Hace algún tiempo, pensando en cómo afrontar este texto, no sabía por dónde empezar. Entre las decapitaciones horriblemente puestas en escena por el Estado Islámico, las sórdidas violencias de África Central, el secuestro de las 219 muchachas de Chibok por parte de Boko Haram o la tragedia de Charlie Hebdo, allá donde mirase sobraban puntos de inicio; en el peor de los sentidos, por desgracia.

Desde entonces, con la llegada del buen tiempo, el Mediterráneo ha engullido miles de jóvenes migrantes. Cada cuerpo flotando tan tristemente sobre el agua sintió pasiones y esperanzas —un horizonte vital, en suma— y sin embargo el fin de aquellos a los que podemos llamar los malditos del mar evoca menos la muerte de seres humanos individuales que el misterioso suicidio colectivo de las ballenas. El suplicio de estos «rechazados por la gran marejada», como habría dicho Aimé Césaire, da todo el sentido a la comparación, que tan a menudo se dibuja desde hace tiempo, entre este nuevo tráfico de seres humanos y la trata negrera.

Incapaces de soportar la vista de esos cuerpos de iraquíes, de sirios, de etíopes, de ghaneses y de senegaleses devueltos por la marea, apartamos la mirada: un modo como cualquier otro de resignarnos a un sentimiento de impotencia que es, a día de hoy, la cosa compartida de modo más ecuánime en el mundo. Hacemos lo que podemos para olvidar esas imágenes insoportables, para sustituirlas con las de la vida ordinaria, tan banales que acaban por parecernos incluso sospechosas. Nada nos puede liberar, así, de nuestra enfermedad.

En el ánimo de todos campa la idea de que el mundo nunca ha estado tan mal como ahora, pero a quien osa expresarla de modo abierto se le recuerda de inmediato que, en palabras de Voltaire, sobre la Tierra siempre ha habido «mal hasta extremos horribles». Y es cierto que, sin salir del siglo XX, las abominaciones siguen atormentando nuestros recuerdos. ¿Pero es casualidad que tantas voces se alcen por todas partes para afirmar que la Tercera Guerra Mundial está empezando a llamar sordamente a nuestra puerta?

En una visita a Sarajevo, el Papa Francisco se inquietó por el «clima de guerra» en el que vivimos antes de fustigar a aquellos que sólo saben lanzar «aullidos de odio». Pero esos gritos de alarma son quizás, sobre todo, un modo de amansar con palabras familiares una crudeza tan insoportable por su publicidad planetaria como por su coste en vidas humanas inocentes. Tampoco podemos consolarnos, como en la época del marxismo triunfante, con la ilusión de poner fin un día u otro al horror exponiendo doctamente sus mecanismos. Hoy el horror nos petrifica, nos lleva ventaja y parece disfrutar con nuestro desconcierto. La verdad de nuestra época es que ya nadie sabe qué decir de sus sangrientos desajustes.

¿Cómo hemos llegado aquí? Nada anunciaba esta situación. Al contrario, la derrota del comunismo, analizada como «fin de la Historia» por Francis Fukuyama, hizo creer a Occidente que entraba en el feliz tiempo de la retribución. Por retomar el título de un libro de J. Christophe Rufin —olvidado hoy en día, pero que llamó la atención cuando fue publicado en 1991—, toda la cuestión, tras la caída del Muro de Berlín, se reducía a saber si los «nuevos bárbaros» dejarían al «Imperio» saborear en paz los frutos de una victoria tan brillante.

