En O Val (Lobeira, Ourense) la jornada comienza a las 6.00 a.m. Toño abre un ojo. Se estira. La habitación está oscura. Huele a humo. La piedra del fogón aún desprende calor. Benito, el perro con el que comparte casa, sigue durmiendo en su cesto. Toño prepara el primer café del día y lo lleva consigo a cama. Está deshecha y caliente. Enciende la televisión y comprueba que el mundo está funcionando. «Lo que más echo de menos en la tele son las imágenes del tráfico entrando en las grandes ciudades», dice Toño. A su alrededor sólo viven el bosque y los animales. Estas noches de lluvia hay muchas salamandras. El amanecer lento de O Val contrasta con los despertares bulliciosos y caóticos de las urbes.
Estas montañas están rodeadas por la raia que separa Galicia de Portugal. Toño lleva 35 años viviendo en este bosque. El mismo tiempo que lleva enseñando a hacer cestos. Ambas, la ubicación y la profesión, están relacionadas. Después de vivir en A Coruña y de navegar al Gran Sol, Toño regresó tierra adentro para buscar una forma de vida tradicional.
Ext. Día. Huerta. Beethoven. Sinfonía nº5 en Do menor. Andante con moto
Las salamandras regresan a sus escondites. La noche de temporal se ha acabado y el sol intenta calentar O Val. Toño sale a comprobar si el viento hizo estragos en la huerta. «Me encanta escuchar Beethoven a toda pastilla y que se oiga en toda la finca», dice sonriendo. Siempre va acompañado de música. Haga lo que haga, lo hace silbando. Algunas melodías que salen de su boca son canciones portuguesas que le enseñó su madre, otras son las que interpreta con la gaita o con el birimbol —una variante del birimbao inventada por Toño—.
Nació en Medeiros, una aldea de Monterrei (Ourense), tierra de viñedos. Su padre era cestero. Enamoró a su madre regalándole un cesto grande y fuerte. Años más tarde sirvió para arropar a Toño y sus hermanos. Se podría decir que creció en un cesto. «Mi padre murió cuando era pequeño y mi casa era un paraíso porque había una forja, herramientas de carpintero, una pizarra de profesor… Mis juguetes siempre fueron herramientas reales», recuerda Toño. Una infancia «maravillosa y libre». Creció rápido y, con 15 años, un profesor le consiguió una beca para estudiar náutica en A Coruña. Al poco de llegar a la ciudad, Toño buscó su primer sueldo en el Gran Sol. Un «niño de aldea» que conoció en el mar lo que son la explotación y el miedo. «Siempre intento transmitir lo que viví, aquella destrucción del medio, aquella pesca irracional, la contaminación que se veía en la ciudad de A Coruña cuando en San Pedro echaban la basura directamente al mar. Las redes llenas de ruedas de coche, botellas, hierros… Más basura que pescado. Tuve que ver el demonio para querer buscar la luz.»
Los problemas no se acababan al llegar a tierra. Durante sus años en A Coruña se frustraba por no conseguir vivir en la ciudad. Después descubrió que el problema era de las ciudades, que no permitían crecer la vida. Leyó a Kerouac, a Thoreau, a Herman Hesse. Decidió que su vida estaba lejos de allí. «Siempre fue una meta conseguir mi comida, mis quesos, mis patatas… Ahora estoy solo y no doy con todo, pero la idea sería hacer cultura de aldea donde se pudiera hacer todo, incluida la diversión. Las aldeas eran así», explica Toño.
Es media mañana y la Moura, una mastina joven y gigante, quiere cansar sus patas. Toño abre el cerrado de la mula y se pone su capa de lana sobre los hombros. Todos los días dan un paseo. «Vengo por aquí porque no hay gente y porque tengo que bajar el colesterol», explica. Sigue llevando una pequeña riñonera de cuero. Era el sitio del tabaco. Ahora está dejando de fumar. La mula se resiste a seguir el camino y Toño la convence. Benito los acompaña en la distancia, es pequeño y teme los pisotones. Las montañas que hay enfrente son Portugal. Toño cruza esta frontera con frecuencia. Para navegar y pescar en un encoro portugués, para tocar con su grupo en las fiestas o para aprender formas de cestear. «En Portugal se conservó mejor todo lo tradicional, incluidas las formas de hacer artesanía», explica. También habla la lengua raiota (variedad de gallego-portugués de las zonas fronterizas). Dice que le gusta descubrir sitios en su lugar, que viajar no le dice nada.
