Dettifoss era la misma, al igual que la intensidad del color en Seyðisfjörður, y por supuesto el monte Kirkjufell nunca fue tan puntiagudo como en la imagen que había forjado en mi memoria. Pero lo que importa es esto: la realidad es que yo viví esa irrealidad —las desemejanzas entre la primera y la segunda Islandia— como cierta, y de esa experiencia un tanto schrödingeriana cobran vida las islandias, tan distintas y distantes.
También la memoria me jugó buenas pasadas, aunque no fuera ese su propósito. El recuerdo que guardaba de Islandia era maravilloso: un constante alucinar con los paisajes de la isla y la insolencia de su enormidad. Inevitablemente, esos recuerdos se fueron difuminando con el paso del tiempo, y aunque su esencia me quedó grabada a fuego, las imágenes perdieron nitidez y cuerpo día a día. Al volver a ver todos esos paisajes, algo que no esperaba sucedió: los recuerdos que guardaba de ellos, que ya eran poco más que cáscaras vacías, fósiles reconocibles pero inertes, volvieron a tomar forma, a engrandecerse, a caminar. Las expectativas de volver a ver algo bonito fueron ampliamente superadas; no era que volviera a ver lo bello, era que lo bello volvía existir. Es inolvidable ver renacer un río, un glaciar, un mar. Lo permite la fragilidad de la memoria. La volatilidad del recuerdo. El volver a viajar.
Pero quedarnos en el plano de lo físico y la apariencia sería un error. Las islandias existen por motivos mucho más profundos. El primero de ellos, la compañía.
En 2015 viajé solo. Me apetecía aburrirme de mí mismo. Durante un mes largo, recorrí la isla gracias a la buena fe de conductores de toda índole que se apiadaron de mí y me permitieron subir a sus coches. En 2022, por el contrario, viajé acompañado. Un viaje de dos semanas, esta vez, y con coche propio alquilado. Nada de levantar el dedo bajo la lluvia y sobre el asfalto.
Al volver a ver todos esos paisajes, algo que no esperaba sucedió: los recuerdos que guardaba de ellos, que ya eran poco más que cáscaras vacías, fósiles reconocibles pero inertes, volvieron a tomar forma, a engrandecerse, a caminar.
Se ha escrito mucho sobre las bonanzas de viajar solo, también sobre sus dificultades. No reincidiremos en ello, pues, pero es importante recordar que viajar solo es en esencia entregarse al deambular. Un deambular orgulloso, mágico, inolvidable, pero deambular. Si pasas suficiente tiempo viajando solo, notarás como cuerpo y mente insisten en convertirse en entes independientes; las piernas elegirán caminos que tu cerebro jamás se habría planteado recorrer, y viceversa. Cuando en la ecuación entra un compañero de viaje, la tendencia a la entropía —es decir, al deambular más puro— se ve revertida por la obligación de ponerse de acuerdo en los términos básicos del viaje y los caminos a tomar. Y eso no es negativo, por supuesto, pero es evidente que cambia por completo la experiencia viajera que uno vive. Mi Islandia en solitario no puede ser, de ningún modo, mi Islandia con Marta. Ambas son magníficas, y en ambas fui feliz, pero son islandias distintas. No se duerme igual en una tienda de campaña con el calor de otro cuerpo al lado que sin él; del mismo modo, no se holgazanea con la misma libertad durante las horas muertas del viaje si alguien descansa a tu lado que si ese alguien no está. El momento vital de cada uno marcará si necesita viajar solo, acompañado o muy acompañado (que demasiadas veces resulta más solitario que viajar solo), pero es imprescindible saber distinguir las particularidades de cada modalidad viajera para poder sacarle el máximo provecho sea cual sea la elección final. O eso creo. Creer está sobrevalorado, pero hay que creer.
Mi Islandia en solitario no puede ser, de ningún modo, mi Islandia con Marta
Hablar de la compañía de un viaje no es únicamente hablar de quién viaja contigo de principio a fin, también es hacerlo de aquellas personas con las que te encuentras durante el camino. Son decisivas a la hora de modelar la concepción que esculpiremos del lugar viajado. En mi primera Islandia conocí a muchas personas; ninguna dejó huella en mí, aunque les profese un agradecimiento sincero por dejarme compartir su tiempo con ellas. En mi segunda Islandia conocí a mucha menos gente. De uno de ellos, sin embargo, me acordaré largo tiempo. Qué tipo, Valmundur.
