QUINTA CRÓNICA DE UNA SERIE EXCLUSIVA DE MARTÍN CAPARRÓS PARA ALTAÏR MAGAZINE, QUE NOS MUESTRA CADA SEMANA LAS FOTOGRAFÍAS QUE REALIZÓ EN EL PROCESO DE INVESTIGACIÓN PARA SU ENSAYO EL HAMBRE.


Daca es una ciudad modelo: la que sintetiza cómo y por qué la forma ciudad ha fracasado. Hace sesenta años, Daca era una pequeña capital de provincias con medio millón de habitantes; ahora es 30 o 40 veces más grande, amontona muchos millones sin casas ni calles ni transportes ni espacios ni cloacas suficientes. Y siguen llegando: todos los días aparecen en Daca miles de personas que creen que acá van a vivir mejor que en sus aldeas —o que un día se despertaron para ver que su aldea había quedado bajo el agua, o que su media hectárea de tierra era del prestamista, o que ya no les alcanzaba para dar de comer a sus seis hijos—.

Decir muchos millones —de habitantes— parece un descuido; no es mío. Nadie sabe cuántos habitantes tiene la ciudad, pero no es nada personal: tampoco saben cuántos tiene el país. En Daca pueden ser, dicen, 16, 18 millones. O quizá 22.

—El problema es el agua.

Dice Amena, como si yo tuviera que saber de qué está hablando. Yo no sé, se lo digo.

—Los días en que no puedo comprar agua. Yo a mis hijos les daba el agua que encontraba, pero se me enfermaban demasiado. Los doctores me dijeron que era por el agua, que tenía que darles agua comprada. Está bien, es verdad. El problema es que muchos días yo no tengo para comprarles agua.

En Daca, como en tantas ciudades, el agua que los pobres deben comprarle al aguatero que pasa con un carro cuesta mucho más —cuatro, cinco veces más— que el agua corriente de los que tienen agua corriente.

—O si les compro agua no les doy de comer. ¿Entonces qué hago? Dígame, señor: ¿Qué hago?

A primera vista uno diría —yo diría— que ser pobre es tener menos opciones: no poder elegir. Y en cambio ser pobre es elegir todo el tiempo: si comer o beber, si una ropa o un techo, si malvivir o malvivir. Ser pobre es, también, esa sensación de incompletud perpetua: que uno sólo puede conseguir una pequeñísima parte de lo que cree que debería, de lo que necesita. Todo el esfuerzo de los publicitarios, de los marketineros, de los grandes vendedores de los países ricos consiste en reproducir entre sus consumidores esa sensación: que el mundo está lleno de cosas que uno quiere y todavía no tiene. Transformar a los ricos en pobres a los que siempre les falta algo más.

—Cuando no como me siento mal, de verdad mal. Tengo como un dolor en el pecho y me mareo. No puedo quedarme parada, así que me recuesto con mis chicos, trato de que no lloren. Pero no tengo nada que hacer, mi destino es éste. Así que tengo que aceptarlo, pero no sé cuánto voy a poder sobrevivir así.

—¿Y qué querría?

Ser pobre es, también, esa sensación de incompletud perpetua: que uno sólo puede conseguir una pequeñísima parte de lo que cree que debería

—Tener comida, bastante comida. Me siento muy mal cuando veo personas que tienen mucha comida y la desperdician. A esos sí los odio. Alguien tendría que rebelarse contra los que desperdician comida, pero para rebelarse hay que tener fuerza. Yo creo que si tuviera plata tendría más fuerza y podría rebelarme. Y de verdad me rebelaría contra esa gente que desperdicia comida, la castigaría.

—Pero si tuviera dinero y esa fuerza sería una de ellos, no una rebelde.

—No, yo nunca sería como ellos, aunque fuera rica, porque siempre me voy a acordar de cómo es quedarse con hambre, no tener comida.

—¿Está segura?

—Sí, creo que sí, que estoy segura. Creo.