En colaboración con el ciclo «Viaje al centro de América»
En Nicaragua, un país más bien pequeño, se encuentra el segundo lago más grande de América Latina. Si consideramos el Maracaibo, de extensión superior, no como un lago propiamente dicho sino como un golfo de agua salada que se adentra en el continente desde la costa venezolana, sólo el Titicaca, en la frontera entre Perú y Bolivia, puede disputarle al gran Lago de Nicaragua el trono de mayor lago de esta parte del mundo.
Con la vastedad de sus 8.624 kilómetros cuadrados, este inmenso cúmulo de agua fresca que en lengua indígena náhuatl recibe el nombre de Cocibolca o «mar dulce», ocupa una quinceava parte del territorio del país. Por extraño que parezca, sólo un barco lo atraviesa a lo largo de los más de 150 kilómetros que separan Granada, su puerto más septentrional, de San Carlos, en el extremo sur. Su nombre es Solentiname y fue nuestro hogar durante una singladura de más de 16 horas. La idea era llegar al remoto pueblo de El Castillo, ya en la frontera con Costa Rica y a tiro de piedra del Caribe, intentando evitar los temibles 220 kilómetros de viaje por tierra desde Granada, con su promesa de riñones rotos y paciencia dinamitada, pero poco a poco atravesar este mar interior se convirtió en un objetivo en sí mismo.
La travesía comenzó a las 3 de la tarde de un día borrascoso. Empezaba a chispear cuando enfilamos el muelle en cuyo extremo se encontraba atracado nuestro particular llanero solitario. El cielo gris estaba roto y la mar picada prometía mareos importantes. El Solentiname se mecía sobre un lecho de olas encrespadas. Parecía una vez más, en esta linda y salvaje Nicaragua, que seríamos víctimas de una meteorología caprichosa que abre el día con un sol radiante y lo remata con un duro tormentón. Al poco de zarpar, ya las primeras vomitonas tapizaban los laterales del barco. Granada iba quedando atrás y, a su lado, la imponente silueta del volcán Mombacho parecía agrandarse con la distancia. El viento soplaba con fuerza y una bandada de gaviotas perseguía nuestra popa. Era una experiencia terapéutica encontrarse a lomos de ese paquebote que sin miedo se adentraba en la tormenta. A estribor, aún vecinas de Granada, podíamos contemplar las Isletas, un numeroso conjunto de islotes diseminados en torno a la virginal península de Asese (se dice que tantos como días tiene el año) que en su día fueron escupidos por el Mombacho y formaron este bello archipiélago. Habíamos recorrido estos pedazos de tierra unas semanas antes, en lancha, navegando por los vericuetos de su estructura laberíntica, atisbando de modo intermitente, según pasábamos entre ellos, el ancho horizonte del gran lago que ahora nos acogía.
Parecía el hogar de un demonio tranquilo o de un ogro siniestro que adora el silencio. Era la isla Zapatera
Es recomendable, si no imprescindible, comprar billete de primera clase y, a ser posible, hacerlo en temporada baja. En verano, el Solentiname se convierte en un ente asfixiante donde la gente se agolpa en masa al estilo de esos pobres emigrantes que, como puro ganado, arriban a las costas de una nueva tierra prometida. Por suerte, no era el caso. Viajando en primera clase, situada en la cubierta superior, puedes alternar la travesía entre una sala aclimatada —cosa útil si el calor aprieta fuera— dotada con televisión y mesas y el exterior, con su regalo de una brisa liberadora y limpia, buen remedio contra el amenazante mareo. La segunda clase, en la cubierta inferior, es un espacio cerrado y turbio que sólo visitamos para aprovisionarnos de la comida y la bebida que despachaba un mugriento chiringuito.
Con las Isletas ya perdidas tras nosotros en una lejanía brumosa, de nuevo a estribor asomaban los perfiles de una tierra oscura, un territorio de tinieblas que se dibujaba sobre el fondo de un cielo que empezaba a oscurecer. Parecía ser el hogar de un demonio tranquilo o de un ogro siniestro que adorara el silencio. Era la isla Zapatera. Con su presencia muda y negra a la espalda, mirando hacia babor tuve la sensación de encontrarme en medio de un océano. No era posible adivinar los contornos de la orilla contraria. Fijando la mirada en sus aguas de profundidad insondable, ahondé en estas comparaciones oceánicas según reflexionaba sobre un dato sorprendente: el Lago de Nicaragua es el único en el mundo en que pueden encontrarse tiburones. No se trata de una especie autóctona, sino de ejemplares que, desde antiguo, alcanzan el lago remontando el río San Juan, que comunica éste con el Caribe, a unos 200 kilómetros al Oeste.
