Una de las primeras veces que vi a una persona negra en público fue en la cabalgata de los Reyes Magos. Tendría unos cinco años y acababa de nacer mi hermana, Jabou. En Huesca, todos los años el desfile de carrozas termina frente al Casino, en la plaza de Navarra. Al principio acudía con mi madre y sus amigas, pero al poco tiempo conocimos a María José, una mujer oscense que trabajaba de administrativa. Un día, paseando cerca de casa con mi madre, que empujaba el carro de mi hermana al que iba sujeto, María José nos paró para decirnos lo guapos que éramos. Habló con mi madre, cogimos confianza y desde entonces se convirtió en nuestra abuela española y en un enorme sostén para nuestra familia.

Durante el año nos llevaba al centro comercial, a cenar fuera o a hacer actividades que de otra manera jamás hubiéramos hecho. En Navidades pasó a ser ella la encargada de comprarnos los regalos y de llevarnos a las cabalgatas. En alguna ocasión incluso nos coló dentro del edificio para saludar in situ a Melchor, Gaspar y Baltasar. Allí, en las distancias cortas, se veía que este último rey no era una persona negra como las que me rodeaban: era un señor blanco pintado con betún.

Esta práctica no era una excepción. En muchos lugares de España, como en Huesca, había población negra, pero una serie de normas no escritas, como que solo podían disfrazarse los concejales, impedía una representación realista. Así, las imágenes de Baltasares chorreando sudor y betún se convirtieron en una tradición navideña más, y en ese puesto hemos visto también a personajes ilustres como Alberto Ruiz-Gallardón, Toñi Moreno o Jesulín de Ubrique.

En ese momento se te pasan varias cosas por la cabeza. La primera es desconcierto por una estampa más cómica que mágica. La segunda es que te preguntas qué es eso de ser negro, si vale con pintarse y si se ve como algo ridículo. Huesca no tardó en entrar en el siglo XXI y ya no se volvió a maquillar a nadie en este sentido: era un hombre de piel negra real quien encarnaba al tercero de los Reyes Magos. Yo mismo participé en años posteriores en la cabalgata como paje de Baltasar.

En España aún se ve esta praxis, conocida en inglés como blackface, en representaciones sobre las personas negras, más allá de cabalgatas navideñas como la de Alcoi: también en programas de televisión o en disfraces para los carnavales. El blackface no es nuevo en la historia, tampoco en la de España.

No tengo consciencia de cuándo fue el momento en el que me di cuenta de que era negro. Tampoco me parece muy importante en lo que a mí respecta. En ocasiones este momento se ha romantizado en la literatura y el discurso como si fuera una especie de revelación. Es evidente que este rasgo físico del color de piel, máxime cuando marca la diferencia en tu entorno, lo percibes sin hacer esfuerzos.

Lo relevante viene al descubrir lo que implica ser negro. Y ahí, en ese arduo trabajo, tenemos un importante bagaje derivado de nuestras experiencias durante siglos y del conocimiento adquirido en todo ese tiempo. El problema viene en la segunda parte de la ecuación: ¿en qué momento las personas blancas se dieron cuenta de que lo eran? Y sobre todo, ¿cuándo supieron que era un elemento sobre el que construir una supremacía?

No tengo consciencia de cuándo fue el momento en el que me di cuenta de que era negro. ¿En qué momento las personas blancas se dieron cuenta de que lo eran?

La condición racial viene a ser un factor para explicar buena parte de lo que nos ocurre. Y a vueltas con la idea del blackface, esta brinda una buena oportunidad para hablar de un término que se impone cada vez más para denominar a quienes sufren directamente racismo: personas racializadas. Instantáneamente hay que plantear la siguiente pregunta: ¿qué es ser racializado?

Recogiendo el guante del blackface, hay un caso que puede servir para entenderlo. En 1961, John Howard Griffin publicó el libro Black like me, donde contaba su experiencia viajando durante seis semanas por Luisiana, Misisipi, Alabama y Georgia. Viajar como un señor blanco por los estados sureños de Estados Unidos significaba que tenías preferencia en los asientos de los autobuses, mejor espacio en los lavabos y la opción de comer en los buenos restaurantes. Pero Griffin hizo aquel viaje tras pasar por un tratamiento que oscureció su piel. A ojos de la sociedad pasó a ser un hombre negro, y se le trató como se trataba a los negros en aquella época: con las peores condiciones sociales, económicas y políticas.