Incapaces de soportar la vista de esos cuerpos de iraquíes, de sirios, de etíopes, de ghaneses y de senegaleses devueltos por la marea, apartamos la mirada: un modo como cualquier otro de resignarnos a un sentimiento de impotencia

En un sentido, las embestidas cotidianas de los migrantes contra las costas de Sicilia nos devuelven esta imagen de las hordas de piojosos que se invitan a la fuerza al banquete de los ricos. No pudiendo cerrar sus fronteras, Europa se ve obligada a pasar de la orgullosa lógica de las devoluciones en vuelos chárter a la de las cuotas. Ya nadie habla de un «umbral de tolerancia» y ya se han olvidado Frontex y Mare Nostrum: las fronteras de Europa son un coladero y hay que dividirse, a regañadientes, a decenas de miles de migrantes ilegales. Sin embargo, aún estamos bien lejos de las invasiones bárbaras temidas por ciertos autores. Y es que en menos de tres décadas los datos han cambiado del todo. El Viejo Continente —en crisis él mismo— no está para fiestas y se sabe peor preparado que nunca para acoger toda la miseria del mundo. El Viejo Continente vive con miedo. Miedo del terrorismo. Miedo, más trivial, del mañana.

A fin de cuentas, todo esto era bastante previsible y podemos, sin querer echar sal en las heridas, recordar la advertencia del último Ministro de Asuntos Exteriores de la era soviética a Henry Kissinger: «El comunismo ha muerto, nos habéis derrotado sin piedad, pero bien pronto nos echaréis de menos». La indirecta: no celebréis con tanta prisa, tendréis nuevos enemigos con los que ni siquiera podréis hablar. Los atentados del 11 de septiembre y, peor aún, los siniestros métodos del Estado Islámico, que sueña, parecería, con el Apocalipsis químico, deberían invitarnos a meditar sobre ese sombrío pronóstico. Con un tono menos irónico, en plena Segunda Guerra Mundial, Brecht invitaba a la humanidad a no «cantar victoria a destiempo» pues, según el autor de La evitable ascensión de Arturo Ui, seguía siendo «fecundo» el vientre «del que había salido la inmunda bestia».

En Senegal, tenemos un modo más sencillo de decir todo esto: Àddina dafa gudd tànk. Literalmente, casi palabra por palabra: «La vida tiene piernas largas». La frase, a menudo acompañada de una pequeña sonrisa maliciosa y decepcionada, se oye en nuestra tierra en las circunstancias más banales de la vida cotidiana. Puede, no obstante, expresar también el rechazo a dejarse impresionar por la aparente rapidez de las grandes tragedias humanas. Lo que viene a decir es que, al estar toda sociedad moldeada desde dentro, sin cesar, por fuerzas oscuras, el tiempo de un hombre será siempre el tiempo de todo lo posible. Al final, nada de lo que somos testigos durante nuestra existencia, por imprevisible que sea, debería sorprendernos.

Creo haber dicho bastante para ayudar a comprender el título de mi propuesta, que puede haber parecido misterioso, esto es, extraño, a ciertos lectores. Significa que voy a esforzarme en evaluar ante ellos, lo más claro que pueda, el impacto en África subsahariana de las recientes insurrecciones árabes. Nos han afectado de un modo duradero incluso si, cosa sorprendente, la mayor parte de los comentaristas prefieren guardar silencio al respecto. En realidad, es la propia Primavera árabe —aunque la hubieran acogido con entusiasmo al principio— la que desearían olvidar. Ha tenido como resultado un desastre tal que a las pocas personas que aún intentan  descifrarla les cuesta bastante disimular su perplejidad y su vergüenza.

De hecho, muchos están tan decepcionados que no dudan en insinuar que la Primavera árabe fue suscitada desde fuera por poderes —no hace falta decir nombres— escondidos en las sombras. ¿Qué hay de cierto en esto, realmente? La hipótesis de un impulso extranjero no puede descartarse a priori para Egipto y sobre todo para Libia, pero al haber tenido, por así decirlo, la oportunidad de escuchar los primeros vagidos de lo que se ha dado en llamar la «Revolución de los jazmines», me resulta difícil dudar de su total espontaneidad.

El testimonio que sigue es, en mi opinión, prueba suficiente.

