El tango atraviesa el Pacífico a la velocidad del sonido, cruza los diez mil kilómetros que separan el Rio de la Plata de Auckland y llega mucho antes que un vuelo directo de catorce horas. Al norte de Nueva Zelanda Aotearoa, Auckland, este pueblo grande —como lo llaman sus residentes— es en la actualidad el centro económico y el lugar más cosmopolita del país insular. La cultura del tango, que lleva en su génesis diferentes orígenes, también tiene su lugar en el prolijo enjambre de europeos, asiáticos, latinos y kiwis (neozelandeses) que viven en la ciudad que fuera capital de Nueva Zelanda desde 1841 y durante veinticinco años antes de que ese rol pasara a Wellington.

El verano del 2018 se iba terminando con el mes de marzo, pero el sol aún reinaba y lo haría durante los días siguientes. Hacía un promedio de veinte grados, poca gente circulaba por la Quay Street, frente al puerto de Auckland y un crucero amarraba en el Muelle de la Reina. A simple vista, las calles comerciales no eran bulliciosas ni estaban abarrotadas de carteles y neones. El centro era más bien sobrio y afable, como la gente local, quienes, según un día me dijo Larissa —una señora rubia de origen ruso, residente en la ciudad desde hace casi veinte años— son easygoing (tranquilos). 

El panorama del tango en Nueva Zelanda es suficiente para llevar a cabo un evento de envergadura: un festival de tango que integran artistas internacionales y tiene una trayectoria de diez ediciones

Era mi primera aproximación a Auckland y me acompañaba Cecilia Trini, profesora argentina de tango que eligió ese lugar para vivir hace una década, cuando la ciudad tenía casi medio millón de habitantes menos —hoy esa población asciende a 1,6 millones de personas y se espera que llegue a los dos millones para 2031—. De este total, solo bailan tango activamente, incluso dos años después, unas setenta. Aunque hay más, asegura Cecilia. Así todo, suficiente para que cuatro días a la semana hubiera milongas(el lugar social donde se baila tango) de cuarenta personas, prácticas (sitios para bailar más informales) y clases; suficiente para que viajasen profesores argentinos y uruguayos a establecerse el tiempo que dura una working holiday y suficiente para que muchos aficionados soñasen y sueñen con ir a Buenos Aires a ver el tango de cerca. Y una situación similar se replica en otras doce ciudades del país. Al final, todo el panorama es suficiente para llevar a cabo un evento de envergadura que tiene lugar en Wellington: un festival de tango que integran artistas internacionales y tiene una trayectoria de diez ediciones.

Los trabajadores de la cultura dedicados a tiempo completo se vieron afectados en todo el globo por la crisis sanitaria del Covid-19, incluso en los países en donde las cosas funcionan bien. El gobierno neozelandés dio una ayuda universal única durante doce semanas de 490 dólares neozelandeses por semana; el total suma casi 3 500 euros. Por suerte, desde septiembre las actividades presenciales fueron volviendo de a poco a la normalidad y hoy, según cuenta Cecilia desde una ventana de Zoom, tienen una vida casi normal. Tan normal como que los alquileres y los salarios se calculen por semana, que se trate del segundo país con menor índice de corrupción del mundo o que para comprar una caja de veinte cigarrillos Lucky Strike haga falta presentar el documento de identidad y pagar 28 dólares neozelandeses.

Auckland tiene un pueblo más navegante que danzante, aunque en todo el mundo se conozca la danza-ritual del haka que tradicionalmente se usaba en la guerra, como modo de preparación mental, y en la paz, como costumbre de encuentro, hoy famosa porque la utilizan las selecciones de rugby de Nueva Zelanda —la masculina, los All Blacks, y la femenina, las Black Ferns—. Pero además se baila en casamientos y en competencias locales y nacionales, donde los jóvenes maorís participan en grupos de kapa haka.

