Seguir el rastro de Carolina Reymúndez por la Red debe parecerse un poco a fisgonear en su agenda: una continuidad de paisajes e impresiones que nos hacen descubrirla ayer en Mallorca, hoy en Indonesia y mañana, quizás, en los Andes —justo de aquella tierra y algunas de sus gentes trataba una de las magníficas crónicas que esta periodista argentina ha recogido en su libro El mejor trabajo del mundo (Südpol, 2013) y que Altaïr tuvo el orgullo de publicar recientemente.

Reymúndez trabajó durante diez años para La Nación y actualmente trabaja como freelance para diferentes medios, desplegando en sus textos, con engañosa sencillez, una narración precisa y delicada de ambientes y personajes. Nos encontramos con ella en el éter digital para charlar sobre la existencia del periodismo de viajes, por qué cuando viaja se le llena el cuerpo de ojos y cuál puede ser el papel de un cronista serio en un mundo dominado por el turismo.

Viajar para entender, sin esperar respuestas

¿No suena un poco pretencioso, así de entrada y en la cubierta del libro, presumir de que tienes el mejor trabajo del mundo?

—Más que presumir, tiene que ver con lo que dice la gente cuando le cuento de qué trabajo. Los que no me insultan, exclaman: «Pero… ¡Vos tenés el mejor trabajo del mundo!» Es un título y está lleno de matices, para conocerlos hay que entrar en el libro.

Tú, que además de ser cronista das clases de crónica y periodismo viajero… ¿Qué me dirías si te planteo que eso del so called «periodismo de viajes» no existe?

—Te diría que entiendo el punto y, también, que no puedo ser así de tajante porque lo practico desde hace muchos años. Soy periodista y escribo de viajes. Cuando empecé en esto, los suplementos recién arrancaban y no eran muy distintos de un folleto promocional. En general no se viajaba para escribir de un lugar. Todavía no había Internet y se escribía con una enciclopedia al lado. Creo que hubo algunos años de estancamiento, pero de un tiempo a esta parte los veo mejor. Se descubren menos «paraísos» y se abordan los destinos desde un lugar distinto al folleto donde todo es hermoso y fantástico, con un foco, la mirada atenta y a través de una historia.

De un tiempo a esta parte veo al periodismo de viajes mejor. Se descubren menos «paraísos» y se abordan los destinos desde un lugar distinto al folleto

De todas formas, habría que decir que muchos, probablemente la mayoría de los destinos sobre los que se escribe en suplementos y revistas, son a partir de viajes de prensa que responden a invitaciones de países en el mejor de los casos y hoteles en el peor, donde la agenda es muy ajustada y el tiempo suele estar controlado, hora por hora. Partiendo de esa base, me parece que después de un comienzo errático y gracias a la curiosidad y el reporteo de muchos periodistas, el periodismo de viajes existe. El panorama sería sin dudas más interesante si los viajes se generaran a partir de los medios.

«Viajar es sólo una herramienta, una máquina perfecta para hacerse preguntas». Es lo que decimos con Pep Bernadas, nuestro editor de Altaïr. Hoy, en un mundo y con unos medios demasiado acostumbrados a buscar respuestas, ¿viajas para buscar preguntas o respuestas?

—Viajo para ver, para escuchar, para estar en movimiento. Viajo para saber cómo son las costumbres en otras partes, en qué cree la gente, a qué juega, qué come, cómo se viste, qué le preocupa, de qué se ríe. Viajo para entender. Las preguntas vienen solas, siempre. Las respuestas, a veces, quizás.

La nueva crónica viajera

La globalización y la sociedad red han generado unas formas de viajar y de conocer que nos obligan a contar desde otros puntos de vista y con otra motivación muy diferente de la clásica y casi obsoleta de «descubrir». ¿Cómo te planteas tu trabajo en ese sentido?

