Rithy Panh tan solo tenía 11 años cuando fue reclutado para ir a trabajar a los arrozales en plena estación seca junto a los demás habitantes de Phnom Penh. Cuando cumplió 13 ya había perdido a la mayor parte de su familia.
Los jemeres rojos se habían hecho con el poder en abril de 1975. Pol Pot, su máximo dirigente, pretendía construir una sociedad inspirada en el marxismo suprimiendo las escuelas, vaciando las ciudades y levantando granjas colectivas. Sin embargo, al construir su propia utopía, mintió sobre la idea de progreso y de justicia: alrededor de 2 millones de camboyanos murieron entre 1975 y 1979 como consecuencia de los trabajos forzados, la enfermedad, el hambre y las purgas políticas; esto suponía cerca de una cuarta parte de la población estimada de Camboya.
«De repente no hay individuos, sino números. Nos cortan el pelo. Nos confiscan las gafas, los juguetes, los libros. Nos visten de negro, nos cambian el nombre. Somos el pueblo nuevo: los burgueses, los intelectuales, los capitalistas son reeducados o destruidos. Debes abrazar la condición proletaria. He aquí el nuevo país: se llama la Kampuchea Democrática.»
En la actualidad hay muy pocas imágenes de lo acontecido en los años 70 en Camboya. Rithy Panh, que escapó del país después de ver morir a su familia, comenzó en los años 90 a realizar películas centradas en las dificultades de la vida en Camboya y las secuelas del régimen; la más conocida es S-21: La máquina de matar de los jemeres rojos, del año 2003, que reunía a uno de los supervivientes y sus antiguos verdugos. En La imagen perdida, sin embargo, se centra en su propia historia.
En esta película, Panh busca la imagen que resume el horror que vivió durante su infancia en Camboya y que ha sido eliminada, perdida en los archivos y condenada al olvido. Reconstruye así algunas de las escenas que retuvo en su retina durante su infancia para recrearlas con figuras de barro infantiles, como si no hubiese otro modo de gestionar memorias tan devastadoras. Como si no fuese posible mirar directamente a esos recuerdos.
«A veces un avión atraviesa el cielo. ¿Nos observa? ¿Me van a lanzar una cámara de fotos para que el mundo sepa de nosotros? La imagen perdida somos nosotros.»
Su obra ha sido el primer film camboyano en ser nominado a los Oscar —en 2014— como Mejor película extranjera y ganó el premio Un Certain Regard en Cannes. Esto ha supuesto una gran victoria para Camboya, donde la industria del cine está resurgiendo tras el régimen de Pol Pot.
En Camboya, el cine cobra una especial importancia. Las primeras películas realizadas en la década de los años 50, tras la independencia de Francia, buscaban recuperar la identidad cultural del país de la mano del cine. Sin embargo, no fue hasta los años 60 cuando comenzaron a nacer productoras camboyanas y salas de proyecciones. En los años previos a la toma del poder por parte de los jemeres rojos, el cine era muy popular en las ciudades camboyanas; se habían producido alrededor de 300 películas, las entradas eran relativamente económicas y asistían a las proyecciones gentes de todas las clases sociales. Con la caída de Phnom Penh, no obstante, las ciudades se despoblaron y comenzaron a producirse películas de propaganda para proyectar en las reuniones colectivas y las visitas diplomáticas. Las salas reabrieron en 1979 tras la caída del régimen, pero ya no existía una industria cinematográfica; habían enviado a los campos de trabajo a cantantes, técnicos y directores. Los negativos de muchas películas habían sido destruidos o se encontraban en malas condiciones.
«Una película de un jemer rojo siempre tiene una consigna: la práctica al servicio de la teoría, así que no intentes ideas personales. Para curar la enfermedad de la antigua sociedad, toma Lenin como medicina. Ahora solo hay un actor: no es el pueblo, es Pol Pot.»
Hoy en día, fuera del centro Bophana, que el propio Rithy Panh fundó en 2006 con el objetivo de capacitar a futuros técnicos y directores, sigue sin existir una formación cinematográfica real.
Durante el periodo de los jemeres rojos, del que apenas se encuentran imágenes que narren lo acontecido en el país, los líderes revolucionarios habían obligado a Rithy Panh y sus compatriotas a trabajar en los campos encadenados, deambulando como fantasmas en los arrozales. Quienes no obedecían, no eran alimentados o solo se les daba media ración. Llevar gafas, hablar un idioma extranjero o tener estudios universitarios eran pruebas suficientes para ser considerado un burgués y una amenaza para el nuevo proyecto proletario. El enemigo.
«Aquí los cerdos son los lectores, porque los lectores eran cerdos. Aquí cada soldado lleva un bolígrafo en el bolsillo. A veces un reloj en la muñeca. Nos está prohibido pero es un signo, una distinción en un país que odia el conocimiento. La pala es vuestro bolígrafo. El campo de arroz, vuestro papel.»
En las antiguas escuelas, reconvertidas en su momento en cárceles, y entre las que se encuentra la más conocida, la S-21 —convertida en Museo del Genocidio—todavía hoy se conservan los camastros donde se ataba a los enemigos del régimen y los instrumentos de tortura utilizados para que los prisioneros confesaran su traición. Cuando llegó el fin de Pol Pot, tan solo siete de los 14.200 camboyanos que habían pasado por la prisión seguían con vida, gracias a alguna habilidad que les había hecho útiles de cara a los jemeres rojos: entre ellos el pintor, el retratista, el mecánico o el torturador. Las fotografías de todos aquellos que perdieron la vida en la prisión se encuentran ahora en una sala de este museo del horror en el que todavía se puede respirar la muerte y el tiempo parece haberse detenido.
La crueldad de los jemeres rojos todavía continúa latente en Camboya. El proceso de enjuiciamiento de los culpables fue tardío o dejó escapar de un modo u otro a varios de los principales protagonistas. El paso más reciente ha sido la condena a cadena perpetua, el 7 de agosto de 2014, de «Hermano número dos» Nuon Chea y el ex presidente Khieu Samphan. Pero miles de responsables intermedios no han sido nunca juzgados.
El miedo nunca ha abandonado a los camboyanos y les ha convertido en una sociedad asustadiza y desconfiada. Me reafirmé en esta idea cuando regresé a Camboya este mes de junio para documentar el éxodo de los camboyanos desde Tailandia, donde trabajan muchos de ellos como mano de obra, por miedo a las represalias de la junta militar tras el golpe de Estado del 22 de mayo; más de 200.000 camboyanos cruzaron la frontera como consecuencia del miedo pero ninguno de los que entrevisté me dio un solo motivo más allá de los rumores. Ninguno de ellos había visto ni oído nada.
—Vengo desde Pattaya porque no puedo vivir pensando en los rumores de que los soldados han disparado y matado algunas personas, tengo miedo, prefiero irme sin que utilicen la fuerza— me dice Ol Lin, una mujer de la limpieza de 23 años.
—Escuché que los soldados habían disparado a camboyanos en la provincia de Lopbury, estaba asustada, cerré la peluquería que abrí hace siete años y me marché— me explica Sieng Sinoeun, de 38 años.
—Si no tengo un pasaporte no volveré a Tailandia, no quiero ser arrestado por la policía— afirma Chan Roth, trabajador de la construcción de 21 años.
Actualmente el 70 por ciento de la población camboyana tiene menos de 30 años, pero los jóvenes emigran en masa a otros países —como Tailandia— para buscar un futuro mejor. El miedo sigue hablando de un país y un pueblo necesitado de imágenes para contarse y, por fin, empezar su curación.