En Senegal, tenemos un modo más sencillo de decir todo esto: Àddina dafa gudd tànk. Literalmente, casi palabra por palabra: «La vida tiene piernas largas»

En aquel entonces, llevaba ya cuatro años viviendo en Túnez, ciudad de la que me alejaba a menudo por mis actividades literarias. Una tarde, volviendo de un viaje, le pregunté a los amigos que habían venido a recogerme al aeropuerto si sabían algo de la historia de un joven que había intentado suicidarse prendiéndose fuego. Yo había visto la información pasar discretamente en varias cadenas de televisión para después desaparecer casi de inmediato. No, mis amigos tunecinos no estaban al corriente. Y ni a ellos ni a mí nos había parecido un asunto en verdad digno de interés: desde noviembre de 1987 su país estaba gobernado con mano de hierro por un régimen que, supuestamente, todo lo veía y todo lo escuchaba, y hacía falta estar loco para imaginarse aunque fuese por un instante que ese gesto de desesperación pudiera hacerlo tambalear. Estábamos a finales de diciembre de 2010. Bien, pues dos semanas más tarde, el 14 de enero de 2011, Zine Abedine Ben Ali, el todopoderoso amo de Túnez, escapaba de su palacio de Cartago en las condiciones rocambolescas que todos conocemos. Así pues, la protesta solitaria —interpretada después, por cierto, de modos diferentes— de un joven frutero había acabado con un poder que los tunecinos creían (y que había acabado por creerse a sí mismo) totalmente protegido frente a la cólera popular.

Ya sabemos cómo siguió la historia. Todos vivimos, como en una alucinación colectiva, el hundimiento, en unas pocas semanas, uno tras otro, del Egipto de Hosni Mubarak y la Libia de Muamar Gadafi. Más allá de esas caídas espectaculares, conviene recordar el miedo que se apoderó bruscamente de casi todos los regímenes árabes, haciendo que por fin fuesen conscientes de la necesidad urgente de dotarse de válvulas de seguridad. Sólo las ricas monarquías petroleras del Golfo, aunque sufrieran algún traspiés de tarde en tarde durante un tiempo, no tuvieron realmente nunca nada que temer. Si el asunto no fuese tan grave, cabría divertirse con la ingenuidad de los que pensaban que se podría derribar a aliados tan preciosos del bloque occidental —y en particular de los Estados Unidos— invocando quién sabe qué ideal de sociedad democrática. No puede ser tan fácil, habrase visto. Esta inmunidad casi natural de regímenes arcaicos y brutales —Arabia Saudita alcanzó el pasado mayo de 2015 las 85 decapitaciones públicas— mostró pronto, hablemos claro, los límites objetivos de la Primavera árabe y sembró en miles de personas la semilla de la duda.

Si no hubiera decidido referirme, para limitar las ambigüedades, a su lado africano, me hubiera explayado sobre las guerras en curso en Yemen y en Siria, que también derivan, aunque sea de un modo más tortuoso, de aquella primavera.

En el momento en que los himnos a la libertad se elevaban por todas partes, era banal maravillarse de que una causa tan pequeña —el suicidio de un treintañero de Sidi-Bouzid— hubiese producido en tres semanas efectos tan asombrosos. A los pocos audaces que se permitieron ligeras dudas les recordamos con rapidez que si una mariposa agita sus alas en Tokio… Pero esa fase de estupefacción ha pasado ya hoy y las lenguas vuelven a destrabarse. Quizás demasiado. Eso no impide que la insurrección tunecina fuese, para algunas potencias occidentales, la oportunidad de oro para saldar, sin parecer que estaban involucradas, viejas cuentas con regímenes indóciles. Eso parece bastante probable, incluso si la parte oculta en sombras de esos eventos seguirá fascinándonos, sin duda, aún durante mucho tiempo. Así, es mejor dejar que sea la Historia, que se burla no poco de nuestras impaciencias, la que entregue la llave para abrir ese cajón cuando prefiera.

