En esta ciudad siempre te duele el cuello. No solo porque vas viendo todos los rascacielos de Manhattan sino por virar de un lado a otro la cabeza al intentar reconocer acentos, especialmente, de origen latino.

Es un lugar común decir que la gran manzana es un parque temático lleno de nacionalidades, pero es tan común que se convierte en certeza al palparlo en carne propia, al ser parte, como turista venezolana, de esa gran marabunta de inmigrantes: unos que te vacilan cuando pides un donut sin preguntar el precio en un food truck, una encargada de Victoria Secret que te dice « eso te queda bello» y otro que insulta su cotidianidad al patear el metro a las primeras horas de la mañana. De Little Italy a Williamsburg, de Korea Town a Little Spain, de Coney Island a Astoria, Nueva York se reconstruye, muta. La ciudad centro del capitalismo se transforma para recibir a quien la opere: migrantes llenos de fe. Fe de superación, de pertenencia.

En la ciudad cinematográfica gringa por excelencia habitan más de 19 millones de personas, de las cuales casi cuatro son de origen latino. El referente estigmatizado por Trump existe. Sí, hay ladrones en todas partes del mundo y de muchas nacionalidades; sin embargo, muchos latinos se salen del estereotipo del migrante ladrón que tanto intenta hacer creer que existe el líder de aspecto naranja. Muchos trabajan en bares, restaurantes, cuidando niños de otros, teclean y atienden teléfonos, son líderes de proyectos, estudiantes becados en un doctorado o periodistas freelance.

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En mis días en Nueva York como turista no primeriza, fui con los amigos que me hospedaban al restaurante Carmine’s. Un clásico restaurante italiano con grandes referencias a la primera ola de migrantes azzurros. Al llegar nos atiende un joven y apuesto colombiano. Escucha nuestra conversación y afirma: «Como veo que son paisanos podemos hablar en español». Se presenta, nos dice su nombre. El tumbado de la costa caribeña colombiana, que extrañamente algunas veces me parece cubano, exuda la servicialidad normal de cualquier trabajo de restauración en Estados Unidos, donde la palabra tip te guiña el ojo y se queda contigo hasta que pagues la cuenta. El buen humor no es exclusivo del tip, pero sí que puede ser muy propio de un costeño cuando al traernos el postre le dice a una de mis amigas: «Te dejo a ti el tiramisú porque eres la capitana que va a navegar esta dulzura». La cursilería del comentario podría matar a cualquiera, pero también hacer gracia, porque esa frescura es necesaria no solo para afrontar la dureza de una de las ciudades más caras del mundo, sino para sentirse, sencillamente, caribeño. No es de extrañar que cada vez que pido un café en Barcelona siento nostalgia de esa expresividad y creatividad en las formas de servir una mesa; pues si algo hay en la ciudad condal es una mala leche generalizada para hacer un café.

Esa frescura es necesaria no solo para afrontar la dureza de una de las ciudades más caras del mundo, sino para sentirse, sencillamente, caribeño

De Carmine’s al metro de la 42. La estación por excelencia para llegar a Times Square está llena de buenos intérpretes, de gente que canta lo que sea pero lo hace bien. No es casual que sea la estación que los talk show gringos usan para disfrazar a grandes celebridades de la música, como U2, en programas como el de Jimmy Fallon.

En la 42 nos encontramos con un grupo de artistas que tocan la flauta de pan. En cualquier ciudad andina de Latinoamérica puedes encontrar a uno que versione My Heart Will Go On de Celine Dion; sin embargo, estos no son de esos, están tocando folclor indígena, porque son indígenas, pero no se visten como indígenas porque el exotismo les hará libres y ricos, no, sino porque disfrutan desde el agradecimiento; son ellos, sin más. Bailamos al ritmo de la música mientras la gente pasa, alguno se detiene y los ve a ellos, nos ve a nosotros. Somos un mismo ente.

Días después tuve la oportunidad de visitar la sede de la ONU, gracias a una amiga que trabaja en el consulado español. Quien me atiende en la cabina de seguridad para poder entrar en la santa sede de las ONG me dice: «¿Venezolana?», afirmo y él agrega: «Yo soy de Maracaibo». Le sonrío y me pregunto dónde se le metió su marcado acento maracucho; esa zona de la que proviene es de la que siempre se ha dicho, más en broma que en serio, que podría independizarse de Venezuela, simplemente por ser la región petrolera por excelencia… en aquellos buenos tiempos sin crisis.

