«Soy lo que me dijeron que no pensara, que no dijera, no soñara, no me atreviera. Soy lo que me dijeron que no fuera». Así se describe Joumana Haddad en Yo maté a Sherezade. Como mujer, como árabe, como poeta, como periodista, como escritora, como traductora, como editora, su actitud ha sido siempre la desobediencia. La fórmula ha funcionado.

«Escribo para odiar más la realidad», sonríe muy seria Joumana detrás de su escritorio. Su realidad es la de una mujer árabe que siempre está pensando, como piensan todos los libaneses, en un plan B para salir del país en caso de que estalle otra guerra. Desde su despacho acristalado de la quinta planta del periódico An Nahar, con vistas a la plaza de los Mártires —un aparcamiento hostil rodeado de grúas y edificios en obras— Beirut no parece un lugar tan monstruoso, pero ella no se deja engañar por los espejismos: odia su país y odia su ciudad natal, porque para la gente de su generación (nacida en los 70) Beirut no existió nunca: la guerra estalló cuando tenía cinco años y lo que su madre confundió con la celebración de una boda fue el inicio de un conflicto de 15 años que para Joumana «no ha terminado todavía». Pasó la infancia y primera adolescencia sin salir de su barrio cristiano, encerrada en la librería paterna leyendo con la furia del encarcelado todos los clásicos que se le ponían a tiro. No pisó el oeste musulmán hasta que tenía 17 años y para entonces ya era demasiado tarde: el Beirut de postguerra no era como la ciudad que habían conocido, y tal vez idealizado, sus padres; la nueva Beirut es una mezcla de división sectaria, pelotazos inmobiliarios y destrucción del patrimonio.

De la guerra le queda el miedo a los fuegos artificiales y la imposibilidad física, visceral, de sentir algún tipo de complicidad con su país. «Líbano es un juego de marionetas de todos los poderes extranjeros. Y ahora, la guerra de Siria, el Estado Islámico, la lucha entre suníes y chiíes… Vives siempre pensando en que estallará otra guerra. Cuando mis alumnos de la universidad me preguntan si deben quedarse o marcharse, yo les respondo con honestidad, y les digo lo mismo que les he dicho a mis hijos: “iros del país”». Sólo sus hijos la retienen aquí, y cuando el pequeño tenga su vida encaminada, ella sueña con «trabajar menos y vivir más», viajar dos años por el mundo antes de vivir el resto de su vida en Cartagena de Indias, un lugar que le transmite «una energía tan poderosa como inexplicable», dice buscando lentamente las palabras: «Esa es mi tierra, no tengo ni idea por qué. No es la fascinación de lo diferente, he viajado por otros sitios más extraños. Es una sensación de ligereza. Vivir allí es un sueño, pero lo conseguiré. Cuando tenía once años, todas las noches imaginaba despierta cómo sería mi vida en el futuro. La razón, el miedo y el escepticismo me decían que podría gozar de esos deseos. Mi vida ha superado todas mis expectativas».

Joumana habla un español casi perfecto y termina las frases con acento italiano, un idioma que también domina, como el francés, el inglés, el armenio y, por supuesto, su idioma materno: el árabe. Viste pantalones ajustados y blusa negra de manga corta, pulseras en la muñeca, sonrisa constante y su reconocible melena rizada. Me pide permiso para liarse un cigarro de Golden Virginia que se prepara muy despacio y se fuma aun más despacio a caladas lentas que se prolongan durante media entrevista. El despacho luce impecable: hasta las pilas de libros parecen ordenadas. Es el decorado de una rebelde meticulosa: si hay que odiar la realidad, es más eficaz ordenarla antes de disparar. Joumana odia el machismo, el victimismo árabe, el paternalismo occidental, el poder opresor de todas las religiones de su país que sólo se ponen de acuerdo en anular la libertad individual y criminalizar el hedonismo, el relativismo cultural que lleva a algunas feministas occidentales a defender el velo islámico frente a los derechos humanos universales.

El debate sobre la muerte de la literatura es un capricho sofisticado de Occidente: los libros, la palabra escrita, todavía son dinamita en algunas partes del mundo. Sus libros (Superman es árabe y Yo maté a Sherezade) están prohibidos en gran parte del mundo árabe. Me cuenta varias historias de sus lectores: «Encuentra todos los ejemplares deSuperman es árabe y destrúyelos», ordenó el supervisor de una universidad de Yemen a uno de sus empleados. Este, picado por la curiosidad, no sólo no los destruyó sino que se los llevó a casa y los leyó. Luego le escribió una carta a Joumana: «Tengo tres hijas y sueño para ellas un mundo como el que tu sueñas». De Arabia Saudí le escribió una lectora furtiva: tenía tanto miedo de que su familia le sorprendiera leyendo su libro que esperaba a que no hubiera nadie en casa para meterse debajo de las sábanas a leer con una linterna. «A veces lloro leyendo las cartas de mis lectores.»

A medida que sus libros se han ido traduciendo a otros idiomas, el público de Joumana ha desbordado los límites del mundo árabe. Dice que la lectoras españolas y latinoamericanas se sienten identificadas con sus libros porque sus países también son muy machistas. Con ellas busca la complicidad. Con el público de los países nórdicos busca la sorpresa: «De una mujer árabe siempre se tiene una imagen sumisa: me gustashockear».