Quizá ella nos diga mañana que habríamos debido desconfiar de nuestro primer movimiento. En realidad, ya recordamos con un cierto bochorno la cólera de la famosa «calle árabe», del gigantesco happening de Plaza Tahrir y de esos intrépidos insurgentes de Benghazi de los que hemos acabado sabiendo que eran vulgares fantoches. Si hemos aplicado a esas imágenes sólo un primer grado de lectura, es también porque nuestra época tan cansada, desengañada y cínica, ama especialmente las historias simples. Lugares comunes de serie B, probablemente: las legiones del Bien al asalto de las fuerzas del Mal. Ese cuento siempre funciona de maravilla. Salvo que, en su posición de Narrador omnisciente y a través de sus medios de comunicación interpuestos, Occidente se puso en este caso concreto a repetir en el escenario del mundo todas sus revoluciones, reales o soñadas. Y en la era de las redes sociales, el icono romántico de esas sublevaciones fue por todas partes la joven y seductora bloguera que tenía a su merced, como en un videojuego, al Tirano y su ejército de agentes secretos.

Que se me entienda bien: no estoy a punto de decir :«¡Y todo esto para esto!» Sé bien que la Primavera árabe no fue sólo un mal sueño. También podría darse, por cierto, que sus excesos, por chocantes que hayan sido, sean leídos más adelante como los crujidos de sistemas demasiado rígidos y pretenciosos para derrumbarse en silencio. Contra ese inmovilismo, millones de ciudadanos ordinarios de El Cairo, de Túnez y de Benghazi aceptaron luchar, a veces pagando con la vida, por la libertad de todos, y no es culpa suya si sus aspiraciones fueron desviadas por políticos a menudo a sueldo de los enemigos de su país. Ese coraje y esa fe en la humanidad merecen el mayor de los respetos.

Contra ese inmovilismo, millones de ciudadanos ordinarios de El Cairo, de Túnez y de Benghazi aceptaron luchar, a veces pagando con la vida, por la libertad de todos

Además, sea cual haya sido su resultado inmediato, no podemos deshacernos con un encogimiento de hombros de la Revolución egipcia, por citar sólo un ejemplo. Sí, las manifestaciones contra Mubarak se concluyeron con un golpe de Estado contra Mohamed Morsi, el presidente elegido democráticamente, y con una carnicería sin precedente en los anales —2.000 muertos— contra sus seguidores; y, en fin, cosa inédita, por más de mil condenas a la pena capital. Lo que no impide que la epopeya de Plaza Tahrir se haya depositado para siempre en la memoria colectiva del pueblo egipcio. Es allí donde, para él, se trazó, al menos en la época contemporánea, la línea de separación entre un antes y un después. Podemos incluso hablar, para cada individuo como también para toda una nación, de una nueva medida del tiempo en la tierra. Por lo que respecta a los demócratas tunecinos, también ellos pueden felicitarse de no haber perdido con el cambio a pesar de las amenazas e incertidumbres que pesan sobre su país y que bien nos recuerda el atentado del 28 de marzo pasado en el Museo del Bardo.

Habiendo dicho todo esto, ninguna precaución en el lenguaje es apropiada cuando llegamos al caso libio. Nunca podremos encontrar la mínima excusa para aquellos que han convertido Libia en un verdadero erial y un arsenal a cielo abierto. Si la Primavera árabe es hoy en día sinónimo de un desastre absoluto, es en gran medida por culpa del levantamiento de Benghazi un cierto 15 de febrero de 2011.

Después de haberse conformado con el Guía de la Jamahiriya durante décadas, e incluso haber estado a menudo en excelentes relaciones con él —entre dos enfados más o menos serios, es cierto— Occidente sufrió una obsesión anti-Gadafi tan súbita como espectacular. Pareció, durante esas semanas de caza al hombre, que de su desaparición física dependiese la suerte de todo el universo. Para alcanzar ese fin, era necesaria la cooperación activa de grupos armados dentro de Libia. Es en ese contexto en el que la pseudo-revolución de Benghazi, hecha de retazos mediáticos, pasó a estar dirigida totalmente por las potencias exteriores. Y cuando llegó el momento pasaron a la acción sin el menor reparo. En virtud de la razón del más fuerte, varios países occidentales lanzaron toneladas de bombas sobre Libia y la campaña de la OTAN se concluyó con el innoble asesinato del líder de la Jamahiriya en las calles de Sirte. Y todo eso se hizo —es esencial recordarlo aquí desde donde escribo, en Ginebra, ciudad internacional por excelencia— en flagrante violación de la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU.