En mi periplo encontré a quienes enseñaban a bailar tango y a quienes organizaban eventos como hobbie o segundo trabajo. Era el caso de Kelly Poon, mujer de ojos rasgados y estatura baja; malaya crecida en Inglaterra y residente en Auckland desde el 2013. Llegó a este hemisferio, dice, por accidente. La llamaron cuando pedían trabajadores de la construcción, a lo que ella se dedica, luego del terremoto del 2011 que sacudió a la ciudad de Christchurch en la isla sur. Kelly pensó que era demasiado lejos; sin embargo, se aventuró pensando en quedarse dos años. Dejó todo menos a su pareja, quien la acompaña hasta hoy. 

—Tengo un trabajo a tiempo completo durante el día y otro durante la noche —sonríe con cierto orgullo—. Necesito un balance, hacer algo que me apasione, divierta y distraiga después de la oficina.

Kelly empezó a bailar en Londres porque no tenía tiempo de ver a sus amigos, hasta que un día se quedó sin ellos. Probó con los bailes de salón y los odió. El tango le pareció interesante cuando le mostraron los ocho pasos básicos; nunca más lo dejó.

—¿Cómo está ahora la comunidad del tango? —le pregunté a Kelly cuando le propuse hacer un encuentro por videollamada en plena tercera ola de la peste en varios países del mundo.           

—Con la pandemia, la gente grande se guardó y hasta el día de hoy no va a bailar. Sin embargo, los que se animan entendieron que es tiempo de profundizar conocimientos. Y hay cada vez más jóvenes que comenzaron a bailar por hacer algo, ya que las fronteras del país permanecen cerradas, casi nadie está ni saliendo ni entrando si no es por fuerza mayor.

La administración nacional presidida por Jacinta Ardern —del Partido Laborista y quien fuera la primera ministra más joven del mundo cuando asumió el cargo en 2017— definió que las personas deben hacer una cuarentena de catorce días cuando vuelven al país, en un hotel indicado por las autoridades y que los primeros tiempos pagaba el gobierno, pero ya no. Kelly afirma que las personas gastan el dinero en otras cosas, no pudiendo viajar, por ejemplo. En general hay condiciones favorables para gastar en ocio: Nueva Zelanda tenía un desempleo del cuatro por ciento en 2019 y, a partir de abril de 2020, el salario base pasó a ser de 756 dólares neozelandeses por semana.

—¿Hay gente que se siente encerrada en una isla?

—En Nueva Zelanda tenemos poca población (5 millones), así que es mucho más fácil controlar aquí que en otros lugares. Además, tenemos mucho espacio, no te quedas atascado en un lugar, la gente viaja por el país, pasa tiempo en sus barcos, se va a navegar, pescar. El estilo de vida es diferente que en Europa —Kelly desvía la mirada, probablemente rememore su vida en Inglaterra.

Los kiwis —llamados así no por la fruta sino por el ave— aman hacer actividades al aire libre y se calcula que en Auckland puede haber un velero cada tres hogares.

***

Como me solía suceder en las afueras de muchas ciudades-pueblo del hemisferio sur, parecía que el sol brillaba más y tenía más lugares donde inmiscuirse durante el día, porque había menos construcciones altas, más amplitud visual, más rincones despoblados y el horizonte casi se podía ver desde cualquier lugar. Por la noche, la Cruz del Sur me concedía el resultado de «tener el corazón mirando al Sur,» en palabras de la compositora argentina Eladia Blázquez.

¿Qué tenían en común los kiwis con los rioplatenses para gustarles el tango? Pertenecer al hemisferio sur, vivir de exportar alimentos o materias primas durante muchas décadas, tener un deporte como religión (rugby y futbol)… no parecen ser las causas. Aunque en Nueva Zelanda no hubo un genocidio comparable al de América Latina. En este rincón del Pacífico Sur no había rastros de signos humanos hasta que llegaron los polinesios en sus canoas, con el guerrero Kupe a la cabeza, en el siglo XIV. Según la historia oficial, provenían de un lugar llamado Hawaiki que no está en los mapas de la Polinesia. Sus descendientes son los maorís, cuya cultura perdura sobre todo en la isla norte.