Llovía en Djúpivogur. En este pueblo pesquero, que recuerda al lento desaparecer de una canción de nana, cumplí veinticuatro años en 2015. Lo celebré con una cerveza y un fiordo. Nada mal. En 2022 volvía allí con más de treinta años y sin cerveza. El fiordo seguía en su sitio. Ya había visto la casa roja de Valmundur, en el primer viaje. Como para no verla: su entrada está custodiada por dos grandes esqueletos de cetáceo. Tras ellos se expande un estrambótico patio-colina repleto de esculturas inclasificables, figuras totémicas que hacen pensar en dioses arcaicos. En 2015, la puerta de la casa-museo (nada es solo una única cosa en el hogar de Valmundur, todo tiene por lo menos dos almas) estaba abierta, pero no me atreví a entrar. En 2022, quizás más por resguardarme de la lluvia que por curiosidad, sí lo hice. Y conocí a Valmundur.
Estaba trabajando en su taller-refugio. Nada más vernos —recordad, no viajaba solo, esta vez— se levantó y empezó a hablar. Ya no paró hasta al cabo de una hora y media. Con un posado grave y trazas de trascendencia en la voz, Valmundur nos contó el significado de las runas vikingas grabadas en trozos de madera que tenía expuestos por toda la casa-santuario. También habló sobre las tempestades de Islandia, del cambio climático y los peligros que este conlleva para la isla y territorios cercanos como Groenlandia. Casi se le quiebra la voz al contarnos que los vientos salvajes de unos días atrás habían arrancado de cuajo los pocos árboles que había en el pueblo, plantados con orgullo por los [insertar gentilicio de Djúpivogur, si es que existe] hacía cuarenta años.
La charla, casi monólogo, terminó con una reflexión sobre el poder destructor —y a la vez reparador— de las religiones y las dificultades con las que se encuentran los inmigrantes que acuden a Islandia en busca de trabajo. Entonces calló, nos dio la mano y supimos que era hora de irse. Ya fuera, mientras dejaba atrás los esqueletos de ballena, no podía parar de pensar en la formidable irrepetibilidad de una persona como Valmundur. Decía Walter Benjamin que hasta a la más perfecta reproducción le falta algo: el aquí y el ahora del original, lo que convierte toda existencia —y experiencia— siempre en irrepetible en el lugar mismo en que se encuentra. Valmundur, el elocuente y cenizo Valmundur, por irrepetible, es una de las mayores pruebas que encontré de la existencia de las islandias; una prueba de que, en el fondo, dos viajes nunca pueden ser iguales. En ese caso, volver a viajar a un lugar no es posible. Eso ya lo sabía un tal Heráclito, pero es una nimiedad que no debe detenernos. Paradójicamente, volvemos a viajar y es volviendo a viajar —dos, tres, cuatros, dieciocho, cuatrocientas veces— al mismo lugar como mejor entenderemos la infinitud de matices que implica esa palabra tan corta y tan honda que nos obsesiona: viaje.
No quisiera acabar este amago de ensayo sin hablar de lo que definitivamente convirtió, en mis ojos y pensares, a Islandia en las islandias. Lo apuntaba ya en el primer párrafo: el mapa de las presencias y las ausencias.
En Stöðvarfjörður apenas hay rasguños de mundo. Cuatro casas, un hilo de mar, un puerto con forma de concha, crestas de colinas escarpadas. Y un museo. El museo de Petra, reina de la roca. Durante ochenta años, Petra Sveinsdóttir coleccionó miles de bellísimas piedras y minerales que hoy se pueden visitar en Stöðvarfjörður, el pueblo que la vio nacer y de donde proceden gran parte de las maravillas geológicas expuestas en el museo. En 1995, la entonces presidente islandesa Vigdís Finnbogadóttir premió con una insignia el ingente trabajo de Petra en favor del patrimonio natural de la isla. No es para menos. Petra falleció en 2012, a la edad de noventa años, pero su legado será tan longevo como los minerales que un día sus manos recogieron y ahora los ojos de todo viajero pueden observar en Stöðvarfjörður.
