Cuando aterricé en Miami una tarde del último verano, por quinta o sexta vez en los últimos tres años, sentí sorprendido que estaba llegando a una patria en la que nunca había vivido.

Mi pensamiento, aún en la pista del aeropuerto internacional de la ciudad, fue directo a una elaboración, a la utilización de un concepto bastante vilipendiado y prostituido para expresar una cuestión más simple y, sobre todo, concreta, casi palpable: la cuestión de la exaltación, de la felicidad inaudita.

La sencillez en las ideas y en los sentimientos es probablemente la única tarea interesante en cualquier parte, y esa era la razón por la que yo estaba viajando nuevamente a Miami. Resulta irónico, porque Miami es un lugar en el que esta creencia no abunda.

Decir, por tanto, que llegué a una patria es traicionar el sentido primero de esa llegada. La curiosidad sí reside en el hecho de creerse parte de un lugar al que no has pertenecido, pero la definición es otra, y es esta. De ahí que mi llegada a Miami no empiece donde empezó, sino que empiece aquí: cuando llegué a Miami una tarde de este verano, me sentí feliz.

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La ciudad se robó los mejores y más hermosos amigos de mi juventud. Los sacó de sus apartamentos alquilados y de sus ridículos puestos de trabajo, los liberó del hambre de los veinte y de sus títulos universitarios de quince dólares en el bolsillo y diploma enmarcado en la pared para orgullo de los padres, y los metió en efficiencies de aire central a setenta grados Fahrenheit, en largas filas de hastío y tensión a través del corazón de las express way, en la neurosis de los parqueos baratos y el crédito limpio, pero, salvo alguna que otra excepción sin importancia, no les quebró el espíritu.

Los tres años que distan entre mi primera y última visita son los años del éxodo. Los he visto emigrar a casi todos, chupados por el pantano que la ciudad, literalmente, es. En algún momento también yo voy a caer, si es que no he caído ya. Ha sido como una mudanza de los afectos, el traslado de una casa a otra de los objetos íntimos, necesarios o preciosos. Hoy el anillo de la herencia familiar, mañana las copas del aparador, luego la nevera y el ropero desvencijado pero útil.

Cada vez quiero más visitar Miami porque cada vez hay aquí más gente que son yo; esa parte de uno que son los demás y que uno no controla y que se mueven a placer, o se mueven a duras penas adonde pueden en cuanto tiene la oportunidad de escapar, y esa fuga por lo general se traduce en Miami, que es casi una obligación dentro de la elección.

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No es la droga, ni una madrugada despiertos, ni una de esas parrilladas de chorizo, filete y cerveza belga en un patio con toldo y césped, ni incinerarnos en la noche de South Beach, aunque también, lo que consigue que yo pueda reunir a la mayor cantidad de amigos alrededor de un evento cuando vengo a Miami. Es el deporte del domingo en las mañanas. El día de descanso de la mayoría, la hora off, la hora free.

Algunos no se conocen entre ellos hasta ese instante, pero si los pones en fila van a formar una trenza de testigos de los últimos veinte años de mi vida y casi no va a quedar ningún momento inédito, ningún mes en soledad.

El baloncesto no es un asunto menor en una ciudad con un aro portátil en casi cada jardín, el aval de haber acogido a Lebron James durante cuatro temporadas, desde 2011 hasta 2014, y el saldo de cuatro finales y dos títulos en ese lapso.

Las primeras finales de NBA que viví fuera de Cuba las viví en Miami en 2015, justo el primer año del regreso de Lebron a Cleveland. Los miamenses aún sangraban por la herida. Yo apenas empezaba a entender de qué iba este hombre.

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Son los play off de 2018 y los Boston Celtics de Brad Stevens le infligen una derrota de veinticinco puntos de diferencia a los Cleveland Cavaliers en el primer partido de las finales de la Conferencia este, un distrito que desde hace casi una década es propiedad absoluta de Lebron James.

A los 41 años, una edad longeva para el atleta, pero adolescente para los coaches, Stevens ha llevado a unos jovencísimos Celtics a su segunda final de Conferencia consecutiva, a pesar de las ausencias por lesión de las dos máximas figuras del equipo, Kyrie Irving y Gordon Hayward, lo que según muchos ya lo coloca como el mejor entrenador de la liga en la actualidad, por encima incluso de Greg Popovich o Steve Kerr.

Para el enfrentamiento inicial de la serie, Stevens saca del quinteto inicial a su pívot Aaron Baynes, mueve nuevamente al dominicano Al Horford a la posición de interior e introduce en la formación titular al robusto Marcus Morris con la misión expresa de detener a Lebron. La estrategia le funciona de maravillas. No importa que estos nombres y esos cambios no nos digan nada, se trata de los pequeños ajustes que convierten al baloncesto en un tablero de ajedrez.