Cuando una periodista europea le dijo, a modo de elogio, que en Occidente la gente no se imaginaba que hubiera mujeres árabes liberadas como ella, Joumana replicó irritada: «No soy excepcional, hay muchas mujeres como yo en el mundo árabe. Si tú no sabes que existimos, es tu problema, no el nuestro». Luego, en casa, esa misma noche, Joumana se arrepintió del tono empleado. Del deseo de haber respondido otra cosa (menos acusadora, más razonada) nació el impulso para escribir Yo maté a Sherezade. Escribir es su manera de vencer esa parálisis que provoca la mirada sospechosa y condescendiente de Occidente, para destruir ese sentimiento de inferioridad sobre el que escribió su amigo y compañero de periódico Samir Kassir, asesinado por un coche bomba en 2005. «Él, y los que como él luchan por la libertad, sí que son verdaderos mártires, no los que luchan por la religión.»

Joumana está escribiendo una novela sobre cuatro generaciones de mujeres a través de diferentes guerras: Palestina, Siria, Líbano, y el genocidio armenio. Esta última historia está basada en su abuela, una emigrante armenia que se suicidó con veneno cuando Joumana era una niña. Esa muerte voluntaria de alguien que había sobrevivido al genocidio le inspiró la edición de una antología sobre mujeres poetas suicidas: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

En contra de los consejos de todos sus amigos, en 2008 lanzó la revista Jasad. «Era una revista dedicada al cuerpo, no una revista pornográfica», matiza Joumana. Publicaba artículos siempre firmados con nombre real sobre poligamia, la virginidad, los matrimonios forzados. Hablaba también sobre cualquier manifestación artística y literaria relacionada con el cuerpo. Jasad llegó a tener una circulación de 6.000 ejemplares sólo en Líbano. También se enviaba por correo a otros países donde estaba prohibida «y a veces llegaba y a veces no», recuerda Joumana divertida.

La revista recibió apoyos inesperados por parte del Ministerio de Cultura libanés, pero sufrió también todo tipo de amenazas, y de todas ellas hubo una que le quitó el sueño durante muchas noches: que le atacaran con ácido. Hubo momentos de una extraña comicidad; en la feria del libro de Beirut su caseta le tocó enfrente de la Hizbulá, que intentó, sin éxito, que la expulsaran del evento. Al año siguiente, el sorteo les volvió a emparejar juntos, y para entonces, Joumana y el librero de Hizbulá intercambiaron una sonrisa y se preguntaron que qué tal estaban.

«Gané a la censura, pero perdí contra la economía», resume Joumana. Muchas de las marcas que se arriesgaron a insertar publicidad en los primeros números terminaron por echarse atrás por miedo a perder otros mercados mucho más ricos, como el de los países del Golfo.

Esa reivindicación del cuerpo y del lenguaje es la que inspira tambén su proyecto más ambicioso: traducir el Marqués de Sade al árabe («esa lectura me hizo corrupta y ya no había vuelta atrás», escribe en Yo maté a Sherezade). A Joumana se le encienden los ojos cuando explica el proceso de traducción, con el que parece disfrutar más que con la escritura. Quiere resucitar la tradición árabe de literatura erótica. Nombrar con «palabras fáciles» lo que el árabe escrito lleva siglos callando. Recuperar las palabras juguetonas para «destruir otras palabras como pureza y castidad». La negación del cuerpo, escribe Joumana, «es la base del infantilismo y el oscurantismo que sufre la cultura árabe». Por eso le fascinó tanto la imagen de la ministra de Defensa española Carme Chacón, embarazada, pasando fila al ejército en Líbano: «Rara vez he visto algo tan hermoso y poderoso», dice la escritora, asombrada, y recuerda que en Líbano solo hay tres diputadas sobre un total de 128.

En una región de guerra y terrorismo y tensión sectaria, con frecuencia la lucha por los derechos de la mujer queda relegada como un capricho no prioritario: «Cada vez que se intenta hablar de igualdad, alguien sale con la misma respuesta: “hay cosas más importantes”», se queja Joumana, que no ve un problema de prioridades ni una contradicción de luchas, porque «el feminismo es humanismo y justicia».

Tampoco ve contradicción entre su origen cristiano (aunque se declara atea) y su identidad árabe. Si en el pasado los intelectuales cristianos libaneses jugaron un papel fundamental en el renacimiento cultural árabe de finales del siglo XIX (la Al-Nahda), después de la guerra, muchos cristianos pasaron a identificar la identidad árabe con una identidad exclusivamente musulmana.

Joumana se disculpa para atender una llamada. Cuando cuelga me informa sonriendo que ya sólo quedan cinco minutos de entrevista. Le pregunto por el tatuaje de su escote. «Significa «aquí vive Lilit»», en referencia al personaje bíblico que abandonó voluntariamente el paraíso para no vivir obedeciendo. Fue entonces cuando Dios creó a Eva, la mujer sumisa, de las costillas de Adán. «Yo pertenezco a la estirpe de Lilit, la mujer que es libre hasta de la libertad», dice Joumana.

Me cuesta creer que Joumana odie tanto su ciudad, y antes de despedirnos le tiendo una pequeña trampa en busca de alguna complicidad secreta. Le pregunto cuál es su sitio favorito en Beirut. Se queda callada unos segundos, y por su gesto se intuye que se está tomando en serio la respuesta. Al final responde: «Mi cabeza».


FOTO DE CABECERA CC Fundación Heinrich Böll