«Postales» es la serie de artículos de Martín Caparrós en Altaïr Magazine. En ella repasa las fotografías que ha tomado en sus viajes como reportero. Es un punto de partida para escribir con libertad y hacer un periodismo que reflexiona sobre el mundo y contra el público, con honestidad y hondura.


Había vuelto al Muro de Jerusalén. Había vuelto a pararme bajo el rayo del sol, más cerca de la ausencia de algún dios, frente a esa pared que son tantas paredes: la que queda del templo de Salomón, la que queda de la ciudad que aquellos latinos arrasaron hace ya veinte siglos. Había vuelto, treinta años después, y por eso recuperé esta foto —de aquel año: 1985, la primera vez.

Aquella vez fui con temblores. En realidad, aquella vez fui muchas veces. Estaba conociendo la ciudad más extraña del mundo, la más extrañada: daba vueltas y más vueltas por Jerusalem y muchas veces pasaba frente a la pared que ciertas tradiciones llaman Muro de los Lamentos, otras el Muro Occidental. Y la miraba desde afuera, y pensaba en entrar, acercame, pero no. Pensaba, sobre todo, en la injusticia: tantos abuelos y bisabuelos y tatarabuelos y más choznos míos habrían dado lo que no tenían por estar allí: tantos judíos a través de tantos siglos deseándolo, despidiendo cada año con la frase ritual que prometía que el año siguiente se encontrarían en Jerusalén —y el que estaba era yo, que nunca lo había dicho. Tantos que hubieran dado todo y el que estaba era yo, un ateo, aquel al que menos le importaba. Veía, cada vez que pasaba, docenas de hombres con sus gorros redondos, chaquetas negras, patillas enredadas, que se acercaban al muro para hablarle al dios de mis ancestros, y yo no. Yo me quedaba afuera; desde lejos, a lo lejos, les sacaba fotos. Y me decía que no lo merecía, hasta la última vez.

Es raro ser judío. No necesito creer en nada para ser argentino o español: es un hecho, una fatalidad, madres, padres, un azar geográfico. En cambio ser judío parece necesitar una creencia, la confianza en la existencia de algún dios o, al menos, el alimento de una tradición. Existen —por supuesto que existen— judíos ateos, pero entonces no se sabe bien qué son: ¿portadores de sangre, de una cultura, de un pasado?

Siempre me costó mucho ser judío: me molesta sobre todo esa creencia en un dios que nos habría elegido entre todos los pueblos, sobre los demás. Pero sí me enorgullece ese invento increíble, el producto de aquella derrota de hace dos mil años: una forma de subsistir como comunidad que no se basó en coerciones, monarcas, territorios comunes sino en la tradición o, mejor dicho: en la cultura. Cuando los romanos destruyeron este templo, cuando dejaron sólo esta pared, empezó la gran diáspora. Desde entonces los judíos se dispersaron por el mundo y fueron, casi siempre, un grupo más o menos marginal dentro de sociedades siempre ajenas. Fueron, durante tanto tiempo, un caso único: un pueblo sin Estado. Se ha dicho demasiadas veces: durante siglos, la única patria de los judíos fueron sus libros, su historia, su memoria —su dios, mal que me pese.

(c) Martín Caparrós.

Por esa desgracia original —la pérdida del reino— la historia judía es una historia privilegiada: no conoció tiranos, señores explotando, ejércitos brutales. Hasta hace poco: los judíos supusieron que, en condiciones extremas, precisaban un Estado que los defendiera. Y lo formaron en condiciones extremas: después del Holocausto. En 1948 fundaron el Estado de Israel y empezaron a ganar algunas guerras: la diferencia ya no era, el orgullo había perdido sus razones frente a la prepotencia de un Estado más. Que ahora reprime, encierra, mata: un pueblo al que legitima su condición de víctima produce, a su vez, víctimas. Y en lugar de centrar su identidad en ese muro que recuerda una pérdida, la defiende con unos muros que dividen todo su país para dejar afuera a quienes perdieron el territorio que ellos les ganaron. La historia a veces es un chiste malo.

Aquella primera vez también era verano: agosto del ‘85. Me estaba yendo de Jerusalén: la última vez que pasé frente al muro decidí tocarlo. Me lavé las manos en la puerta, me puse la kipá de cartón que ofrecen a los forasteros, me acerqué hasta las piedras. Ví —escuché—como los hombres a mi lado hablaban con su dios, y supuse que tenía algo que explicarle: le dije, en un susurro, por qué no podía creer en él, por qué estaba seguro de que no existía. Presumo que entendió.

Pero esta vez, treinta años más tarde, ya no le dije nada.