Podríamos hablar de Alfredo Binda, vencedor de cinco Giros de Italia entre 1925 y 1933, tres campeonatos del mundo, cuatro Giros de Lombardía, dos Milán-Sanremo; del imbatible Binda que en un Giro ganó ocho etapas consecutivas y en otro 12 de 15; de aquel Binda cuyo dominio resultaba tan desesperante que en 1930 los organizadores le pagaron 22.500 liras para que por favor no participara. Era el equivalente a los premios por la victoria final y seis etapas.
Deberíamos hablar de Alfredo Binda, pero él habló así una vez:
—Estoy en contra del ciclismo femenino, por supuesto. Me parece bien que las mujeres den paseos en bicicleta, pero nada más. La competición no es apta para ellas. No resulta agradable ver a una señorita sudada, tambaleándose sobre los pedales sin ninguna gracia. No me cabe duda de que la mayoría de los entrenadores y los deportistas están de acuerdo conmigo. Una vez, en un congreso internacional de ciclismo, pedí la palabra para expresar mi desacuerdo con las federaciones de aquellos países que habían incluido carreras femeninas en su calendario. Terminé con esta frase: «Les hommes en vélo et les femmes dans la cuisine!».
Los hombres en bici, las mujeres en la cocina.
«No resulta agradable ver a una señorita sudada, tambaleándose sobre los pedales sin ninguna gracia. No me cabe duda de que la mayoría de los entrenadores y los deportistas están de acuerdo conmigo», dijo Blinda
Cerramos aquí el capítulo de Binda y abrimos el de Alfonsina Strada, una aprendiz de costurera que a principios del siglo xx se presentaba en las carreras ciclistas para competir contra los chicos de su región, entre Módena y Bolonia, y que a menudo les ganaba. Un domingo le dieron como premio un cerdito vivo, todo un tesoro para una familia campesina de aquella época, pero para Alfonsina supuso un problema porque en casa había dicho que salía en bici para ir a misa.
¡Mujeres en bicicleta! Al principio, el velocipedismo fue una travesura de señoritas aristócratas que se permitían la aventura de pedalear por los parques a lomos de sus extravagantes caballos metálicos, siempre vestidas con faldas amplias, corsés estrechos y sombreros con vuelo, siempre vigiladas por madres, tías, institutrices, para que no se escaparan al bosque con algún señorito ciclista. En 1896, una empresa de Londres ofrecía un servicio de chaperonas a pedales: «Mujeres de buena familia para acompañar a las muchachas durante sus excursiones en velocípedo». De los aspavientos se pasó a la bronca, de las risas a los insultos, cuando se multiplicaron las bicis baratas y cada vez más mujeres se atrevieron a pedalear, no solo para ir a sus puestos en la fábrica, la oficina o el campo, sino incluso para salir de paseo adonde les diera la gana. «Muchas mujeres circulan solas en bicicleta por las ciudades sin ninguna vergüenza, a la vista de todos», denunciaba La Gazzetta Ciclistica en 1897. Y La Gazzetta di Venezia alertaba a los maridos sobre una inminente epidemia de cuernos: «Cuando las señoras salen en bicicleta, los maridos deberían tener mucho cuidado con esas ruedas metálicas que sustituyen la natural locomoción de su media naranja. El velocipedismo es un invento infernal que en un instante abre distancias entre el marido y la mujer. Con la bicicleta las caídas son frecuentes y peligrosas: las caídas, queremos decir, en las que la mujer cae de la sartén a las brasas, es decir, a los abrazos».