Ah, ya encontré algo en común.

La ocupación de los británicos llega de la mano del capitán James Cook, a partir de 1769. La firma del tratado de Waitangi en 1840 da un cierto ordenamiento al usufructo del territorio por parte de los colonizadores británicos. Sin embargo, por problemas de traducción se sucedieron enfrentamientos entre éstos y los maorís, ya que el documento hablaba de la Corona como soberana del territorio y sus recursos, mientras que los maorís pensaban que éstos solo harían «uso» de ellos. La historia es común a lo que sucedió en otras colonias durante la expansión de los imperios europeos…

Aquello de que los colonizados se parezcan a sus conquistadores no siempre se cumple. Kelly, que creció en Londres, me desasna cuando compara los británicos con los kiwis: dice que son muy distintos; los primeros son conservadores y reservados, pero a la vez tienen humor, que los hace divertidos. Los neozelandeses son mucho más difíciles para generar afecto y no dan respuestas directas porque no quieren quedar comprometidos a la idea de «yo dije eso».  Sin embargo, concluye, si necesitas ayuda son los primeros que estarán ahí.

Lo que más se acerca al nivel de confianza que supone invadir la privacidad mediante un abrazo podría ser el saludo maorí, que implica juntar las narices y quedarse así un instante. Cecilia cree que no hay nada en común entre kiwis y rioplatenses, que los primeros solo practican el tango para socializar. Pero Kelly dice que a los neozelandeses les gusta la conexión y la música; lo que les hace disfrutar del abrazo del tango es precisamente el hecho de no ser gente cálida y de que les lleve mucho tiempo tomar confianza. Encuentran en el tango lo que no les resulta natural.      

Kelly dice que a los neozelandeses les gusta la conexión y la música; lo que les hace disfrutar del abrazo del tango es precisamente el hecho de no ser gente cálida

Sobre todo hay italianos, alemanes, uruguayos y argentinos; los neozelandeses implican menos de la mitad en la comunidad tanguera de Auckland. Pero Cecilia afirma que éstos últimos se fanatizan: se compran yerba y mate aunque no lo tomen y les inquieta la apertura de la gente y los horarios latinoamericanos. Kelly cuenta que piden a quienes hablan castellano que les traduzcan las letras de las canciones.

El tango es música, danza y poesía, de esa de pesar, nostalgia y sufrimiento. Para los kiwis es una historia ajena, pero de la que algunos intentan apropiarse para representarla mejor. En alguna milonga de martes o práctica de domingo de mi estadía en Auckland pude hablar con algunos aficionados.

Mark O’Connor, 61 años, neozelandés de nacimiento y contador, trabaja para un fabricante de alimentos de pan y productos lácteos. La mayoría de los días de la semana baila, toma clases, estudia por YouTube, y escribe notas a mano sobre su tango.

—Tengo amor y odio por el tango —asegura, y sigue con firmeza—. La mayoría de los kiwis saben muy poco sobre el tango pero, dentro de nuestra pequeña comunidad, hay algunas personas conocedoras. Generalmente, los tangueros regulares conocen los códigos, pero no son buenos para cumplir con estas reglas. A los kiwis en general no les gustan las reglas estrictas.

Desde hace unos cinco años muchos comenzaron a viajar frecuentemente a Buenos Aires. Algunos vuelven extasiados y se quieren mudar a la ciudad de la furia por la vida tanguera porteña. También está la experiencia de los que (especialmente mujeres), cuando vuelven, dejan de bailar porque se desilusionan no encontrando aquí lo que vivieron allá. Este sur primermundeado es por demás bonito, pero los kiwis no encuentran el sucio frenesí y la pasión hecha arte cuya meca es un país rico pero revolcado. Por Argentina se suele sentir amor y odio al mismo tiempo. Mark, que siente eso por el tango, relata:

—Personalmente, creo que tenemos mucho en común con Uruguay: país pequeño, población reducida, es agrícola, y les gusta el rugby. Conozco argentinos, me gustan los que he conocido, profesores de tango, en mi lugar de trabajo y en eventos sociales. Aunque no me gustan los egos masivos, me gusta la gente humilde.