¿Qué relación podía haber entre el levantamiento del pueblo libio contra Gadafi, bien comprensible, y ese diluvio de fuego? Ninguna, por decirlo en una palabra. Por lo que nos han explicado (sin reírse) Libia fue destruida por el bien de los libios. En suma, fue bombardeada salvajemente para poner fuera de combate a un dictador que estaba, según una frase repetida sin parar, «bombardeando a su propio pueblo». Hoy sabemos que la tesis de un Gadafi que practicaba su puntería contra los manifestantes era un cuento tan grosero como el de las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein. Pero, en virtud de lo que Chomsky llama la «doctrina de las buenas intenciones», Occidente siempre necesita una sólida coartada moral: si causa estragos lejos de sus tierras, nunca es por codicia sino para defender los más elevados valores humanos. La condena por no soportar la idea de ser igual a las demás naciones es que te pillen a menudo en la trampa de tus mentiras. Esta hipocresía no podrá, por lo tanto, hacer olvidar que Europa es, como escribía con sobriedad Césaire: «responsable ante la comunidad humana de la más alta pila de cadáveres de la historia».

La campaña libia fue una nueva ocasión para verificar que la propaganda, jugando con nuestras emociones más primarias, deja poco lugar a una evaluación crítica. Recordémoslo, pues. En ciertas grandes cadenas televisivas, el tono, que pretendía ser neutro, esto es, completamente independiente, escondía mal una odiosa febrilidad. Y como siempre ocurre en estos casos, hay trozos de frases pérfidas, lanzadas de paso, que han causado los mayores estragos. Así ocurrió con los famosos «mercenarios africanos de Gadafi». Expresión especialmente hiriente para nosotros los africanos, y que ni estando a los hechos ni a las cifras mantenía en pie su propia evidencia. Eso no era información, sino la pequeña música de fondo que la acompañaba, bien afinada con los estereotipos sobre los africanos, siempre listos para destriparse entre ellos o para servir de carne de cañón en las guerras de los demás. Dicho sea entre paréntesis, nunca le damos la atención que se merecen a esos discretos y criminales guiños del pasado al presente…

En un cierto sentido, era casi anecdótico que esa acusación fuese falsa o verdadera. Amnistía Internacional y Humans Rights Watch percibieron de modo inmediato su extrema gravedad y encargaron investigaciones en el terreno. Desmintieron formalmente la existencia de esos «mercenarios africanos». No importa: bajo el pretexto de combatir una supuesta quinta columna gadafista, los insurgentes libios torturaron y ejecutaron a pobres trabajadores migrantes que habían cometido, sobre todo, el crimen de ser negros. Esta pretendida «guardia negra» del dictador, su última defensa, era ideal para mostrar al mundo que sólo podían apoyar aún a Gadafi africanos, demasiado a menudo vistos como la escoria de la humanidad.

También ocurre que sólo se ha querido ver en la simpatía de África por Gadafi la lealtad a la mano que te da de comer. ¿Qué necesidad había de inventarse esos miles de cajas de Viagra distribuidas a los «brutos africanos» para que pudieran violar sin descanso mujeres árabes? Jamás olvidaré mi estupefacción ese día de mayo de 2011 cuando escuché a Luis Moreno Ocampo, entonces Procurador de la Corte Penal Internacional, declarar a la salida de una reunión en la sede de la ONU en Nueva York: «Sí, hemos sido informados de esa historia del Viagra, es una situación nueva, la violación como arma de guerra, y Gadafi tendrá que dar explicaciones sobre esto cuando llegue el momento». Era tan abyecto y grotesco que varios días más tarde Human Rights Investigation exigió la dimisión del juez argentino…

Cuando la denigración se basa en temores tan viejos, uno puede sentirse desarmado pero también puede sentir la urgencia de debatir con franqueza, entre personas razonables, sobre la imagen y la condición de los negros en las sociedades árabes. Si se trata de mal llamadas revoluciones, he ahí una importante, y no veo cómo se osa esperar de nosotros el mínimo respeto hacia campeones de la libertad tan abiertamente racistas.