—Es un punto fundamental. Hace unos meses leí una nota sobre Colonia, la ciudad uruguaya que está frente a Buenos Aires.  Hablaba de perderse por las callecitas del casco antiguo y enumeraba los monumentos para visitar. En el artículo no había ningún indicio de la época, era lo más parecido a una nota en sepia, una nota muerta que podía haber sido escrita hace treinta años.

No podemos olvidarnos de que escribimos para un lector informado, que puede chequear qué puntos visitar en su celular y bajarse una app con los restaurantes más cercanos a su hotel. Me parece que el desafío del periodista de viajes hoy pasa por mostrar cómo late un lugar. Los datos tienen que estar, pero mejor si es en un recuadro aparte.

El desafío del periodista de viajes hoy pasa por mostrar cómo late un lugar

En este sentido, este no es, para nada, un debate nuevo: Tristes t(r)ópicos. En 1955 el antropólogo francés Levi-Strauss ya nos avisó de ello. En una lectura atenta de su clásico se descubren las pistas: «el viaje ha terminado»; ya no quedaban «lugares no transitados»; ya «no eran posibles encuentros con el Otro»; «la aventura» ya no era «un lugar deseado» y pasaba a convertirse en una «servidumbre narrativa». El viaje —como se había concebido hasta entonces en la cultura occidental— moría, al menos, hace 59 años, pero, entonces: ¿qué nos quedó a los que llegaríamos después de él?

—Ese viaje ha muerto pero nació otro. El encuentro con el Otro ha cambiado. Ya no hay aborígenes con plumas, pero sigue habiendo Otro. Hoy está todo mezclado y eso es una característica del viaje que nos toca. Creo que lo interesante de esta época es que sean lugares transitados; ahí hay algo para contar, ahí hay historias de vida y de multiculturalismo y de lo que uno quiera.

Recién llego de la isla de Bali, en Indonesia. Es un lugar muy turístico, y después de la película de Julia Roberts Comer, rezar, amar, mucho más.  Se lo ha llamado paraíso o pequeño paraíso un millón de veces. En las calles principales hay turistas, negocios, restaurantes, pero más atrás, entre los campos de arroz y la selva, hay gente que decidió cambiar de vida y se fue de Europa o América a vivir a Bali. La holandesa que guía constelaciones familiares en su casa o la italiana que enseña yoga intuitiva o la colombiana de veinte años que hace un voluntariado enseñando inglés en una escuela balinesa también son el Otro y sus historias interactúan con la del lugar.

El encuentro con el Otro ha cambiado. Ya no hay aborígenes con plumas, pero sigue habiendo Otro. Hoy está todo mezclado y eso es una característica del viaje que nos toca

Siguiendo lo anterior… ¿Crees que en las crónicas de viajes lo importante ya no es el destino, sino la mirada del cronista que sabe encontrar un asunto/idea clave y desde ahí recuperar un territorio y reconstruir un espacio? ¿Cómo construyes tu trabajo en este sentido?

—Me gusta la idea de recuperar un territorio a través de la mirada. Una mirada que se funda durante el viaje, con las primeras impresiones y la experiencia, y también a la vuelta, a partir de la reflexión.

Hace unos meses hice un viaje a Chilecito, en La Rioja, una provincia del noroeste argentino. Era un viaje de prensa y debido al mal tiempo no pudimos ir adonde estaba planificado: la Quebrada de los Cóndores. Entonces, los organizadores hacían planes de último minuto, y nada sonaba demasiado prometedor hasta que encontré la historia de la mina La Mejicana, una mina de oro que funcionó en el siglo pasado y que en su momento, cuando se inauguró, tuvo un cablecarril de 35 kilómetros que llegaba hasta los 4.600 metros de altura. Allá por 1905 era uno de los más largos y altos del mundo.

Durante años el Estado argentino mantuvo las estaciones del cable aunque la mina ya no funcionaba. Hasta que lo abandonó y los hierros retorcidos y oxidados quedaron en la Puna. Al abrigo del viento y el olvido. Como un monumento o una instalación artística.