***

Como todo lenguaje, el tango se apropia mediante la exploración y el sitio físico donde uno se encuentre puede condicionar, pero nunca eludir.

Roland es canoso, con cabello revuelto y piel curtida; ha trabajado de varias cosas, dice que en la actualidad es un humilde conductor de autobús urbano en Christchurch, en la isla sur. Su recorrido por el mundo del movimiento es muy largo, con formación atlética y deportiva: danzas afrocubanas, artes marciales, método Feldenkrais… Reflexionaba con su inglés de acento redondeado en las «a»:

—Me he vuelto cada vez más fascinado por la danza en una especie de locura quijotesca. El tango representa tantas cosas, tal vez todo. Una metáfora de la vida misma. Es una danza de interacción conectada y aquí radica tanto la alegría como la frustración. Es mejor cuando la pareja está presente y conectada. El tango es sutil e infinito en sus variaciones y estados de ánimo. Los mejores momentos a menudo surgen de la nada, aunque como la mayoría de las cosas, cuanto más se pone, más es posible. Y no lo sabes hasta que lo sabes. Es la búsqueda de la esencia esquiva del tango.

Mark también aseguraba que el tango no es fácil de aprender, requiere perseverancia y fortaleza. Pone a prueba tu carácter.

—A veces fallo, pero sigo volviendo por más. Hoy no estoy contento con mi lección de anoche, pero esta noche estaré en The Vodka Room Milonga.

Éste último es un bar-restaurante de Auckland, donde alguien se esfuerza por promover la cultura del tango. Roland, que ha visto la escena del tango de Auckland fluir y refluir a lo largo de los años, valora el esfuerzo de muchos buenos bailarines: «Esto requiere generosidad y compromiso en sí mismo. Hay quienes han puesto años de dedicación y esfuerzo en la construcción de las comunidades, organizando talleres, milongas y prácticas de enseñanza. Es por esto que el tango crece y sobrevive. Y no es fácil construir comunidades, particularmente fuera de la cultura en la que se originó la danza, aunque la necesidad de conexión y danza siempre están ahí».

***

Ākarana es Auckland en maorí. Aquí se vive en clave bilingüe: después del inglés, el maorí —única etnia indígena antes de la colonización británica— es la segunda lengua oficial. El color negro identifica al país, sus logos oficiales, la aerolínea de bandera o las selecciones de rugby; plumas, koru (espiral) o pikorua (dos helechos enlazados) son símbolos que muchos se cuelgan del cuello o se tatúan (tā moko). Para la cultura maorí todo tiene un significado ancestral de integridad y pertenencia. Para el turista avezado no faltan las aldeas étnicas convertidas en quermés, a lo que se agregó en los últimos años Hobbiton, el set de las películas de El Señor de los Anillos, que nunca se desmontó. 

Cecilia me ofreció un paseo por las afueras de Auckland, que es un istmo rodeado de agua. En el mapa se me develaba amorfa, como si el territorio se deshilachara y quedaran a la vista recovecos, bahías y penínsulas irregulares, unidas por dos carreteras: la sur y la suroeste.

Vista del centro financiero de Auckland desde la cima del monte Eden —con el característico borde de su cráter dormido—. Foto CC-BY-2.0 de Tim Sheerman-Chase.