La campaña libia fue una nueva ocasión para verificar que la propaganda, jugando con nuestras emociones más primarias, deja poco lugar a una evaluación crítica

Antes de que se llegase a esto, un cierto filósofo mediocre, parisino hasta la caricatura, había cogido de la mano al país que osará llamar más tarde, en La guerre sans l’aimer, «mi pobre pequeña Libia». En esa misma obra, se jacta sin pudor de ser obedecido a pies juntillas por los jefes de la insurrección, que pasea consigo de una capital a otra, del Elíseo a los palacios de Me Wade. Pero, siendo más ingenuo de lo que cree, no se da cuenta de que la mayor parte de sus interlocutores le toman el pelo, aprovechándose de su pueril vanidad para alcanzar sus objetivos. Una vez acabada la guerra, son ellos los nuevos amos de una Libia que se ha convertido a ojos de todos en el Estado más «vergonzoso» del planeta y que es descrita cada vez más a menudo como «el nuevo corazón de las tinieblas». Ese país es y seguirá siendo para siempre el símbolo de la perversión y el fracaso de la Primavera árabe.

Lo más exasperante es darse cuenta, con la perspectiva del tiempo, de que lo peor habría podido evitarse fácilmente. El régimen de Gadafi tardó tanto en hundirse que muchos mediadores tuvieron la ocasión de manifestarse después de varias semanas. Pero la mayor parte de las posibles situaciones de salida de la crisis fueron invalidadas por el simple hecho de que quienes las habían iniciado eran africanos. Así podemos comprobar la distancia abismal entre el deseo de los occidentales de acabar lo antes posible con Gadafi y el de los dirigentes africanos de encontrar a cualquier precio una solución negociada. Esto último tenía todas las posibilidades de ocurrir, puesto que en ese momento, Gadafi, completamente rodeado y hostigado, estaba dispuesto a cualquier compromiso. La misión de la Unión Africana, formada por los presidentes de Mali, Mauritania, Sudáfrica y Congo-Brazzaville, habría podido salvar Libia: fue torpedeada, ya que Occidente quería a Gadafi antes muerto que vivo. Además, sobre todo, no era necesario que los jefes de Estado del continente tuvieran nada que decir en esta historia. El autor de La guerre sans laimer cuenta con muchos detalles cómo, al negarle la mano al presidente Wade, ya casi senil, consiguió con brillantez que diese un brinco aquel a quien llama «el escudero africano de Gadafi».

Recordar todas las peripecias de ese fiasco es como retorcer el cuchillo en la herida. Tras dos meses de bombardeo aéreo de la OTAN, se contabilizaron 50.000 muertos y al menos 100.000 heridos. Este balance, difundido con generosidad en su momento por la prensa internacional, no llegaba de ningún grupo furiosamente anti-occidental sino de Abdelhakim Belhadj, comandante rebelde de Trípoli durante la insurrección. Eso nos dice lo fiable que es, e incluso susceptible de ser revisado al alza.

En África, numerosos intelectuales no cesaron en el momento de dar la voz de alarma. La ensayista Aminata Dramante Traoré y yo mismo lo hicimos. Por lo demás, recordamos más adelante nuestras advertencias en un intercambio de cartas publicado con el título de La gloria de los impostores. Cuando apareció el libro, en enero de 2014, el daño ya estaba hecho: toda la franja del Sahel había sido pasada a sangre y fuego y los ardores irredentistas se habían despertado en Mali, donde más tarde el norte del país escapará totalmente a la autoridad de Bamako. Venidos de Libia, armados hasta los dientes, individuos de otra era han impuesto su ley allí durante largos meses, saqueando los tesoros culturales de Tombuctú y encontrando en desvíos mínimos de la conducta el pretexto para amputar o lapidar hasta la muerte a inocentes.