El reloj acariciaba las 7 de la tarde cuando hicimos nuestra primera escala en el puerto de Altagracia, en la isla de Ometepe, la mayor del lago y una joya ecológica de belleza insultante. La noche lo abrazaba todo cuando, después de cargar varias toneladas de plátanos y unos cuantos pasajeros más, atacamos de nuevo las aguas que ahora se mostraban más tranquilas. La luna llena se colaba entre las nubes formando enormes círculos de luz sobre el lago. Gracias a ella, se distinguían los dos enormes corpachones pardos de los volcanes Concepción y Maderas que, como Polifemos mudos, contemplaban cómo el Solentiname se deslizaba sigiloso camino del Sur. El cielo quebrado por las nubes dio paso a un firmamento limpio y el lago, agitado durante todo el día, se convirtió en un remanso de aguas tímidas. Aún nos esperaban diez horas de travesía.
Los viajes en ferry se convierten a menudo en un y fabuloso dolce far niente. Escuchar música en tus auriculares y sentir que el escenario la transforma en poesía, notar que el viento golpea con fuerza en tu cara y juega salvajemente con tu pelo, perder la mirada en un horizonte ancho. Son deleites livianos que, en estas circunstancias, embargados por la magia del viaje, se convierten en placeres profundos, momentos que reclaman un tiempo detenido y se prestan a la reflexión. Más allá de esta experiencia íntima, la cubierta parecía un improbable club social, con gente hablando y gente yendo y viniendo, con pasajeros dormitando en sus hamacas o en el suelo mientras un viento cálido lo acariciaba todo. Atravesar este inmenso lago en medio del silencio de la noche era un espectáculo por el que bien merecía la pena robarle unas horas al prescindible sueño.
Dejamos atrás los puertos orientales de Morrito y San Miguelito. Detrás de estas avanzadillas sobre el lago, envuelta en la oscuridad, imaginaba la presencia de la selva amenazante que se extendía hacia la costa caribeña, al Este. Con la llegada de nuevos pasajeros, también subieron a bordo mujeres y niños vendedores de leche y café caliente, de bollos, quesillos y pan con mantequilla. El cansancio empezaba a hacer mella cuando, al filo de la medianoche, distinguimos en la lejanía la presencia de un nuevo habitante del lago. Se trataba del alargado archipiélago de Solentiname, ya en el extremo sur, el lugar que daba nombre a nuestro barco. Fue aquí donde Ernesto Cardenal, el poeta y Ministro de Cultura durante los años de gobierno sandinista, estableció una comunidad de artesanos, poetas y pintores que ha convertido a Solentiname en un tradicional refugio de artistas. No hicimos escala en sus costas ni tuvimos ocasión, antes o después en este viaje, de pisar su tierra prometedora, de conocer su encanto dicen que sin igual en Nicaragua. Solentiname quedó como una deuda pendiente que saldar en futuras visitas a este hermoso país.
Y ya poco después, con las primeras luces del día, alcanzamos nuestro puerto de destino. San Carlos es un villorrio húmedo plagado de construcciones (eufemismo más que generoso para lo que a menudo no son sino chabolas de alto copete) de techo de uralita, un lugar de paso en el que gastar el menor tiempo posible. Si acaso, merecen una visita su coqueto Parque Central y las ruinas de la antigua fortaleza, construida por los españoles en 1793 y desde las que se tienen unas estupendas vistas de la desembocadura del río San Juan en el lago y del lago mismo.
Desde este lugar sin alma con aromas de frontera emprenderíamos viaje hacia uno de los lugares más fascinantes y remotos de nuestro periplo nica: El Castillo.
El Castillo
Existen muchos lugares a no perderse en un país tan hermoso como Nicaragua, pero si tuviera que hacer una lista de preferentes, sin duda entre los primeros puestos se encontraría el pueblo de El Castillo. Puedes hallar rincones de belleza más explosiva, paisajes cuya fotogenia enamora automáticamente al ojo y a la cámara, pero el encanto de esta pequeña aldea a orillas del río San Juan ejerce una hipnosis casi indescriptible que te atrapa suavemente nada más arribar. Sólo es posible llegar hasta aquí siguiendo el curso del río. El San Juan, un majestuoso cauce de agua de casi 200 kilómetros de largo que comunica el Lago de Nicaragua con el Caribe, es además, durante buena parte de su recorrido, la frontera natural entre Nicaragua y Costa Rica.