Aún dentro de la zona metropolitana, un sendero solo para peatones y bicicletas nos llevó en subida paulatina al cráter volcánico del monte Eden, uno de los cuarenta y ocho que hay en la ciudad, en su mayoría inactivos. Alrededor todo era verde, un tapiz natural suavizado por el tiempo. Era un día claro pero ventoso. Llegando a la cima, la vista de la ciudad se impuso a lo ancho. Cerca del mirador había un círculo de bronce donde figuraban muchas ciudades del mundo y su distancia en kilómetros: Buenos Aires, la ciudad en la que viví varios años, distaba 10 363. Sin embargo, el estrecho de mar azul que se veía después de la ciudad separaba otra parte de Auckland, donde me alojaba en ese momento. Era la casa de Larissa y su esposo Dimitri —dos personas que decidieron cambiar Siberia por Auckland—. 

Ellos no tenían hijos, hicieron su carrera profesional en Nueva Zelanda; ella como profesora de inglés y gerente de marketing y él como informático. Pero se enamoraron del tango y ahora le dedican más que a un hobbie: además de bailar, Larissa hasta organiza viajes al Festival de Tango de Estambul y vende zapatos de baile. Entre las muchas charlas que tuve con ellos sobre viajes y el mundo, lo que más picardía me causó es que les pareciera una locura que el tren transiberiano sea un atractivo turístico, ya que según ellos no hay nada que ver.

Vivían en la esquina de Verran. Yo me bajaba del bus 975 con cartel Takapuna en el barrio de Birkenhead, un barrio residencial, donde puede haber casas de un millón de dólares. Pero la casa de Larissa no vale tanto, según me dijo. Jardines verdes rodean la entrada de casas de una planta, que hacen que el cielo se vea más grande. El asfalto es de ese gris plomo perfecto, prolijo y sin baches.  Las líneas blancas que separan la calle de la banquina, verde, de la que crecen árboles de todos los verdes posibles. Es zona de colinas, desde la cima de una se ve el mar, el puerto y, claro, la Sky Tower, desde donde hacen, con increíble fervor popular, un salto al vacío con arneses en pleno centro de la ciudad.    

Días más tarde, Cecilia me llevó a la costa oeste, a una hora de la ciudad. Ya en el estacionamiento de Muriwai Beach los coches se posaban sobre un tapiz, de nuevo, negro. Al lado, un sendero conducía a una plataforma de contemplación de la colonia de alcatraces, unas mil doscientas aves que anidan allí cada año desde agosto a marzo.

Nos acompañaba Mauricio, también tanguero, nativo chileno pero desde muy joven residente en Oceanía, primero en Australia y luego en Nueva Zelanda. Que es uno de los pocos lugares del mundo y (de los pocos del hemisferio sur) donde el estado fomenta con cartel luminoso la inmigración regulada, mientras en el norte del mundo los países promueven la expulsión.

Nueva Zelanda reconoce la inmigración como un instrumento modernizador del sistema, orientado a jugar un rol preponderante en la salud económica del país y su desarrollo social. Tiene programas especiales de migración, sofisticados y para todos los gustos. El reporte mundial que elabora la ONU indica que en el 2019 el 21,68 por ciento de la población neozelandesa es proveniente de otro país. 

Entre expatriados, viajeros y tangueros, siempre surge el tema de la composición de la sociedad. Me pregunté si era verdad que Darwin, quien visitó las islas en 1860, se fue decepcionado diciendo que la mayoría de ingleses que vivían allí eran desechos de la sociedad. Mauricio me dijo que esa era más una característica de la inmigración británica a Australia: allí fueron los convictos, ex presos o desertores. En cambio, a Nueva Zelanda fueron trabajadores de buen comportamiento del Reino Unido.

La arena parecía carbón tamizado, carbón húmedo. Toda la playa de Muriwai y sus dunas son de arena volcánica, que se extendía sesenta kilómetros hacia el norte. Las olas rompían estruendosas en la roca sobre la que caminábamos. Más allá había surfistas. Miré a Cecilia con desconfianza. «Los tiburones los tienen todos en Australia», me dijo.


En la cabecera, noche de tango en un club de Auckland (CC-BY-ND 2.0 de Lyd_f).