Si, como oímos decir por aquí y por allá, la agresión de los occidentales contra Libia estaba motivada por las ganas de tomar el control de sus recursos naturales, es de ley reconocer que ahora mismo el petróleo libio se ha perdido para todo el mundo, empezando por los propios libios. Sirve sobre todo para financiar las actividades de milicias violentas dentro de la gigantesca incubadora del terrorismo mundial en la que se ha convertido ese país.

Eso no es todo, porque, como sabemos, la trágica situación del Mediterráneo, evocada al inicio de este texto, es también resultado directo del caos libio. Toca aquí subrayar que, al contrario de lo que afirma una opinión muy extendida, si los migrantes asumen tantos riesgos en el Mediterráneo, es menos para venir a abarrotar el Paraíso del Norte que para alejarse lo más rápido posible del Infierno de Libia. La fascinación por el Dorado europeo sigue siendo, naturalmente, su motivación principal, pero estaríamos equivocados si subestimamos su deseo de escapar a condiciones de vida abyectas y a una muerte lenta y segura a manos de los milicianos de Trípoli u otros lugares. Hace poco se lo explicaron a Jim Yardley, del New York Times, en palabras sin ambigüedad alguna, que nos permiten entender mejor eso que de lejos parece un absurdo suicidio colectivo.

Si los migrantes asumen tantos riesgos en el Mediterráneo, es menos para venir a abarrotar el Paraíso del Norte que para alejarse lo más rápido posible del Infierno de Libia

Hoy en día todos pagamos el precio de una ceguera que lleva a preguntarse si, en definitiva, no sobreestimamos a los amos del mundo. ¿Saben siempre lo que hacen? ¿Están siempre al menos tan bien informados como pensamos? Desde la primera guerra de Afganistán contra el comunismo, donde nació Al Qaeda, a las de Iraq, Libia y Siria, parece que han descubierto todos los secretos del arte de tirarse piedras sobre el propio tejado. Ni siquiera tenemos idea de cómo plantarnos en las costas de una pequeña Somalia de las de antaño. Durante este tiempo, jóvenes europeos han ido a engrosar las filas del Estado Islámico, dueño de un tercio de Iraq, mitad de Siria y pronto de Sirte, primer paso hacia la conquista de Libia. Seguramente no pasamos a fuego y sangre tantos países para llegar a este resultado.

El mínimo hubiera sido que los dirigentes occidentales que también han puesto en peligro a sus compatriotas rindieran cuentas. Ni hablar de ello. George Bush pasa días en paz en su rancho de Texas y Nicolas Sarkozy ha vuelto a pensar en el Elíseo mientras se afeita cada mañana. Sin duda, sus conciudadanos juzgan que esos asuntos de política extranjera están bien lejos, al fin, de sus problemas cotidianos. Torpe error. Si hay una lección que efectivamente haya que recordar de la Primavera árabe es que cualquier acontecimiento local puede afectar con potencia al resto del mundo. Siempre ha sido así, claro, pero en nuestros días el impacto es a la vez inmediato y potencialmente devastador. En interés de todos se debe identificar y estigmatizar a los que han puesto al mundo en un peligro tan grande. Pero ese deseo de una sencilla condena moral está llamado a ser vano porque, en el estado actual de la sociedad internacional, la impunidad sólo está prohibida para los dirigentes de los países pobres y, en primer lugar, hay que decirlo, los de nuestro continente africano.

Es tiempo de concluir.