Estando ahí me di cuenta de que la vida de mucha gente de ese lugar había girado —ayer y hoy— en torno de la construcción del cable y de la mina de oro. En la actualidad el paseo mejor rankeado es subir a la mina en 4×4. Cuando uno está alerta y conectado con el lugar, la nota aparece y se expresa y ya no te suelta. Entonces me enteré de que todavía vivían dos trabajadores que habían sido los últimos «recorredores» de la mina, estación por estación, a lomo de mula, desde los mil metros hasta casi cinco mil. Entonces, fui a la casa de don Quintero, que me esperó debajo de la parra, recién bañado y peinado, con noventa años y una pila de recuerdos. Esa fue la punta que encontré para desarrollar una historia.

¿Toda crónica viajera es, en gran medida, una ficción basada en hechos reales?

—Si, porque edificamos a partir de un recorte arbitrario de la realidad, la nuestra y la del lugar. No es lo mismo si vamos en invierno o en verano, si llegamos un día de sol radiante o si nos tocan cuatro de lluvia. Cambia la película si nosotros estamos atravesando un duelo o si nos acaban de ascender en el trabajo; si vamos en un viaje de prensa o solos. Todo eso cuenta para establecer un mundo —imaginario en el sentido de corte de la realidad— sobre el que sentamos las bases para escribir.

¿Qué crees que busca el lector actual —también viajado, globalizado, leído y visualizado— en una crónica viajera? ¿Mucho más que un itinerario de espacios maravillosos, lugares sorprendentes, museos que visitar y locales donde disfrutar?

—Creo que hay distintos tipos de lectores, pero cuando escribo me imagino un lector inteligente, curioso e interesado en las costumbres, alguien sensible y con ánimo de seguir al cronista y abrir la puerta para salir a pasear.

En su blog, Viajes libres, Reymúndez cataloga las camas de hotel que la acogen durante sus viajes. El resultado: Camas de hotel.

Ese «yo» que va contando el mundo

A veces, con independencia de la fortuna literaria, los narradores de viaje parecen hacer su trabajo sin el menor interés por los personajes con los que comparten la vida —incluso sin hablar de ellos o con ellos—. También resulta difícil liberar o separar de ese ego a los sentimientos y emociones que busca ese lector sensible y curioso del que hablabas. ¿Cómo te previenes contra ese narcisismo clásico que siempre está al acecho?

—Con un machete afilado. Una vez escrito el texto, vuelvo a la mañana siguiente con un machete como el que usan los hombres en los campos de arroz para cortar las malezas que rodean a la planta y entorpecen el desarrollo. Vuelvo con mirada de águila y el ánimo del joven Manos de Tijera, y podo. Lo primero que salta a la vista son los «yoismos», los posesivos. Machete y decisión, así me prevengo.

Además, escribo la mayoría de mis crónicas en primera persona, pero antes de eso escribí cientas, quizás mil, en tercera. Ese ejercicio previo fue vital para encontrar una voz con la que me sienta cómoda. La propia voz.

Con respecto a los sentimientos… Ojalá pudiéramos convertir lo que podamos sentir en un lugar en un humor desde el cual escribir, un tono que trascienda lo particular.

Cuando fui a Auschwitz «yo» me angustié y «yo» lloré y ese día «yo» me fui a dormir sin comer. Al escribir la nota no voy a contar ese diario privado, pero sí voy a usar ese estado de desolación para contar sobre el turismo del dolor.

Al hilo de esto… ¿Cómo describir paisajes, situaciones o sentimientos que superan nuestro entendimiento? Es una situación que se le presenta muy a menudo a un cronista viajero cuando narra, junto con otra, que es la de la pura experiencia. ¿Cómo habla el cronista viajero de aquello que no se puede contar? Lugares con sufrimientos insufribles, hambres que no padece, mitos que no conoce, ideas o costumbres que no entiende…

—Primero: honestidad. Vale decir que algo supera nuestro entendimiento. La otra vez leí la historia de Wallace cuando llegó a Australia y le preguntó a un aborigen qué era ese animal y el aborigen respondió kangaroo, que quería decir «no entiendo», y ya conocemos el resto. Segundo: más importante que entender es transmitir. Como dice Kapuscinski en un texto que habla sobre Herodoto, somos transmisores de una cultura a otra, «a fin de que mutuamente se comprendan mejor y por lo tanto se sientan más cercanas».