En 36 minutos de juego James suma una línea ofensiva de 15 puntos, siete rebotes y nueve asistencias. No es poca cosa, es casi un triple doble, pero Lebron acumula también siete pérdidas de balón. Stephen A. Smith, comentarista televisivo de ESPN, llega a decir en su reporte de turno que Lebron prácticamente no existe en este juego uno. Que alguien eterno haya dejado de existir por una noche merece francamente una mención ante las cámaras.

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Cioran dice que ningún pueblo debiera inspirarnos un sentimiento sostenido. Ahora estoy en mi momento de amor con Miami, en mi momento luna de miel, básicamente porque me permite armar mi organigrama, y he aprendido a no pelearme con las ciudades que me permiten vivir la ciudad que quiero vivir, así se trate de un sitio que hace apenas cien años fuera un caserío agreste. Si quieres ver monumentos, edificios y estatuas, los vestigios sagrados de una civilización, Miami no es el lugar. ¿Pero quién quiere ver esas cosas?

Hay dólares, los necesarios, que propician el desarrollo óptimo de la amistad; el despliegue, a través de ciertas facilidades materiales, de los afectos y la devoción incubados previamente en la carestía. La cerveza no se va a acabar, ni está caliente, hay carros que nos permiten movernos de un lugar a otro a las cuatro de la madrugada.

Podemos incluso amanecer y, muertos en vida, con la sangre inyectada en alcohol, comprar ahí mismo una Spalding en 36 dólares sin mayores contratiempos e irnos a una cancha sintética en Normandy Island; la tabla de acrílico, la solvencia.

La primera vez que compramos un balón en Cuba, que no fue de basket, fue de fútbol, costaba veinte dólares, éramos diez, yo tenía dieciséis, y saldamos la transacción con dos dólares por cabeza. Era un balón propiedad colectiva.

No son contrarios Miami y La Habana, son consecutivos.

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En la conferencia de prensa posterior a ese primer juego contra Boston, casi una hora después del pitazo final, Lebron recuerda con lujo de detalles, secuencia tras secuencia, cada movimiento y cada error cometido por su equipo y por él mismo en cierto parcial de 7-0 a favor de los Celtics que terminaron hundiendo las esperanzas de remontada de Cleveland apenas comenzado el último cuarto, luego de que hubiesen logrado acercarse en el marcador y cerrar el tercer parcial con un chute de energía y diversión.

Es decir, Lebron paladea la derrota. Entiende el fracaso como un desperfecto que primero se soluciona en la memoria. Es la sencillez en las ideas y los sentimientos de un hombre que lleva quince años desandando las canchas de la NBA siempre al más alto nivel, que acumula siete finales consecutivas y más de treinta mil puntos anotados a la cabalística edad de 33 años, la edad de Cristo y de Alejandro.

Lebron tiene la inteligencia del cuerpo, la erudición del músculo, y el poderío ágil del pensamiento, un cervatillo de más de dos metros de altura y doscientas cincuenta libras de peso.

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El ardor es una sensación que a partir de cierta edad dejamos de experimentar. El ardor es tempranamente sustituido por el dolor, por la enfermedad, por la degeneración. No recuerdo desde hace cuánto algo en mi cuerpo no me arde. El ardor es una especie de molestia chillona, histérica pero breve, algo presente todo el tiempo en los días de la niñez. Las rodillas y los codos rotos, la uña del pie levantada de cuajo, un asunto que tiene que ver únicamente con la piel.

Esto lo digo en la órbita de Josep Pla: «Yo no creo en las profundidades. Lo más profundo que tiene un hombre es su superficie». Bien mirado, todo lo que a esa edad uno cree que es dolor, en realidad es ardor.

En Ciudad de México, donde actualmente vivo, nunca he ido a jugar baloncesto, a pesar de las ganas. En Miami, en cambio, convoco a la gente para jugar, y probablemente lo explique el hecho de que lo que esté buscando hoy, cuando juego, no sea ya meter una canasta sino rasparme, arder, y la gente con la que juego en Miami fue el marco en el que sucedieron ese tipo de cosas.

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No es el corazón, no es el cerebro, no son los riñones ni el hígado ni otras vísceras. El órgano con el que más relación tenemos, el órgano que acariciamos, el órgano que maltratamos y marcamos y estiramos y recortamos (ahora veo el anuncio de un cirujano estético en Miami cuya clínica realiza más de diez mil cirugías anuales), el órgano que actúa como un guante puesto en la mano del cuerpo, el órgano abusado y destrozado y a veces embellecido por el tiempo, el órgano en el que se posa la mirada o por el que la mirada se desliza como se desliza un carrete que la mano muerta de la tejedora ha dejado caer, el órgano que se moja o se eriza o se arruga, el órgano cuyas partes pueden ser más distintas entre sí, el órgano expuesto a la intemperie, el órganos que se raja, el órgano que primero le ofrecemos a los demás y por el que puede empezar la muerte en forma de perforación, el órgano que cubre la viva y álgida maquinaria interior, el órgano, en fin, largo y tendido, es la piel.

La piel es lo profundo. Todo lo importante acontece en la piel.

