«Al subir por la Canebière, presta atención a tu nariz. Ve por la acera derecha. Notarás que las calles comienzan a oler a especias y a fruta bajo el sol. Sigue su rastro. Olerás la miel de los dulces marroquís y el pistacho crujiente. Continúa ascendiendo y deja que sea el aroma de la pizza caliente a media tarde el que te guíe. Es la hora del cierre: también escucharás el griterío del fin del mercado. No puedes perderte.»
Son las palabras de un transeúnte al que acabo de preguntar cómo llegar a Noailles, el barrio musulmán de Marsella. Efectivamente, a medida que asciendo por la Canebière, la avenida principal de la ciudad, empiezo a escuchar el sonido del árabe y a oler la frescura de la menta disuelta en el vapor del té que emana de los cafés. En las callecitas de Noailles, donde se encuentra el mercado de fruta y verdura durante el día (y el de contrabando al caer la tarde) es inevitable darse cuenta de que Marsella es una burbuja africana en medio de la Europa mediterránea. Como puerto principal del imperio colonial francés durante la primera mitad del siglo XX y con su fama de libertina y corrupta, la que fue la primera ciudad de Francia se ha convertido en hogar de cientos de miles de bicots. Este término despreciativo y vulgar fue utilizado en un marco formal por Frantz Fanon, el revolucionario teórico del racismo y el anticolonialismo, en su obra Piel negra, máscaras blancas, en la que analiza las motivaciones psicológicas del hombre negro para querer convertirse en «blanco» en el marco del colonialismo de mitad del siglo XX. En Marsella, sus tesis se pueden poner en duda y corroborar simultáneamente: el inmigrante de Marsella quizá vino persiguiendo el sueño de Europa Occidental, pero con el tiempo convirtió esta ciudad en su propia tierra, sacando de la maleta las antiguas tradiciones, fiestas, cantos y recetas. Entonces, instituyendo núcleos de distintas comunidades por toda la ciudad, le dijo al Estado francés: nous sommes les marseillais y nos traemos de casa lo que somos para construir una ciudad que es, desde sus comienzos, una mezcla de mundos.
Conociendo a los marseillais
En la Place La Plaine (cuyo nombre oficial es Jean-Jaurès) siempre se reúne un grupo de lo más variopinto. Quiénes los ven de lejos no se acercarían, de poder evitarlo. La primera figura que llama la atención es la de Diablo: de origen italiano, llenó su cuerpo de tatuajes durante su juventud y arrastra tras de sí un perro que se rasca continuamente con las patas tras las orejas. Al dar dos besos, lo hace al revés. Le digo que aún conserva sus raíces italianas y él se ríe: «Tanto que hemos instaurado la norma en toda Marsella».
Su afirmación no me sorprende: gran parte de la población está formada por los hijos de los italianos que escaparon del fascismo durante la Segunda Guerra Mundial. A pesar de ello, se percibe que en las calles de Marsella el color de la piel no es el blanco del europeo, sino el oliva del norte de África y el negro de las Comores. De toda la población magrebí que vive en los barrios del centro, la mitad son argelinos que llegaron justo después de que Francia reconociera la independencia de su país en 1962. Vinieron por trabajo y porque en casa las cosas estaban feas. También vinieron para solventar la caída demográfica francesa tras la Segunda Guerra Mundial, pero lo que se les vendió como el sueño del expatriado se convirtió con los años en un lastre de racismo en toda Francia. En Marsella también ocurrió, pero se acompañó de un fenómeno extraño, porque a sus habitantes —de las Comores, de Armenia, de Argelia y Marruecos, de Rusia, de Italia, de Israel, de todas partes menos de la propia Francia— cuando hoy se les pregunta de dónde vienen, no responden que de África o de cualquier otro lugar. Ellos son les marseillais, forofos hasta lo indecible del equipo local, el Olympique, usurpadores de paredes con sus sprays y acciones artísticas, a veces vándalos que rayan los coches con matrículas de fuera de la ciudad, aun de la cercana Aix-en-Provence, en un apátrida gesto para con el resto de Francia.
Otro de los miembros del extraño grupo se hace llamar Califa. Probablemente nació en Marsella, pero ya no lo recuerda: de aquello hace mucho tiempo, dice con la mirada esquiva. Prefiere cambiar de tema y hablar de su equipo de fútbol, el Olympique, con absoluta pasión. Si le das una cerveza o un vaso de vino, te contará además chistes verdes, en ese francés sureño de bocas anchas y erres sonoras, mientras se ríe con sus propias historias. Califa vive en las inmediaciones de la Place La Plaine, muy cerca de Cours Julien, el barrio de los artistas. Cada una de las calles de los alrededores se ha convertido durante años en el lienzo perfecto para plasmar toda la creatividad que surge cuando se reúnen y cruzan acentos, culturas, ideas, religiones y manos.
