La abuela Candelaria podría ser perfectamente la mujer más anciana de toda la Amazonia de Bolivia pero, sin ningún registro o cartilla de nacimiento disponible, es imposible verificar su edad. Pertenece al grupo indígena tsimane’, una sociedad de cazadores y recolectores con la que llevamos más de quince años trabajando. Como siempre, nos espera sentada en su estera de hojas de caña, con las piernas cruzadas en armónica simetría, la espalda erguida pese a su avanzada edad y ese posado solemne que tan sólo los ancianos más sabios saben mantener. Su mirada, dirigida al azul grisáceo de un cielo todavía dormido, esboza el rictus de una sonrisa al vernos llegar por el camino que discurre junto al río. No son ni las seis y media de la mañana: la mejor hora para hacer nuestras entrevistas, justo antes de que la gente salga a hacer sus actividades cotidianas, como pescar, cazar o recolectar frutos silvestres.

Siendo la matriarca del clan dominante, además de la comadrona que ha asistido a todos y cada uno de los partos de la comunidad, ya debe saber que esta semana venimos a preguntarle por plantas medicinales y remedios tradicionales, algo de lo que con toda probabilidad tiene mucho que decir. En realidad, la abuela Candelaria está particularmente jovial esta mañana. Con el tiempo que hace que nos conocemos, podemos presentir sus ganas de responder a nuestra curiosidad de antropólogos y su genuina predisposición a abrirnos las puertas de su mundo. El pronóstico de la entrevista resulta favorable: es de esperar que no haya ni una sola planta que se resista a su inagotable conocimiento, ni un solo remedio que no haya utilizado a lo largo de su vida. Como buena guardiana de conocimientos ancestrales, se sentirá secretamente orgullosamente de ello, a juzgar por cómo alzará su barbilla sin darse cuenta y por la enfática caída de párpados con la que asentirá cada vez que le preguntemos por una nueva planta, remedio o infusión…

 

ASENTAMIENTOS

Los tsimane’ vivieron relativamente aislados hasta la segunda mitad del siglo XX, aunque los primeros encuentros documentados datan del tiempo de la colonia española. Durante el siglo XVII, los tsimane’ abandonaron sus asentamientos ancestrales para evitar el roce con los europeos y se desplazaron a vivir a zonas más aisladas, como las nacientes del río Maniqui, donde se hallan hoy en día.

 

Ha amanecido con neblina y la bruma se alza majestuosamente por encima del río, como en una acuarela. Entre los vapores misteriosos de la selva amazónica, destiñendo los primeros albores del día, emerge el pálido reflejo de una pequeña canoa que surca la quietud de las aguas. Dionicio, uno de los siete hijos de Candelaria, viene a visitarla, quebrando la neblina con la estela de su paso. Su hija ha caído enferma de la noche al día y Dionicio viene a ver a su madre en busca de consejo. En una película hollywoodiense de tribus e indios, la anciana nos sorprendería a todos con un truco magistral: se levantaría pomposamente y sacaría de algún escondrijo un remedio tan sagrado como infalible. Tal vez desenterraría algún hueso milagroso, invocaría a los espíritus del bosque o mezclaría sangre de loro y piel de rana en una pócima ancestral. Sin embargo, no es esta la escena que nos ocupa. Esta vez la anciana Candelaria no dispone de ningún comodín escondido bajo la estera. Ni grandes aspavientos ni ritos ceremoniosos. Contra todo pronóstico, Candelaria y Dionicio se enzarzan en un ruidoso debate sobre el mejor pinidye’ (palabra tsimane’ que designa un remedio o medicina) para su hija:

—¿Arara’? ¡Cómo vas a curarla con eso! —exclama la anciana, con incredulidad—. ¡No sanará en años! ¡Tienes que buscarchura’!

—¡Pero si ya no queda! Desde que entraron los madereros, ya no queda chura´ en la Serranía —rebate su hijo a la defensiva—. ¡Todos los árboles se llevaron!

—Ah, ya hace tiempo que no subo por la Serranía… Antes, harta chura’ había —dice Candelaria con tristeza—. ¿Qué tal si pruebas con shepi’?