Primero: honestidad. Vale decir que algo supera nuestro entendimiento. Segundo: más importante que entender es transmitir

Creo que aquí tendríamos que hacer una distinción entre las crónicas que aparecen en diarios y revistas, donde no se habla ni de sufrimiento ni de hambre, porque están en la sección Turismo y no en Internacionales, y los textos que se podrían publicar en AltaïrEtiqueta Negra o en National Geographic, donde sí es posible hacer crónicas de largo aliento y estudiar sobre esos mitos y costumbres hasta entenderlos y escribir sobre ellos. Eso lo enmarcaría dentro de la escritura de viajes, en inglés, travel writing.

El turismo —una impresionante y poderosa industria global— aparece hoy vendido como «experiencia», muy en la línea de lo que ya plantearon hace años estudiosos como Jensen (Dream Society, 1999) o Cohen (Principales tendencias del turismo contemporáneo, UCM, 2005). En este sentido, ¿crees que, de alguna manera, el boom de la crónica viajera participa del hecho de «vender» experiencias personalizadas y únicas con sus relatos? ¿Hasta qué punto se ha visto potenciado por ese marketing de customer experience que desarrolla destinos y narraciones a partir de los intereses de la industria del turismo?

—Hace poco, un gerente de una compañía de hoteles me dijo: «Ya no vendo camas, ahora vendo experiencias». Después me vino a la memoria el premio de relatos de viaje de los hoteles Eurostar. El que gana se imprime y queda en la mesa de luz, en lugar de la Biblia. También Renfe tiene un concurso y este año la Fundación Nuevo Periodismo lanzó un Premio de Crónicas de Viaje. Pero creo que esa influencia es mínima. El boom de cronistas viajeros y de los bloggers, en todo caso, está apoyado por los viajeros, que buscan experiencias personales, aunque sean de otros, para que la suya salga lo mejor posible.

La crónica es una piedra facetada

Llegar a los lectores es fruto siempre de algo parecido a una gran intuición (que no todos los humanos tenemos) sumada a una gran capacidad de observación y entrenamiento. Mirar, «con la concentración necesaria para prestar atención», como dice John Berger, no es un acto natural y se debe entrenar. Y también se puede entrenar el cómo ese «prestar atención» se transforma en «conocimiento y comprensión» (también siguiendo a Berger). ¿Cuál es tu método de entrenamiento para «mirar», «ver», «prestar atención» y «comprender» para contar?

—Entro en el modo «viaje» y el cuerpo entero se me llena de ojos, como esa niña que aparece en La melancólica muerte del Niño Ostra, el libro de Tim Burton. Hablo con la gente, pregunto, escucho lo que pasa afuera y también cómo repercuten las imágenes y sonidos en mi caja de resonancia.

Después de unos días en Bali me di cuenta de que la mayoría de la gente con la que hablaba se llama llamaba Wayan o Putu. Me contaron que a los primeros hijos, independientemente del sexo, les ponen alguno de esos dos nombres. Casualmente, uno de los hombres que conocí en el viaje había sido padre hace poco y me contó cómo eran los festejos, que se hacen a los doce y a los cuarenta y dos días, a los tres y a los siete meses. Presa de mi cultura, le pregunté por los regalos y me respondió negando con la cabeza: «No, nuestra cultura no es de regalos. Los invitados traen ofrendas de flores, encendemos sahumerios». Y seguimos hablando del Tri Hita Karana, la filosofía de vida de los habitantes de Bali, que se apoya en tres principios: armonía con la gente, armonía con dios y armonía con la naturaleza.