Una ciudad de puerto
La Marsella que Francia cree poseer es la de las avenidas estilo Haussmann y los grandes edificios que rodean el Vieux Port y la Corniche. A orillas del mar se han construido los museos y los centros culturales para conmemorar que en 2013 la ciudad y su región, Provenza, compartieron con Košice (Eslovaquia) la capitalidad Europea de la Cultura. Los turistas pasean por las avenidas y disfrutan del vuelo de las gaviotas sobre los yates de lujo que ondean en las aguas del puerto, pero ni se imaginan cómo es Marsella de noche. Los colores de la ciudad son puramente un reclamo: el barrio de Le Panier, el más turístico de la ciudad, destila los tonos del mar y la arena. Las contraventanas pintadas de azul, de verde, de turquesa, se han convertido en símbolo de una ciudad que está construida con sangre extranjera, pues desde finales del siglo XVIII no ha dejado de recibir una constante inmigración. Tal vez sea el poder de atracción de los puertos de mar, o tal vez simplemente un instinto de supervivencia bravucona lo que une a los que llegaron de otros países con Marsella; pero, hoy por hoy, aquí quedan más bien pocos franceses «puros».
«¿Franceses puros?», pregunto al gitano. Nos ha reconocido cruzando la calle: «Vosotras sois españolas, no lo podéis negar. Vente a dar un paseo, mi niña, que tengo ganas de resucitar la lengua». El gitano no nos dice su nombre pero nos lleva calle abajo y nos habla de ese extraño espíritu que tiene Marsella, mitad cínico mitad extravagante. «Los franceses puros ya no existen porque la mitad se fueron a conquistar Argelia y cuando volvieron ya se habían mezclado todos con todos. En Francia se les repudió. Les mandaron a tomar por culo, primero por colonizadores, después porque volvían con ánimos de reyes. Ni siquiera los hijos de los pied-noirs son ya franceses-franceses, ¿tú sabes? Niña, los otros somos de Granada y África, y además todos los chinos que están llegando ahora, de Laos o nosedónde, que son la nueva plaga» dice el gitano con acento andaluz, y nos conduce de vuelta hacia el puerto a través de la gran avenida que parece nacer directamente en el mar, la Canebière, llamada así por los campos de cáñamo que rodeaban la zona portuaria antiguamente.
Se percibe que en sus calles el color de la piel no es el blanco del europeo, sino el oliva del norte de África y el negro de las Comores
Los pied-noirs; volvemos a la tesis de Fanon sobre el psicoanálisis de lo negro y lo blanco. Se me aparece el rostro de Marcello Mastroianni en la película de Visconti emulando al personaje que creó Albert Camus para hablar de la indiferencia y la pérdida de conciencia y de pasión en la que irrevocablemente cae el hombre moderno. Las ideas de Camus en El extranjero siguen siendo válidas hoy en día tanto como en los tiempos en que vivía en la Argelia colonial, descendiente de una familia de pied-noirs como cualquier otra, que se dedicaba al cultivo del anacardo y el comercio de los vinos de Argel. El colonizador en la tierra colonizada, anestesiado y absolutamente ajeno al sufrimiento. Pero, ¿y al contrario? ¿Cómo se asume la nueva identidad del colonizado en la tierra del colono?
Año 2005
En las banlieues de París, dos jóvenes norteafricanos mueren electrocutados en un intento de escapar de la policía. Se corre la voz y en los días subsiguientes estalla la violencia callejera en numerosas ciudades de Francia, extendiéndose a Bruselas y Berlín. Coches quemados como metáfora del hartazgo por seguir siendo los marginados de los guetos, medio siglo después de que sus padres se convirtieran en ciudadanos franceses. Marsella vivió estos acontecimientos de forma peculiar, porque es de las pocas ciudades donde los barrios de inmigrantes ocupan el centro urbano y no los ensanches ni las periferias, donde suele macerarse la violencia con una facilidad distinta, muchas veces agravada por la pobreza y el odio. Los disturbios de 2005, entonces, pasaron sólo rozando Marsella, la ciudad que más inmigración reúne de toda Francia y que está a punto de convertirse en la ciudad de mayoría musulmana más grande de Europa. Las causas —pobreza, tensión interétnica, el acoso policial— también estaban presentes, pero el urbanismo apagó la mecha del conflicto.
Los visitantes parecen contentos ver las exposiciones en los museos, pero recorren solamente una capa de Marsella, quizás la más superficial. Fotografían los yates, los barcos, los espejos, los escaparates y a veces las flores. Toman café en las soberbias avenidas de la Francia del siglo XIX. Suben y bajan las callejuelas de Le Panier extasiados por esos colores profundos del mar y la costa. Pero lo cierto es que el verdadero color de Marsella es el de la sangre negra, la sangre oliva, la sangre de color extranjería que al unirse y mezclarse contribuye a crear, intramuros, el verdadero espíritu marsellais.
FOTOGRAFÍAS DE BÁRBARA M. DÍEZ (EXCEPTO CARTELES)