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Creo que Lebron James es la piel del baloncesto.

Creo que a Lebron James el baloncesto no le duele, le arde.

Creo que hay una herida interior y que en esa herida Miami es la sal.

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Tengo un video en el que arranco desde el perímetro, me interno por la izquierda, me marcan dos, pero no muy fuerte, estoy sin camisa y con un pantalón corto que alguien me prestó, dribleando con la izquierda, desgarbado y medio yéndome hacia un lado, como el Pete Maravich de mí mismo, y recuerdo que voy pensando si puedo anotar de un modo espectacular que no voy a poder, mi mente traza proyectos que mi cuerpo no puede ejecutar, y yo sé que la verdadera liberación es llevar el cuerpo y tensarlo hasta un punto que la mente no pueda alcanzarlo.

Anoto finalmente una canasta sencilla, como una expresión elemental, en un lenguaje alcanzable.

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En medio de la pintura Lebron James comprime al rival, lo ahoga en un puño, luego pivotea, da su característico paso atrás, flota lánguidamente y encesta.

Esa canasta es francamente intraducible, de una extraña belleza que no se debe en demasía a ninguna de las partes, a ninguno de los pasos específicos previos a la anotación, pero que tampoco podría prescindir de ninguno de esos movimientos sencillos y espléndidos. Descoyuntado el todo, sus piezas separadas no significarían nada. Es la danza antigua del hombre ante un reto que nadie más que él mismo se ha exigido.

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Al final en Miami no me lastimo, ni me arde nada. No es necesario. Todo ocurre con cierta contención. ¡Cuántos mecanismos de precaución desactivados tenía que haber para que alguna vez, en medio del asfalto caliente, estuviésemos dispuestos a quemarnos las rodillas y a supurar! ¿El cuerpo llevándose por delante a la mente?

Creo que hay un par de versos buenos de Huidobro (o de alguien) sobre el ardor, pero a mí Huidobro no me gusta. Lo que me gusta, una vez cada mil años, es meter la canasta pasada en tierra de gigantes.

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Poco antes del primer juego de las finales de Conferencia ante Boston, en el tercer partido de la serie anterior contra los Toronto Raptors, con el marcador empatado y ocho segundos para el final, Lebron maneja el balón desde el fondo de la cancha, incluso con cierta parsimonia, guiándose únicamente por el reloj suizo que hay en su cabeza, se va a la izquierda, como medio mundo sabe que va a hacer, y completa una jugada desconcertante e inédita, pero errática, e incluso no aconsejable si se lee dentro de cualquier esquema previo o posterior.

«No intenten hacer eso en sus casas», dice luego en la conferencia de prensa, «podría resultar peligroso».

No da el paso de retirada, no busca una posición cómoda, no se desmarca del rival, no penetra a la pintura ni ataca con ímpetu, sino que se alza desde el lateral, un punto intermedio de escaso ángulo, y con la derecha enfundada en una media negra, suspendido sobre el jugador rival llamado OG Anunoby, sobre la ciudad de Cleveland, sobre el estado de Ohio, y sobre los Estados Unidos en pleno, mete contra la tabla un tiro de dos puntos para el que no puede haber defensa posible porque el lanzamiento proviene desde un sitio inédito de la cancha, que nadie con anterioridad sabía que existía, un sitio recién inventado por Lebron. Nueve décimas de segundos fue el tiempo del recorrido del balón en el aire detenido.

Si alguien quiere entender el desajuste de sentidos que puede provocar una jugada de este tipo, el quiebre lógico que semejante despliegue produce incluso en la imaginación no ya de los espectadores, sino de atletas con categoría de all stars dentro de la liga, solo tiene que buscar la cara de perplejidad y desamparo que se le queda a Kyle Lowry tras la canasta y el sonido de la chicharra.

Es el segundo buzzer-beater de Lebron en la postemporada 2018, pues ya había sentenciado a los aguerridos Indiana Pacers en el quinto juego de la primera ronda luego de una tapa contra el acrílico y un triple fulminante inmediatamente después.

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Había una palabra para la queja después del rasponazo, una palabra más histérica, más larga, sonora e informal.

No «¡qué ardor!», sino «¡qué ardentía!»

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Lebron James ha perdido cinco de ochos finales. Y finalmente también pierde las finales de 2018 por barrida.

Tres años antes, en su primer duelo definitivo contra Golden State Warriors, Lebron igualmente sabía de antemano que iba a fracasar. Todo el tiempo hizo silencio, y la tranquilidad con la que se fue zambullendo en la derrota, anotando cuarenta puntos en casi cada choque, sabiendo además que no iban a servir para nada, me pareció de una sabiduría y un estoicismo lacerantes.

Pensé en ese tipo de buzzer-beater que no es tal, en la cancha particular donde uno viene a ser, con apenas nueve décimas de segundos en el reloj de la cabeza, el eterno rival, el jugador franquicia y el espectador sagrado de sí mismo.


Imagen de cabecera, CC Eleneii