Si recordamos bien, durante los levantamientos de Túnez, Egipto y Libia, los intelectuales del África subsahariana fueron a menudo interpelados con un tono de satisfacción burlona: «¿Y entonces cuándo se contagia al Sur?» O sea: «¿A qué esperáis para alzaros también vosotros contra vuestros dictadores?» Jamás supimos qué responder a esta pregunta que muestra hasta qué punto los clichés tardan en morir. Esa pregunta ignoraba los combates desarrollados al inicio de los años 90 en Libreville, Kinshasa, Yaoundé y otros lugares a favor del pluralismo y de las instituciones políticas fuertes. Las masas de El Cairo y Túnez habían formulado esa reivindicación con veinte años de retraso; era insensato invitarnos a nosotros a seguir su ejemplo.

No habiendo sabido analizar fríamente nuestra «primavera democrática», África del Norte cayó con rapidez en la misma trampa que nosotros, la del abandono de la soberanía. En este punto concreto, Benghazi sigue siendo un caso ejemplar: si los frutos de la revolución libia son así de amargos es porque, siendo una excrecencia artificial de la Primavera árabe, dejó bien pronto de ser un asunto de los libios para convertirse en el escenario de la última confrontación entre Occidente y un régimen a veces temido, a veces cortejado y a veces injuriado.

Si, de nuevo, sería excesivo ver en la Primavera árabe sólo un alboroto vano y ridículo, también podría ser que todos estos sobresaltos hayan servido sólo para hacer que los países árabes entrasen en vereda. Aquí hay buen material de reflexión sobre el arte de apoyarse en las aspiraciones de los pueblos para silenciarlas…

Nosotros conocemos esa canción desde la época de las «independencias». No es algo de hoy que nuestros Estados, con su nulo peso económico y, por tanto, con su nula influencia, estén como atrapados en unas arenas movedizas. El mínimo gesto para salir de un apuro les hunde más aún y nosotros mismos quedamos reducidos a ser los espectadores alelados de nuestra deriva. Eso se llama exactamente irse al infierno. Si nuestros ojos siguen pegados al horizonte, es menos para lanzarnos a su conquista que para esperar febrilmente una mano caritativa. Exhaustos, acabamos teniendo la impresión que nos la tienden. Una simple ilusión óptica: nunca está ahí cuando intentamos aferrarla. Y cuando se nos emplaza a elegir entre «la democracia» y «la dictadura», apenas osamos murmurar que no es probable que las cosas sean tan sencillas.

Cuando se nos emplaza a elegir entre «la democracia» y «la dictadura», apenas osamos murmurar que no es probable que las cosas sean tan sencillas

Todo empezará a cambiar quizás el día en que nuestros dirigentes comprendan que en la historia de las naciones nadie ha acudido jamás a socorrer a nadie. Hace poco Aminata Traoré revelaba en un hermoso texto dedicado a la tragedia mediterránea la ineptitud fundamental de Occidente para el diálogo. ¿Por qué plegarse a las órdenes de quienes sólo saben oír en los demás el eco de su propia voz?

En La aventura ambigua, una novela suntuosa y profética de Cheikh Hamidou Kane, el pueblo de los diallobé decide, después de una larga controversia, enviar a sus niños a «la escuela extranjera» porque, dicen, ha llegado el momento de ir a casa del conquistador para aprender allí «el arte de vencer sin tener razón». Y lo que acaba por entender Samba Diallo, el joven protagonista del libro, es que, justamente, si bien hay mucho que coger por todas partes, no hay nada que se pueda aprender en ningún lugar, y que cada nación, por pequeña que sea, debe estar lo bastante loca como para situarse en el centro del mundo y sentirse bien allí.

Al final, lo que está en juego con nuestra total autonomía de pensamiento y acción es nuestra propia supervivencia. Esto también vale para aquellos que a veces parecen haberse equivocado de primavera. Es fascinante ver hasta qué punto la lucha por las libertades del individuo, tan noble en sí misma, puede servir de palanca para esclavizar a toda una nación. Pero eso no es una fatalidad predestinada, como muestra bien el ejemplo latinoamericano. Que la vida tenga piernas largas también quiere decir que jamás hay que cansarse, en palabras de Césaire, de «volver a empezar el fin del mundo».

ILUSTRACIÓN DE CABECERA DE MARIO TRIGO