Visité el museo en el segundo viaje a Islandia. Lo hice emocionado. No solo porqué me guste la geología y la orfebrería telúrica. La emoción tiene mucho más de azar, de casualidad: mi abuela también se llamaba Petra. No nació en Stöðvarfjörður, lo hizo en Sanchotello. Y no falleció en 2012. Lo hizo en 2015. Mientras yo estaba en Islandia.
El viaje se convierte en túnel si marchas del hogar y, al volver, el hogar es otro. Me fui a Islandia y la yaya estaba; volví de Islandia y ya no. Todo lo bueno del viaje, que fue mucho, quedó de pronto cubierto por ceniza de volcán. Olvidé la luz de Islandia y me sumí en la oscuridad de una culpa que me martilleaba la cabeza y decía: jamás debiste irte. Para siempre, en las cicatrices de mi cerebro, el nombre de Petra quedó ligado al de Islandia. Siete años más tarde, en el museo mineralógico, sentí una paz inaudita. La Petra de Sanchotello, mi abuela, y la Petra de Stöðvarfjörður, abuela de otros nietos, quedaban conectadas por un tipo larguirucho que callaba y paseaba y miraba piedras y, sin que nadie se diera cuenta, barría cenizas del pasado en sus adentros. La estación final de un camino personal de redención que había tenido muchas etapas entre una Islandia y otra.
Dicha paz se vio comprometida por una segunda ausencia. Pocas semanas antes del segundo viaje, fallecía otra persona muy querida. Mi tío, Artur, tan pronto, tan injusto. Si bien en 2015 había viajado con una tranquilidad de espíritu absoluta y fue al volver cuando ésta se quebró, en 2022 el caso fue al revés: me iba con el espíritu demolido, pero, al contrario de lo que imaginaba, fue de viaje donde encontré la tranquilidad que necesitaba para empezar a aceptar la pérdida. Los duelos, ambos, se arremolinaron en mis sienes y me susurraron: ya, Marc, camina, déjanos ser escudo en vez de losa.
Ahí, en esa inversión de estados de ánimos, es donde las dos islandias fueron más reales que nunca para quien escribe y a quien leéis. Se me reveló en toda su crudeza que no hay solo una Islandia porque no hay un solo yo, y que sería un necio de entender la isla como una simple mancha monolítica sobre el mapa del mundo. Demasiados factores exógenos y endógenos de ambos viajes probaron ya no la realidad poliédrica de Islandia, sino la radical mutación de su faz hasta el punto de convertirse, para mí, en otro lugar.
Es curioso —y nada oscuro, lo digo sin pizca de ironía— que uno de los pocos elementos en común entre mis dos islandias sea la muerte. Será quizás que de un modo natural —y nada oscuro, lo digo sin pizca de ironía— la muerte es lo que lo une a todo en este mundo, y también en el otro en caso de haberlo. Ese nexo, a su vez, sirvió de meridiano desde el cual apreciar con suma claridad la existencia de dos islandias distintas; como el espejo, frío e inmutable, que separa materia y reflejo.
¿Acaso se viaja hasta que se vuelve a viajar?
La respuesta resulta ambigua. Volver a viajar a lo ya viajado permite entender que los lugares quizás no están vivos, pero sí la percepción que captamos de ellos. Eso, de facto, les da vida; es decir, los condena al cambio incesante. Volver a viajar es darse cuenta de que el viaje es infinito, y por ello no es más viajero el que más sellos tiene en su pasaporte, sino el que más rostros de un único punto del mundo está dispuesto a conocer. El gran viajero no debe ser un sujeto en perpetuo movimiento, debe ser un sujeto consciente del perpetuo movimiento a su alrededor.
Esto lo aprendí en dos viajes, paréntesis de un tramo crucial de mi vida, a las islandias: hogar de ovejas enloquecidas, de riscos que se abalanzan sobre el mar, de glaciares púberes, de Valmundur, de Petra Sveinsdóttir, del adiós a mi abuela que no supe hasta volver, del adiós a mi tío que supe antes de partir, de las cicatrices de un(os) tal(es) yo.
Y mañana, cuando los vientos soplen hacia el norte otra vez, solo quedará volver a viajar, volver a las islandias, volver a volver.