LiteNatura es la serie de artículos de Gabi Martínez en Altaïr Magazine. Un espacio abierto a textos literarios que cedan el protagonismo al territorio y la naturaleza.


«Hace falta un cambio profundo en el razonamiento moral acerca de nuestra relación con la naturaleza», escribe Edward O. Wilson en su última obra, Medio planeta, cuyo título marca un objetivo: la humanidad debería proteger la superficie de al menos la mitad de la Tierra si aspira a «mantener la esperanza de salvar la inmensidad de formas de vida que la componen». Según Wilson, para ello es necesario extender una conciencia que impulse a cada individuo a cuidar de su rincón, su parcela, de sí mismo. ¿Cómo hacerlo?

El de Alabama ha seguido a las hormigas por todo el mundo, es el padre del concepto biodiversidad y divulga regularmente sus hallazgos de biólogo publicando libros que nos acercan a sustantivos, acciones o teorías que resultan útiles para apreciar un poco mejor el mundo no artificial que nos rodea. Wilson sugiere que todos podemos contribuir a estructurar una defensa natural, cada uno desde su ámbito. Así, el estadístico podría esforzarse en difundir los beneficios económicos de una explotación agraria equilibrada; el taxista, apostar por un vehículo eléctrico; la alcaldesa, favorecer los espacios verdes… el escritor, literaturizar la naturaleza procurando, por ejemplo, citar a las especies por su nombre. Y es que, como indica Wilson, en este globo hiperinformado, «los millones de especies que mantienen el mundo vivo y, en última instancia, nuestra propia supervivencia, (aún) se reducen al nombre de insectos o bichos». Una riqueza de vocabulario similar a la que demostramos al referirnos a los árboles o los pájaros.

En algunos países civilizados de otra manera hay autores que se han propuesto divulgar tanto la importancia de la polilla o el nematodo como la del pingüino y el caribú, además de las píceas, los musgos, las asclepias, las secuoyas, contagiando a su paisanos no solo impresiones naturales sino también un pensamiento. La delicadísima coyuntura de los ecosistemas planetarios exige una implicación literaria a la altura, y por eso un día quise escribir sobre cómo nos estábamos implicando en España. Había previsto agrupar en un artículo a varios autores «de naturaleza» pero al sondear el paisaje tuve que desistir, porque el país no daba para tanto.

Wilson: «los millones de especies que mantienen el mundo vivo y, en última instancia, nuestra propia supervivencia, (aún) se reducen al nombre de insectos o bichos»

Pidiendo asesoramiento sobre autores españoles de ese campo —o género—, había sido dirigido hacia textos que más que nada hablaban del abandono de los pueblos, herederos de La lluvia amarilla que popularizó Julio Llamazares. Es decir, la mayoría de aproximaciones a lo natural se hacían, se hacen, en clave nostálgica, desde un sentimiento de pérdida y, por lo tanto, con un punto de vista ultrahumano: se atiende a nuestra congoja, nuestro lamento, nuestro, nuestra, nuestro… Varios de esos libros consisten en caminar llanuras, riberas o montes describiendo desolaciones más o menos encantadoras y entrevistando a ancianos que recuerdan tiempos mejores y desgracias, sobre todo de la guerra civil.

Hay constantes que los unen: coloquialismos y una prosa tan antigua como los bosques retratados; un tono melancólico y con frecuencia triste que, aun defendiendo los valores del territorio, induce al ensimismamiento pesaroso. Alabanza de aldea es un título que resume esta línea, rubricada por otros igual de explícitos como Los últimos o Palabras mayores, que va por la tercera edición confirmando el rendimiento de una literatura en general bien elaborada, meticulosa en el verbo y el sustantivo, y una cadencia, eso sí, frecuentemente a juego con la elevadísima media de edad nacional. Es decir, la naturaleza tiende a verse como algo viejo, que fenece, y por eso el rescate de cierta memoria y la enumeración de los hábitos, animales y objetos que perduran, dejan una inexorable sensación de réquiem.