Int. Día. Taller de cestería. Zaz. Éblouie Par La Nuit
El taller tiene una estufa en el centro. En la montaña, ahuyentar el frío puede estructurar los días. Las paredes están llenas de cestos. Toño lleva diez años jubilado por un «codo de cestero»: una inflamación de los tendones que afecta especialmente a tenistas. Aún así, continúa trabajando en la huerta, talando madera y enseñando a cestear. Los fines de semana llegan a O Val grupos de gente que aprenden con él. Enciende la estufa y pone a Zaz. «Tenía muchas ganas de escucharla», comenta.
Al dejar A Coruña, Toño abrazó la cultura hippie. Inició y vivió en varias comunas en Galicia. Negueira de Muñíz, Ludrio o Foxo son algunas de ellas. Allí hacía bisutería y cuero para vender en ferias. «Después escogí la opción de vivir con animales en la naturaleza y busqué el oficio más acorde para vivir así. Como tenía alguna herramienta de mi padre empecé a buscar cesteros para aprender de ellos», explica.
Empezó trabajando para vender, algo casi imposible hoy en día, hasta que un amigo le propuso ir a una feria de artesanía. «Yo no tenía muchos cestos, se me ocurrió llevar las herramientas y la madera y ponerme a vender mientras trabajaba. Fui la gran atracción de la feria», recuerda. Desde entonces, centró sus esfuerzos en la enseñanza. Fue profesor en centros de artesanía como el de Allariz (Ourense) o Vigo. «A la gente le sobran las cosas, quieren algo con valor añadido, hecho por ellos», explica.
Esta forma de entender la profesión le permitía también divulgar valores vinculados con el mundo tradicional. Toño usó los cestos para transportar ideas. «Los cestos son la historia de lo que somos», explica. También son una muestra de adaptación al medio. Según las características de la zona, los materiales y las técnicas varían. En lugares de lluvia se hacían con madera de roble, los de colmos son de la Terra Chá (Lugo) o de la Costa da Morte (A Coruña). «También tienen que ver con la cultura, los costumbres, los refranes o los bailes. La gente se identifica con los cestos, tienen que ver con lo más sensible de la creación humana», explica.
El taller es un museo. Toño dice ser feliz y carecer de preocupaciones. Poder garantizar el cuidado de su colección de cestos cuando él no exista es lo que más le inquieta. En cuanto al futuro de la cestería, reivindica «mantener vivos los oficios tradicionales como una solución al cambio climático, son una alternativa maravillosa al desastre que se avecina». Está convencido de que volverán a «formar parte de lo cotidiano de la gente, como cestas de la compra por ejemplo».
Int. Noche. Casa. Silencio
Toño enciende la chimenea. Se sienta en el sofá y acaricia su barba. Lo hace cuando habla de algo que le interesa. La noche y la casa están oscuras y silenciosas. En O Val inició un proyecto de vida en comuna. Allí vivieron muchas personas junto a él. «Nunca funcionó, no estamos educados para eso, no tenemos la formación. Yo no fui capaz de aprender, uno de los grandes problemas que siempre tuve es la casa, demasiado pequeña. Cada uno tiene que tener su intimidad, no somos tribales desde el nacimiento», lamenta.
Benito sale de su cesto y se mete entre sus piernas. Toño coge un cepillo y lo peina. «Me siento de la mejor manera posible en soledad, aunque hay momentos muy duros. Soy consciente de que es una forma de aprendizaje. La soledad es un castigo, en mi caso voluntario», reflexiona. Se acuerda de una frase que le dijo un buen amigo: «Estar solo y triste no es la peor forma de estar». Está de acuerdo con él. En caso de sentirse solo, dice tener recursos. La música, el baile, la televisión o los libros. «Lo peor que te puede pasar es estar sometida, explotada… Eso sí que es grave.» Toma el último café del día. Se sienta en la cabecera de la cama —uno de los pocos lugares con cobertura— y abre sus redes sociales. Habla con la familia y sus amistades. Son muchas y variadas. No para de sonreír. Las salamandras vuelven a rodear su casa.
Fotografías de Agostiño Iglesias