—No tenemos shepi’. Ceferina lo plantó junto a la casa, pero las lluvias lo fregaron.

—Bajo los árboles hay que plantarlo… Si le da mucho sol, se muere —añade Candelaria con aire preocupado—.

—¿Y dónde puedo encontrarlo? Del lado de la Serranía ya no se ve mucho…

—Cerca del arroyo hay —contesta la anciana con rapidez—. Tienes que tomar el sendero de la banda del río y subir hacia el monte. Al cruzar el arroyo Tonyasche’ lo encontrarás.

—¿En la orilla del arroyo?

—Sí, hay un manchón bastante grande. Está bastante lejos, yo ya casi no alcanzo a ir… —comenta Candelaria con pesar—. Trae una planta entera y la plantaré junto a la casa, a ver si esta vez crece…

LA PESCA

Las familias tsimane’ se suelen asentar en lugares donde pueden acceder a la pesca para el consumo del hogar. Los ríos, las lagunas y orillas de riachuelos son algunos de los lugares preferidos para establecerse temporalmente.

En la creencia tsimane’ hay dioses importantes que cuidan de los peces. Uno es el I’dojore’, que provee a los tsimane’ de pescado, y el otro es O’pito’, que puede castigar a las personas si no obedecen ciertas pautas culturales.

 

 

Debaten y se riñen mutuamente, contrastan información, se hacen preguntas y juntos van construyendo la receta perfecta para la hija de Dionicio: el medicamento, su dosis, su preparación e incluso la forma de administrarlo.

—¿Y cómo vas a preparar el remedio? —vuelve a preguntar la anciana—.

—En infusión: un puñado de hojas y mezclado con guaba —responde Dionicio—.

—Mejor que lo tome en la mañana —advierte la abuela Candelaria—. Nunca en la noche, pues se podría ahogar…

Al contario de la idea perpetuada por trasnochados discursos anclados en el colonialismo científico más rancio, los ancianos amazónicos no son ni un mero sumidero de conocimientos condenados a atrincherarse en el olvido, ni bibliotecas cerradas a cal y canto. Si bien es cierto que hay algunos conocimientos particulares que pueden estar restringidos a expertos locales —muchos de ellos ancianos—, la gran mayoría de los saberes indígenas son conocimientos vivos, dinámicos y al alcance de todos. En las sociedades indígenas, el conocimiento se comparte, se debate, se perfecciona y se mejora para el beneficio de toda la comunidad. Y es precisamente ahí donde está el verdadero tesoro de los conocimientos indígenas: no en las pócimas secretas ni en las plantas exóticas utilizadas, sino en el hecho de compartir y transmitir estos saberes ancestrales. Es ahí también donde estriba la verdadera naturaleza adaptativa de la cultura, la estrategia que ha permitido a las sociedades humanas adaptarse a medios tan extremos como los bosques amazónicos o los hielos polares.

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En las sociedades indígenas el conocimiento se comparte y se mejora para el beneficio de toda la comunidad

En este contexto, uno no puede evitar pensar en la supuesta sociedad del conocimiento que pregona la Europa del siglo XXI con sus proyectos de ciencia «por y para las personas». En efecto, las sociedades occidentales cada vez se estructuran más en torno a la generación, transferencia y circulación de conocimiento. Sin embargo, de un modo paradójico, todavía conceptualizamos el conocimiento como un bien privado: desarrollamos derechos de propiedad intelectual que protegen la innovación individual o corporativa, restringimos la circulación de conocimiento mediante grandes firmas editoriales y patentes, y delegamos la producción del conocimiento a científicos expertos, quienes muchas veces fallan a la hora de comunicar su conocimiento a la sociedad. El estudio de los saberes locales de pueblos indígenas como los tsimane’ nos enseña que, más allá de la existencia de medicinas o plantas exóticas, hay formas alternativas y mucho más eficaces de gestionar el conocimiento. Es por ello que las dinámicas que promueven la circulación y coproducción de conocimiento deberían ser no sólo protegidas, sino revalorizadas y ampliamente fomentadas para beneficio y provecho de toda la sociedad.