Arandeni nunca intentó llamarlos. No tenía sentido. Desde un principio esto se trató de ganar dinero, de estar todo el día montada sobre una bicicleta, ser su propia jefa, administrar su propio horario. Cualquier cosa era mejor que pasar las horas, los días, encerrada dentro de las cuatro paredes grises de una cafetería de la Universidad Iberoamericana.

Había una pizca de aventura en eso de pedalear en una ciudad como ésta y rodar de una colonia a otra, viboreando entre los autos. Además, Arandeni se sentía parte de la tropa: esa nueva especie que, en sólo un año, ha logrado invadir todas las calles a bordo de sus bólidos. Aquellos muchachos que a veces se dejan ver descansando en alguna base, sentados sobre las aceras de los parques o las plazas, donde aprovechan para intercambiar un cigarro, refugiarse del sol y estirar las piernas, además de checar las llantas o echar el cotorreo; eso sí, sin apartarse jamás de su más precioso aliado: el celular. Porque de eso se trataba, sobre todo, de hacer dinero.

Ocurrió en la altura de Parque Delta. Arandeni rodaba hacia la Roma para cazar algún pedido, cuando decidió tomar el carril del Metrobús para evitar el flujo de carros que, en avenida Cuauhtémoc, se lanzan sobre los ciclistas cuando dan vuelta. «No calculé y le pegué a uno de los cositos amarillos. Fue cuando salí volando», recuerda ahora.

No pensó nunca en llamarlos. Para qué. Cuando Arandeni se integró a la tripulación de repartidores de comida y alimentos de UberEATS, el servicio de food delivery operado por Uber, tenía claro que un accidente así podría pasar y que, por parte de la empresa, no recibiría ningún apoyo. Además, no cargaba ningún pedido en ese momento, ni siquiera necesitaba reportar que cancelaba el servicio. Decidió llamar a su hermano y a dos compañeros repartidores. Otro ciclista que iba pasando se detuvo a levantarla. Tenía la mano deshecha, como una rama rota.

Diagnóstico: fractura distal en la muñeca izquierda. Eso le dijeron los médicos del Hospital General y, como la inmovilización resultó insuficiente, tuvo que pasar por una cirugía. Una cicatriz vertical —de casi un centímetro de grosor, todavía fresca— surca las viñas verdes que Arandeni tiene tatuadas en su antebrazo, como si hubieran sido segada con una guadaña. 

«Estaría súper increíble que UberEATS tuviera un servicio médico, algo que te respaldara —observa ahora—. ¿A cuántas personas las han atropellado o se han caído? Ellos no responden nunca por esto. No lo hacen: tú no eres trabajador de ellos. Tú eres su socio».

Hay que tener colmillo

Las cifras brillan en la pantalla del celular que Rafael resguarda en un morralito negro. Tiempo de conexión: 4 horas con 51 minutos. Ganancia: 37 pesos con 89 centavos. Aunque hasta ahora su ingreso haya sido de poco menos de 10 pesos por hora, Rafael no se desanima. A sus 26 años, él sabe lo que hace.

Apenas son las ocho de la noche. Y su horario —que él mismo se ha impuesto— termina hasta las tres de la madrugada. Aún hay chance, dice. Necesita siete pedidos para cumplir con su meta diaria. En esta chamba, se lo repite siempre, hay que tener colmillo. En esta chamba, todo depende de ti.

La relación entre la empresa y los trabajadores se establece, casi en su totalidad, a través de la aplicación.
Fue un amigo  —uno que llegó a pagarse su viaje a Alemania gracias al dinero que ganó entregando comida a domicilio, asegura— quien le recomendó entrar a la plataforma. Ser contratado en UberEATS es cosa fácil: a Rafael no le tomó más que descargar la app en el celular, rellenar un formulario con sus datos y darse del alta en el SAT. Para convertirse en «socio» no hace falta acudir a una entrevista, presentar documentos, tampoco comprobar experiencia. Ni siquiera firmar un contrato. La relación entre la empresa y los trabajadores se establece, casi en su totalidad, a través de la aplicación.

«Como conductor te piden muchas cosas: tus antecedentes, tener un seguro… —cuenta—. Mejor me dedico a esto que no me pide más que tener unas horas libres y mi bicicleta».