Deberíamos poder hablar de la filosofía de vida del lugar. O de los cuatro tipos de berenjenas que hay en el mercado… Todas esas facetas son ejes a través de los cuales mostrar un lugar

Cuando uno llega de viaje trae el destino en una piedra facetada. Deberíamos poder hablar de la filosofía de vida del lugar. O de los cuatro tipos de berenjenas que hay en el mercado o del olor del durian o de las ofrendas en canastitas trenzadas de hojas tiernas de palma o del príncipe Arjuna. Todas esas facetas son ejes a través de los cuales mostrar/contar un lugar.

Siguiendo al escritor italiano Claudio Magris, viajar para contarlo se ha convertido hoy en algo así como un «plasmar, mediante fragmentos y episodios, la suspensión del tiempo del itinerario» anclado en una experiencia creativa ajena al propio viaje. Así, los lugares y las personas solo son «etapas, pausas fugaces en un pasar por el mundo». A ese relato se le suma el movimiento del itinerario para que el viaje de contar historias quede definido hoy como una «forma de atravesar el mundo y la vida haciendo experiencia». ¿Cómo definirías tu manera de «atravesar el mundo haciendo experiencia»?

—Escribo esta respuesta en una escala en el aeropuerto de Dubai, literalmente en tránsito. Estoy esperando que amanezca para tomar un taxi a la ciudad. Vengo de pasar varios días con vistas a los campos de arroz, rodeada de gente agradecida a la vida, que cree en dioses de muchos brazos y pone en las rotondas estatuas de princesas con los pelos al viento. Y me bajo unos días en una ciudad con rascacielos, aire acondicionado y pisos cincuenta, donde el calor te golpea y hay gente de todos los países que viene unos años a hacer plata y se va. Ayer participé de una sesión de constelaciones familiares y fui madre, hija no nacida y sombra, y hoy camino por el Burj Al Arab, un hotel con mil novecientos metros cuadrados de oro de 24 quilates. El tránsito y la experiencia visual describen figura y fondo, cruzan fronteras anímicas y tangibles, internas y externas.

Ya que nombraste a Magris, me gustaría agregar un concepto que toma de Marisa Madieri y usa en El infinito viajar, el de «tiempo cuajado»:

«Nosotros somos tiempo cuajado, dijo en cierta ocasión Marisa Madieri. Y no sólo cada individuo, también cada lugar es tiempo cuajado, tiempo múltiple. Un lugar no es sólo su presente, sino también ese laberinto de tiempos y épocas diferentes que se entrecruzan en un paisaje y lo constituyen; así como pliegues, arrugas, expresiones excavadas por la felicidad o la melancolía, no sólo marcan un rostro sino que son el rostro de esa persona, que nunca tiene sólo la edad o el estado de ánimo de aquel momento, sino el conjunto de todas las edades y todos los estados de ánimo de su vida. Paisaje como rostro, el hombre en el paisaje como la ola en el mar».

El tránsito y la experiencia visual describen figura y fondo, cruzan fronteras anímicas y tangibles, internas y externas

El otro día publicamos un artículo en el que un editor de libros de viaje comentaba de manera crítica: «Hay demasiados libros de viajes escritos para el lector, todos iguales. Están llenos de comidas, pensiones, paisajes, descripciones, episodios históricos contados más o menos siempre del mismo modo… y muchos los firman, además, autores de una determinada clase social. Con los jurados del premio discutíamos sobre qué era literatura de viajes y les transmití que el propósito era publicar libros que pudieran leerse dentro de cincuenta años». Por cerrar donde empezamos, ¿crees que tu libro sobrevivirá al paso del tiempo y se podrá leer dentro de 50 años?

—En una buena parte de mi libro busco un viejo cassette con una entrevista al escritor y viajero Paul Bowles. Dentro de cincuenta años solo unos pocos entenderán qué es un cassette sin googlearlo. El mejor trabajo del mundo sería un libro para nostálgicos de la utopía, para gente que disfrute imaginándose algo que ya no podrá vivir.