Habíamos llegado a la deprimida localidad de San Carlos, en el extremo sur del lago, con la intención primera de seguir camino hacia El Castillo, situado unos 50 kilómetros hacia el Este. Una panga o lancha rápida nos llevó a nuestro destino, en este último tramo del viaje, en apenas dos horas. La travesía por el precioso río San Juan, con su fluir tranquilo y su belleza idílica, fue el perfecto aperitivo de lo que nos esperaba. Después de casi 20 horas de navegación —más de 16 de las cuales se habían ido en atravesar el inmenso lago de Norte a Sur— nos sentíamos a punto de culminar una pequeña hazaña.
El Castillo nació a partir de la construcción de la fortaleza homónima por parte de los españoles en 1675, en un intento de cerrarle el paso a los piratas que, remontando el río desde el Caribe, pretendían alcanzar el lago y, desde allí, atacar la rica ciudad de Granada, situada en sus orillas septentrionales. Son sus macizos contornos, situados en un alto sobre el río en el lado derecho de éste, los embajadores imponentes que desde la distancia anuncian este lugar que parece detenido en el tiempo. Con los pies de nuevo en tierra, ligeramente abotargados por el cansancio y la falta de sueño, sólo quedaba cumplir con el ominoso trámite de la búsqueda de alojamiento. El Castillo se extiende a ambos lados de su calle principal, única vía asfaltada que discurre paralela al río y en cuyo extremo oriental encontramos la que sería nuestra morada en los días siguientes. El estupendo hotel Victoria, de reciente construcción, estaba regentado por unos hermanos que parecían ser la familia más pudiente del lugar. Situada sobre un entrante del río que a menudo, y especialmente al atardecer, visitaban tortugas y caimanes jóvenes, la terraza del Victoria era un mirador privilegiado frente al cual bajaba espeso y tranquilo el río San Juan. Al poco de llegar, el cielo descargó sobre nosotros, afortunadamente ya bajo cobijo, una lluvia catártica a modo de estruendosa bienvenida.
En El Castillo, una de las variadas actividades en que gastar el tiempo es montar a caballo. No existen motos ni coches en este lugar, no hay polución y abunda el silencio. El murmullo del río, con su coro de pájaros, es con frecuencia la única banda sonora de estos parajes. Joaquín, dueño de los equinos y hermano de la gobernanta del hotel, fue mi introductor en unas artes, las ecuestres, que nunca habían excitado mi interés. Tras dejar atrás el pueblo, recorriendo calles preñadas de fango que succionaban las patas de los caballos, atravesamos un pequeño bosque y llegamos a una loma con fabulosas y balsámicas vistas sobre el río. Éste, rodeado por un manto verde que parecía infinito, serpenteaba hacia el este y se perdía camino del Caribe. A lomos de estos animales, era fácil sentirse un James Stewart cabalgando por aquellos horizontes lejanos. Pasábamos al lado de gigantescos almendros centenarios, quizá milenarios, cedros reales y enormes caobas. De repente, al otro lado de un claro y como si de la fachada de un edificio se tratara, se alzaba ante nosotros un altísimo muro verde con su espalda perdida en sombras. Era el inicio de la selva virgen, el bosque primigenio en cuyas oscuridades nos internamos y que, por momentos, sólo el machete de Joaquín nos permitió recorrer.
Caminando por su calle central, observando a sus gentes tranquilas y sonrientes, El Castillo se revela como uno de esos lugares callados, sin especial relumbrón en las guías turísticas, en los que apetece quedarse más días aunque no haya mucho que hacer, mientras el tiempo transcurre fuera, en el mundo. Una de las visitas obligadas es, por supuesto, su famosa y muy bien conservada fortaleza. Desde estas piedras, en lo alto de una colina que domina el cauce, es fácil ceder a la ensoñación e imaginar algún barco pirata asomando por el río a lo lejos, navegando contracorriente con intenciones aviesas, y fantasear con escenas de guerra en medio de esta naturaleza loca, de este cuadro sublime. Duras batallas se lucharon en El Castillo contra bucaneros de todo pelaje. Recuerdo especialmente la historia de Rafaela Herrera, la hija de un comandante caído que, en 1762, tomó el mando de las tropas españolas y rechazó los violentos embates de los invasores británicos y sus aliados miskitos. El fuerte fue sitiado y conquistado brevemente por fuerzas inglesas en 1780 —un joven Horacio Nelson, después famoso almirante, se encontraba entre ellas— pero éstas sucumbieron pronto a la disentería y emprendieron la retirada.