Rafael señala su bici, una rodada 26, blanquita y algo destartalada. Tiene que pedalear 10 horas diarias, de lunes a sábado, para ganar un promedio de 1,700 pesos a la semana. «Empezaba desde las 10 de la mañana hasta las dos de la noche. Llevé este ritmo por dos semanas, luego te das cuenta que hay horas muertas por más que estés pedaleando».

Las horas muertas. Tarde o temprano, todo repartidor tiene que lidiar con ellas. Y es que a los repartidores se les paga por comisión; de esta forma, Uber y otras firmas de food delivery se protegen de posibles pérdidas económicas. Así, el costo de los tiempos muertos recae por completo en los trabajadores.

En México, el método de pago de los bici-mensajeros es por viaje realizado. Rafael percibe una ganancia mínima de 13 pesos; el pago se compone de la suma de la tarifa de recogida ($14.30), más la tarifa de entrega ($4.30) y la tarifa por kilómetro ($5.70). A esta cantidad Uber le resta el 35% de comisión. Pero no es lo único que la empresa le resta a sus trabajadores: los kilómetros que Rafael recorre para llegar a cada restaurante en donde recogerá la orden nunca son remunerados.

Por ejemplo: luego de entregar un pedido en la Avenida Pirineos de Lomas de Chapultepec, a Rafael le llega una nueva alerta desde el Hooters de Polanco. Rafael acepta el pedido y pedalea unos tres kilómetros y medio hasta el 353 de la Avenida Moliere: este recorrido no le generará ninguna ganancia. Además, en el Hooters el pedido todavía no está listo y Rafael tiene que esperar media hora hasta que se lo entreguen. Esta espera también es «tiempo muerto» en el que Rafael no gana un centavo.

Pero él no se desanima. En esta chamba hay que tener colmillo, repite. Hay que saberse trucos. Es cierto: el éxito de su día laboral depende de todo. Una alerta de pedido le puede caer pasados pocos minutos de conectarse o después de dos horas. Cuándo y dónde decida él trabajar ese día pueden influir en eso. Pero también requiere de un celular que soporte la app sin que se trabe y de una compañía telefónica con buena cobertura. Además, claro, una bici bien equipada, con mantenimiento regular y que no lo deje botado a media entrega, puede hacer la diferencia.

Tienes que aferrarte, insiste Rafael, convencido. «En un trabajo no existe la palabra no. No puedes rechazar los pedidos porque los comensales te evalúan y es mejor tener un alto porcentaje de aceptación: así te caen más. Yo tengo el 99% de evaluación y el 100% de aceptación».

El trabajo como videojuego

Convertir el trabajo en un juego. Ese es uno de los secretos de UberEATS. En abril de 2017, el New York Times publicó una investigación detallada sobre cómo Uber analizó, junto a científicos sociales y expertos en ciencia de datos, los mejores métodos para inducir a sus conductores a trabajar con mayor intensidad, durante tiempos más largos e incluso en zonas y horarios poco rentables.

De acuerdo al reportaje, estas estrategias derivaron sobre todo del mundo de los videojuegos. Además de las tasas de evaluación y aceptación que los repartidores reciben en su teléfono a cada instante, la app suele hacer hincapié en determinadas debilidades psicológicas: la predisposición para establecer y alcanzar metas, por ejemplo. Estas estrategias dan forma a lo que Natasha Schüll, antropóloga especializada en el mundo de las máquinas tragamonedas, denomina como el «looplúdico». Se trata de construir un circuito, sostenido por recompensas aleatorias, en el que los jugadores quedan atrapados.

Un mayor número de viajes por semana, una puntuación más alta por parte de los usuarios o convertirse en un repartidor nivel plata, oro, platino, black. El loop lúdico de Uber se conforma de métodos que llevarían el conductor a desarrollar una dependencia del trabajo, como si este fuera un juego donde deben alcanzarse compulsivamente nuevos objetivos.

«Un mensajero tiene un trabajo de altísimo riesgo: atropellos, asaltos, estafas, fraudes. Te puede pasar cualquier cosa. Pero a Uber no le importa el mensajero. Se jacta mucho de la calidad del servicio pero le importa un carajo lo que te pasa».