La investigación de John Howard Griffin es muy ilustrativa porque cuenta cómo la misma persona vive dos realidades completamente diferentes con solo pasar por un tratamiento de piel. Como blanco, sus problemas podrían venir de muchos sitios excepto por ser blanco, ya que la segregación racial formaba parte de su realidad, pero no le afectaba negativamente sino que era un privilegio.

Eso no quiere decir que no la pudiera denunciar, como hizo con su libro, solo que no la vivía. Cuando llevó a cabo la transformación, fue consciente de una parte de la realidad cotidiana de los negros en los Estados Unidos de aquella época, como sentarse en el fondo de los autobuses o utilizar baños para la colored people. La otra parte va más allá del color de piel: un ejemplo son las posibilidades de tener estudios si naces en Harlem, un barrio copado por negros, o en cualquier barrio residencial de Texas copado por blancos.

Negros y blancos somos igualmente racializados, pero la diferencia es que a partir de ahí las consecuencias no son las mismas en la sociedad para unos y otros.

Esto sirve para explicar que, de entrada, todas las personas somos racializadas. Todo el mundo forma parte de alguna categoría racial o étnica por la que el resto nos identifica: blancos, negros, asiáticos, gitanos… Racializado no es la forma políticamente correcta de decir «negro», sino que es una manera desde la que describir la categoría racial. Es una categoría más, como pueden ser el género o la sexualidad. Estrictamente, una persona racializada es alguien que recibe un trato favorable o discriminatorio en base a la categoría racial que la sociedad le atribuye.

Siendo directos: negros y blancos somos igualmente racializados, pero la diferencia es que a partir de ahí las consecuencias no son las mismas en la sociedad para unos y otros. Miremos el caso del género: hombres y mujeres tenemos las mismas capacidades, pero la clasificación por géneros masculino o femenino aboca a las mujeres a vivir de lleno los asesinatos machistas, la violencia sexual, la brecha salarial, mientras a los hombres nos pone en el otro lado.

Tras este e infinitos casos más está la racialización, y esta no solo tiene que ver con el color de piel, incluye también factores como el origen migrante, las formas de hablar, los rasgos físicos y así un largo etcétera. Dependiendo del contexto estas categorías varían, dejando unas consecuencias u otras, como cuando algunas revistas estadounidenses etiquetaron a Antonio Banderas como un «actor de color» al identificarlo erróneamente como latino. El racismo impacta sobre tu categoría racial, y luego otros factores como el nivel económico juegan un papel u otro. Tyrese Rice fue un jugador del FC Barcelona de baloncesto al que una vez la policía pidió la documentación por estar cerca de un coche deportivo. Era su deportivo, pero para los agentes era un negro junto a un modelo de alta gama, y parece que un automóvil así no podía tenerlo de manera lícita.

Dejando esto de lado, los que no somos blancos hemos cargado con estereotipos con los que se han justificado discriminaciones de todo tipo. En Estados Unidos, a este conjunto de las categorías raciales que sufren el racismo se le llama «people of color», y en él están negros, latinos o asiáticos, pero no blancos. Este es el ejemplo más claro que existe para entender a quienes se dirige el concepto de «personas racializadas» tal y como se está usando mayoritariamente.

La utilidad del término «racializada», adaptada al contexto español, es enorme porque llena el vacío que existía para denominar bajo una misma idea a las distintas comunidades que sufren el racismo. Especialmente cuando incluimos a la comunidad gitana blanca, pero cuya etnicidad y cultura es carne de discriminación desde hace siglos en España.

La categoría racial sigue siendo un factor decisivo en el devenir de una persona y nos afecta social, política y económicamente, en menor o mayor nivel, en Huesca, Madrid o Nueva York. Su impacto va desde unos comentarios entre niños en un colegio hasta las muertes en el Mediterráneo. Entre medias, hay casos de segregación, acoso o infrarrepresentación en películas, empleos o instituciones. Ser capaces de reconocerlo y nombrarlo sirve para poner la primera piedra ante la discriminación y sus efectos.


 

Fragmento del libro ¿Qué hace un negro como tú en un sitio como este?

Escrito por Moha Gerehou y editado por Península.