Fueron días de petardos, de bengalas, de cánticos devotos y rancios inundando el pueblo, de sueño conquistado a horas inverosímiles
Si la jornada a caballo fue, finalmente, una experiencia emocionante —más aún para Patricia, mi compañera de viaje, que se llevó de recuerdo un buen par de coces— no lo fue menos recorrer en canoa el río San Juan y su afluente el Santa Cruz. Napoleón, ex alcalde del pueblo y ahora próspero hostelero, nos proporcionó las embarcaciones. Estas cinco horas de comunión con la naturaleza y el sosiego, con la belleza y el asombro, fueron una buena ocasión para aplacar los ruidos de la mente y dejarse embargar por una especie de meditación mundana. Delante de mí, como copiloto de nuestra modesta nave, iba Daniar, un mexicano errante, estudiante de Literatura en Salamanca con el que pudimos compartir buenos momentos de risa y barra. También beneficiarnos de su vocación de prestamista cuando las cosas vinieron mal dadas. En el río, empapados del sudor que nos regalaba el bochorno del día, se hacía perentoria una zambullida en sus aguas limpias y frescas. Sólo había que tener en cuenta a esas bestias de aspecto jurásico y plagadas de colmillos que proliferan en las aguas calmas de esta parte del mundo. A diferencia del norte de Australia, donde a menudo sólo encuentras el consejo de simpáticos carteles que te advierten de los encantos de bañarte «at your own risk», aquí pudimos disfrutar de los conocimientos de un experimentado guía. El chapuzón no se hizo esperar. Podías nadar y bucear en el cauce cristalino contemplando nítido el lecho del río, flotar con la pantalla de un cielo hermoso frente a tus ojos, casi beber unas aguas inmaculadas que podrían saciar la sed del mundo. Era un privilegio poder estar viviendo ese momento, poder compartirlo con otros espíritus igualmente emocionados. De vuelta en la canoa, el río se ramificaba en afluentes misteriosos que invitaban al descubrimiento y se adentraban en la espesura. El San Juan, mayestático y gordo, ajeno a los avatares del hombre, nos condujo de vuelta al lugar del que habíamos partido. A lo lejos, en la altura, perfilada contra un azul que empezaba a atardecer, la mole pétrea de la fortaleza nos anunciaba que la travesía estaba tocando a su fin.
Mitad religiosas mitad surrealistas, las celebraciones de la festividad de la Inmaculada a mediados de noviembre nos devolvieron la cara más beata y ruidosa de los nicas. Fueron días de petardos, de bengalas, de cánticos devotos y rancios inundando el pueblo, de sueño conquistado a horas inverosímiles. La apoteosis pía se tornaba mundano espectáculo ante nuestro cerebro agnóstico y nuestra mirada entomológica. Sólo restaba dejarse mecer por aquella riada de gentes vociferantes, contemplar su éxtasis y saborear las dulces ofrendas que, gratuitamente, eran distribuidas a toda la población.
Entre los regalos que una visita a El Castillo otorga, es imprescindible probar sus populares camarones, especie de enormes gambones de río cuya carne y sabor recuerdan a los de la langosta. Otros disfrutes, como visitar la fabulosa reserva Indio Maíz o alcanzar en panga, después de 9 horas y 150 kilómetros de navegación, las costas del Caribe nica, quedaron desgraciadamente fuera de nuestra agenda. En la lancha de vuelta a la decadente San Carlos, tres horas de convencional transporte remontando el río se convirtieron en un regalo para la vista, pero una nostalgia que ya afilaba sus dientes nos recordaba que dejábamos atrás un lugar que no queríamos abandonar. Esta es la seducción callada pero irresistible que ejerce El Castillo sobre el viajero que la visita. Sobre nuestras cabezas, garzas, cormoranes y zopilotes escoltaban nuestra despedida con su vuelo majestuoso.
Ya en San Carlos, un pequeño error de cálculo en torno a la salud de nuestros bolsillos nos hizo conocer un aspecto insólito pero sin duda potencialmente consustancial a todo viaje: la mendicidad del trotamundos. Habíamos confiado demasiado en el alcance de nuestro dinero plastificado, en una zona del mundo donde billetes y monedas son el lenguaje imperante, y literalmente tuvimos que pedir para poder comer. Aún recuerdo el rostro de un viejo vagabundo desdentado que, entre sonrisas de intención cristalina, se acercó a nosotros en busca de la habitual limosna. Sus cejas se arquearon al confesarle que, de momento y hasta nuevo aviso, formábamos parte de su gremio de pedigüeños, y que evidentemente no podíamos darle nada.
El viaje es una isla, un paréntesis en el cual la aridez y la indiferencia que anidan en la vida diaria quedan en suspenso y son sustituidas por la compasión y la solidaridad espontánea de otros viajeros. Fue así como pudimos volver a casa, a Granada, aunque nada nos libró de pasar 24 horas con una sencilla dieta a base de agua, pan y tabaco.