«Muchas mujeres circulan solas en bicicleta por las ciudades sin ninguna vergüenza, a la vista de todos», denunciaba La Gazzetta Ciclistica en 1897
Médicos, filósofos, curas, periodistas y variados sabelotodos alertaron sobre los peligros que la bicicleta entrañaba para la salud de las mujeres, desde la cara de ciclista (la deformación del rostro por el esfuerzo) hasta las enfermedades en los ovarios, pasando por la apendicitis, la soltería irremediable, la rotura de narices y el más escandaloso de todos: el vicio inmundo. «No hay dudas de que la bicicleta ofrece frecuentes ocasiones para que las mujeres practiquen el onanismo sin que nadie se dé cuenta», escribió en 1897 el doctor Martin Siegfried. A saber quién se lo contó. «Incluso excluyendo aquellos casos en los que la punta del sillín está curvada hacia arriba con ese propósito, la postura encabalgada con los muslos abiertos ofrece suficientes estímulos para tales prácticas». Era fácil reconocer a las aficionadas a la masturbación, decían los sabios, porque se las veía siempre pálidas, con ojeras profundas, agotadas, indolentes, sin ganas de levantarse de la cama.
La ciencia acudió al rescate. A partir de 1895, las ciclistas inglesas pudieron salvarse de la neurosis y de la condena al infierno comprando el sillín anatómico femenino Christy, un sillín plano de cuero, con una profunda hendidura central y un agujero redondo casi en la punta, diseñado para evitar la estimulación del clítoris.
En aquella época en la que proliferaban los diagnósticos de histeria y fragilidad de nervios para las mujeres, apareció un desfile de hombres que chillaban, se tiraban de los barbas y escribían artículos desgarradores sobre el colapso de la humanidad por culpa de las ciclistas. El ciclismo traía la masculinización de las féminas: las más atrevidas vestían pantalones, llevaban el pelo corto y fumaban en público. La bicicleta las empujaba al onanismo, los abortos y la esterilidad, las alejaba de las tareas del hogar, les impedía ser buenas madres y esposas. «A la luz de mis 50 años de experiencia médica», escribió el doctor Warmwickler en 1896, «afirmo que esta manía de las mujeres por el velocípedo nos conducirá al suicidio como especie».
La ciencia acudió al rescate. A partir de 1895, las ciclistas inglesas pudieron salvarse de la neurosis y de la condena al infierno comprando el sillín anatómico femenino Christy, un sillín plano de cuero, con una profunda hendidura central y un agujero redondo casi en la punta, diseñado para evitar la estimulación del clítoris.
A los doctores más progresistas les parecía bien que las mujeres pasearan en bicicleta, porque el ejercicio calmaba a hipocondriacas, histéricas y lunáticas, pero lo de las carreras ya era otra cosa: una invasión del territorio masculino, que es lo que en el fondo se dirimía. «Cuando vemos a esas mujeres tan empeñadas en competir, hasta el punto de perder toda compostura y toda dignidad, creemos que ya no les queda nada del ideal femenino», decía la revista alemana Das Stahlrad. «Los hombres preferimos permanecer solteros antes que pasar nuestros días junto a una ciclista. No nos interesan las amazonas ávidas de gloria. La mujer no está llamada a batir marcas mundiales ni a disputar a los hombres la palma de la victoria».
«A la luz de mis 50 años de experiencia médica», escribió el doctor Warmwickler en 1896, «afirmo que esta manía de las mujeres por el velocípedo nos conducirá al suicidio como especie».
Se celebraban, sí, algunas divertidas contiendas que preservaban la delicada flor de la feminidad. Las mujeres daban unas vueltas en bicicleta y un jurado de hombres premiaba a la más bella, a la del vestido más elegante, a la del estilo más gracioso. A veces incluso se lanzaban a concursos de habilidad, zigzagueando por un circuito de pivotes o soltando el manillar y abriendo una botella de agua, ¡oooh!, mientras pedaleaban.