Continúa la vigilancia, tan propia de los gringos y sus instituciones. Mi amiga abre algunas puertas con su credencial, mientras otras deben ser abiertas por agentes de seguridad. Muchos de ellos son latinos. Dominicanos. El primero que nos encontramos le sonríe a mi amiga, a ella le encanta la amabilidad. Se nota que le gusta porque le responde con un saludo que no es desganado, es esa conexión de la felicidad lo que está ahí, la de la autenticidad del saludo. Él es guapo, con una sonrisa que ilumina la sala y abre cualquier cerradura. No sé si mi mente se enamora de la idea de que los opuestos se atraen y por eso el saludo es tan verdadero, porque ella es rubia, blanca y española, y él, mulato, calvo y dominicano.

Los dominicanos son esa vitalidad, esa autenticidad, esas formas ruidosas que nos alegran la vida, como pajaritos en el alba. No es de extrañar que el merengue sea, en gran parte, dominicano. Durante mis viajes en el metro, un día se subió un grupo de ellos, jóvenes, mujeres y hombres, y se separaron para instalarse, se gritaban cosas, hacían chistes. En lo que pudieron sentarse juntos, hasta los gringos sonrieron, nunca supe si fue porque les hacían gracia esas formas nada norteamericanas o porque simplemente odiaban que se hablaran de un asiento a otro del vagón.

Los dominicanos son esa vitalidad, esa autenticidad, esas formas ruidosas que nos alegran la vida, como pajaritos en el alba

No solo en el vagón, también en el súper. Una dominicana, Dahiana, me atiende a mí y a mi host el día de Thanksgiving. Mi amigo le pregunta si tiene algunos puntos por haber comprado el pavo días atrás y ella, al escuchar el acento, cambia a español: «No, mi amor, pero si lo compras hoy te ahorras muchísimo y te doy puntos».

Pasé mi primer Thanksgiving rodeada de latinos y algunos gringos. Mis amigos latinos, en su mayoría venezolanos, un chileno y una española, son profesores de español como parte del pago de su beca doctoral en la City University of New York (CUNY). El español es la nueva forma de integración en la política norteamericana; no es de extrañar que la diputada de ascendencia puertorriqueña, Alexandria Ocasio-Cortez, haya abierto una nueva cuenta de Twitter en español. Hablar de diversidad está de moda en el cartel electoral y no es casual, teniendo en cuenta que hay 59 millones de latinos viviendo en un país de 300.

En su mayoría, mis amigos me cuentan que la norma actual es enseñar español, que no importa mucho el acento y las normas gramaticales; lo importante es entenderse dentro de lo correcto. Lo más difícil para muchos de ellos es ver cómo el idioma de la primera generación de hijos de migrantes se vuelve un mezclote extraño donde inclusive enseñar es más difícil. Como profesores experimentados no solo en NY sino en sus países de origen, me afirman, con propiedad y tristeza, que muchos de esos estudiantes no estudian el idioma por convicción, muchos lo hacen con desgano intentando aprobar la asignatura para no tener que pagar más en carreras por las cuales están endeudados.

En un país donde solo se traduce entre un 3 y un 5% de los libros en lengua extranjera, es normal sentirse en una isla, aplicar y apostar por el gueto. Muchos latinos tienen una gran preocupación por la pérdida del idioma, especialmente los migrantes con hijos nacidos en Estados Unidos.

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Los latinos estamos en todas partes, no somos minoría. Al final de mi viaje, una conversación con una desconocida me marca y termina por ser la guinda del postre que me reafirma qué es la generalidad latina en niuyork.

La mujer que me lleva al aeropuerto JFK para volver a España es una ecuatoriana, trabaja en una línea de taxi de latinos. Al subirme al coche le confirmo en inglés que voy al terminal 4. Al instante me pregunta si hablo español, respondo que sí, que soy venezolana. Me dice que no tengo acento, que no parezco, que si vine de visita, que si mis familiares viven en Nueva York. Su curiosidad me gusta pero me altera, me invade, quizás es algo con lo que nacemos en el caos inseguro llamado Caracas. Le comento que vivo en España desde hace 10 años, que vine a visitar a unos amigos, que no son mi familia, aunque como si lo fueran, porque al final la diáspora es tu mapa de afectos.

Su curiosidad continúa mientras gira el volante y entra en una autovía: «¿Desde cuándo no va a Venezuela?». Ese usted con el que me trata y su pregunta giran mi estomago, soy una mueca. Le respondo que desde 2015 pero que ahora no puedo ir porque no tengo vigente mi pasaporte venezolano y sin él podría entrar pero, quizás, no salir. Me dice que entiende eso, que ella está sola en los Estados Unidos, que se vino al norte el mismo año que yo me fui a España. Me pregunta que cómo es la vida en la península ibérica, que si es más barato, que ella tiene una tía en España pero que nunca la ha podido visitar. De igual forma, me demuestra, mientras seguimos hablando, que ni siquiera ella sabe en qué parte de España vive.