Algunas se atrevieron a competir en carreras de velocidad, incluso delante del público y vestidas como los hombres, así que en la década de 1890 las federaciones ciclistas de Italia y Alemania prohibieron semejantes aberraciones. Los velódromos intercalaban competiciones de mujeres entre las pruebas de los hombres, más como atracción circense que como evento deportivo. Las crónicas destacaban la vestimenta de las corredoras —los maillots ceñidos que delataban sus formas, los calzones que dejaban las piernas a la vista—, relataban los pitidos, abucheos, insultos y carcajadas del público, y remataban con comentarios sarcásticos, chistecillos casposos o sermones furibundos. Como este de la revista Sport im Bild, a propósito de unas ciclistas francesas que compitieron en un velódromo de Berlín en 1898: «Hemos asistido a un espectáculo que no se puede definir como deporte, sino como una vergonzosa puesta en escena de algunas señoras que han olvidado completamente en qué consiste la gracia femenina. Esas criaturas, a las que no podemos denominar mujeres, no han tenido ninguna vergüenza de presentarse en la pista con una vestimenta que habría sido indecente hasta en el espectáculo de variedades del más ínfimo rango». Las carreras de mujeres constituían «la prostitución del deporte», «el triunfo de la vulgaridad y del mal gusto», «un número de circo», «una acrobacia fallida».
Los velódromos intercalaban competiciones de mujeres entre las pruebas de los hombres, más como atracción circense que como evento deportivo. Las crónicas destacaban la vestimenta de las corredoras relataban los pitidos, abucheos, insultos y carcajadas del público, y remataban con comentarios sarcásticos, chistecillos casposos o sermones furibundos
La primera competición documentada de mujeres se disputó en el velódromo de Burdeos el 1 de noviembre de 1868: la señorita Julie ganó un reloj de oro al imponerse en la carrera de 500 metros a las señoritas Louise, Louisa y Amélie. En la París-Ruan de 1869, la primera carrera de la historia entre dos ciudades, participaron 198 hombres y cuatro mujeres. Una de ellas completó los 124 kilómetros y figuró en el puesto 29 de la clasificación con el seudónimo Miss América. No hubo mujeres ciclistas con nombre y apellido —a veces porque preferían ocultarse, otras veces porque no las tomaban en consideración— hasta un cuarto de siglo más tarde, cuando la fiebre ciclista encendió París. Las mujeres disputaban carreras de ocho o diez kilómetros por los parques de la ciudad, con medias superiores a los 30 por hora, con miles de espectadores y crónicas detalladas en los periódicos. Una de las ciclistas más famosas era Antoinette de Saint-Sauveur, artista de espectáculos circenses, hija de un marqués que se suicidó tras arruinarse en las apuestas. El 7 de julio de 1893 estableció el primer récord de la hora en el velódromo parisino de Buffalo. El cronista del diario L’Écho destacó la indecencia del vestido de franela, que dejaba ver las piernas hasta la rodilla, y la monotonía de contemplar a Saint-Sauveur dando vueltas a una pista durante 60 minutos. No debió de ser el récord de la hora más aburrido de la historia, porque la ciclista sufrió un pinchazo y tuvo que cambiar de bici, luego se detuvo para quitarse el cinturón que la oprimía demasiado y casi al final paró otro momento para echar un trago de agua. A pesar de tantas interrupciones, recorrió 26,012 kilómetros y el periodista le concedió un «ni tan mal, ¿eh?». Media docena de ciclistas francesas y belgas fueron elevando la marca en los siguientes meses. La extraordinaria belga Hélène Dutrieu, acróbata ciclista y motociclista en pistas de looping, automovilista, aviadora, conductora de ambulancias en la guerra, directora de un hospital militar y caballero (!) de la Legión de Honor, completó 33,100 kilómetros en una hora. La francesa Louise Roger llegó hasta los 34,684, una marca que resultó inalcanzable durante 14 años, hasta que apareció aquella italiana que ganaba cerditos en las carreras: Alfonsina Strada.
Imagen de cabecera, CC Pom’
Fragmento del libro ‘Cómo ganar el Giro bebiendo sangre de buey’ de Ander Izagirre (Libros del K.0., 2021)