El trayecto desde donde me hospedaba en Brooklyn al JFK es largo, unos 40 minutos, quizás más. La conductora no para de hablar, me sigue contando su vida al empatizar conmigo cuando le digo que España es más barata que NY pero que los alquileres se llevan más del 50% de tu sueldo.

Entrada en confianza me cuenta que «metió la pata», que quedó embarazada, que se tuvo que casar con el papá de su hija. Que se tuvo que casar con ese primer novio pero que a ella le hubiese gustado tener más novios, que ya es tarde. Me parece jovencísima para que diga eso. Tiene 34, dos años menos que yo. Con tristeza me comenta que ya no está con ese hombre, que él se trajo otra mujer desde Ecuador. Que ella ahora está sola. Insisto en que es joven, que puede tener nuevos pretendientes, usando el mismo lenguaje humilde y de tintes cristianos que ella usa, aunque lo que quisiera decirle es que puede tener nuevos hombres, que no se frene. Es reticente a mi respuesta y siento que la estampita del Divino Niño que tiene justo detrás del volante me juzga.

Me comenta que tiene una niña de 5 años y que el otro, de cuando metió la pata, tiene 15. Vive con la de 5 años. Desde su hastío me dice que trabaja en las mañanas, que deja a la niña en la guardería, luego se va a trabajar en el taxi y los fines de semanas le deja la niña a una vecina. «Es muy duro, pero Dios me protege».

Le pregunto por su otro hijo y apura y corta: «Está viniendo». La duda se instala en mi cabeza con esa frase. Seguimos hablando. Relata que hay una policía de taxis que te puede multar si no tienes las dos licencias, la del taxi y la de conducir. Que ella se mantiene con el taxi pero que es muy poco, que el Estado no da subvenciones cuando estás embarazada, si acaso unos cheques de 3 o 4 dólares que la ayudan «muchísimo».

Ya que muchos de mis amigos venezolanos han vuelto a Venezuela en momentos de hastío, de desesperanza, le pregunto a mi conductora si no sería mejor volver y me dice que no; insiste: Dios la ayuda. No hay una respuesta clara para no volver: dice que los gobiernos no han hecho nada, que a ella le gustaba «mi» antiguo presidente, Chávez, pero tampoco hizo nada. Yo le recuerdo lo de mi pasaporte, le muestro mi desinterés en hablar de Venezuela; sin embargo, ella me pregunta mientras la emisora de música latina cambia de una cumbia a otra: «¿Pero Chávez realmente se murió?». Su duda me revuelve los pensamientos, me enervo, pero su exclamación es válida. Si los venezolanos no tenemos ni idea de cómo sucedió la muerte del «héroe» del socialismo del siglo XXI, cómo ella no me lo va a preguntar, así que me río y le afirmo categóricamente: «Claro que se murió».

Ella continúa, me dice que en Ecuador hay muchos venezolanos que se están quedando con los trabajos, que matan y violan, que a una amiga de una vecina suya la violó un venezolano; que los venezolanos en Estados Unidos se comportan bien porque saben que pueden ir a la cárcel, que son «correcticos», pero que en Ecuador a un exjefe de ella le robaron 70 000 dólares. Fue un mandadero venezolano al que el jefe le dio el dinero para que se lo depositara en el banco. Intentando desviar un poco todo el dilema y embestirla con dudas o posibilidades le digo: «Claro, hay gente mala de todas las nacionalidades en todas partes; pero ¿no es muy raro que le dejes tanto dinero a alguien?». A lo que responde: «Claro, cómo te vas a dejar así, dejarle tu confianza a cualquiera».

En un intento por cambiar la conversación, vuelvo a mi duda con el tema del hijo: «¿Pero cuándo viene tu hijo?». Sigue sonando la cumbia alegre mientras me suelta: «No ha llegado a la frontera, ya debe de haber llegado a México, pero todavía le falta». Me sorprendo, o quizás no, ante algo que esperaba. La miro por el retrovisor y le pregunto sin pensar: «¿No te da miedo lo que pasa en la frontera?». Cortando el aire responde: «Así nos venimos todos».

El cambio de canción corta la tensión. Me vuelve a hablar de su exmarido, que le dice que la quiere. Le digo que eso es vacilar, que es cobardía, que no quiere perder ni el chivo ni el mecate, que ni churras ni merinas; que ella debería buscarse a otro, a otros, que tiene dos años menos que yo, que somos jóvenes. El Divino Niño vuelve a juzgarme justo antes de que ella me diga: «Tengo a uno que me está ofreciendo matrimonio, pero tendría que tener un hijo con él y tener un hijo sin amor, uy, como que no, no le tengo fe». La estampita del Divino Niño saca una cartel que dice: Te gané, te gané en NY.


En la cabecera, dos muchachas latinas en Brooklyn, en 1974 (Danny Lyon NARA/EPA)