Los inventarios forman parte del acervo, desde luego, pero afortunadamente la naturaleza todavía es mucho más que recuerdo y, justo por eso, necesita quien interprete con esplendor la canción de sus maravillas. Necesita quien la observe como lo que es: un organismo autónomo y aún lo bastante misterioso, del que podemos aprender si atendemos a sus lecciones. Lo sorprendente es que España, líder mundial en Reservas de la Biosfera —ostenta 47— y tan orgullosa de sus ricos y variados ecosistemas, no disponga ya de una tropa de bardos modernos que estén construyendo escudos de armoniosas palabras contra los que se estrellen (dejadme fantasear) las grúas, las motosierras, las plataformas de petróleo o gas y todos los corruptos que despistan al país de lo que de verdad importa.

Una explicación del abandono del espacio natural puede ser la deriva impotente de una ciudadanía que ha vuelto a creer que los políticos son los que mandan, cediéndoles su gestión y su mirada. Otra explicación es que España destila un antropocentrismo que asusta, además del carácter macho, como define su postura hacia el toro: mientras el país reivindica los testículos del animal como emblema del coraje autóctono, la fiesta nacional consiste en matar al bravo. El hombre se impone a la bestia. Demuestra que tiene aún más «huevos» que ella. El animal interesa para ser sacrificado, se le utiliza, sublimando lo que en realidad es una tendencia planetaria: someter al entorno no humano. En concreto, el español ha creído que todo gira entorno a él, es un utilitarista a ultranza, y así ha construido su espacio. Certificando esta frase del economista John Maynard Keynes: «Seríamos capaces de apagar el sol y las estrellas porque no dan dividendos».

Animales como guía

En ese contexto, parece lógica la imposibilidad de formar un grupo suficientemente grande como para justificar un artículo sobre «escritores de naturaleza en España». Un porqué de tamaña carencia se encuentra en el devenir de la Institución Libre de Enseñanza. Este proyecto pedagógico de raíz madrileña intentó asentar un vasto plan de estudios basado en excursiones a cada vez más kilómetros de Madrid durante las que los profesores inculcaban ideas laicas y modernas a sus andariegos estudiantes con el objetivo de fomentar el cariño a la tierra autóctona. De Joaquín Costa a Ortega y Gasset, Menéndez Pidal, Giner de los Ríos, Antonio Machado o Sorolla secundaron la Institución, afines a la machacona reivindicación de Miguel de Unamuno, que difundió como nadie las patrióticas virtudes del caminar. Hasta que la guerra liquidó el invento.

La separación espiritual entre el español y la tierra es, desde entonces, una marca de país. La «cultura» en general comulga con la política hasta el punto de mantenerse lejos de los espacios que se perciben como económicamente no rentables, y la naturaleza virgen es uno. De ahí que rescatar la atención por el territorio más puro sea hoy una forma de resistencia necesaria si queremos contarrestar el impacto del dinero y la propagación de la moral voraz. El país con más Reservas de la Biosfera de la Tierra debe cultivar una literatura natural que a su vez exprese la grandeza de esta lengua integrando palabras y realidades con moderna fluidez. Debe crear una litenatura.

La naturaleza necesita quien interprete con esplendor la canción de sus maravillas. Necesita quien la observe como lo que es: un organismo autónomo

Esta fue una conclusión a la que llegué mientras buscaba escritores en esa línea. La búsqueda ofreció otros brotes, otros hallazgos, y los mejores apuntaban al mismo sitio: animales. Fijar la atención en un punto ayuda a describir lo demás, y por eso entre algunos de los últimos libros memorables de este tipo «natural» se hallan los que apuntaron a un tigre (John Vaillant), ballenas (Philip Hoare), abejas (Sue Hubbell) o halcones (Helen Macdonald). Al ceder el protagonismo al ser vivo en cuestión, el humano se olvida lo bastante de sí mismo como para sumergirse en una realidad extraña y poseedora de una energía nueva que invita a ser descifrada. Son indagaciones sobre un entorno en lucha y aún salvaje, lecturas para creer. Es cierto que en ellas existe, y de qué manera, el drama. Cierto que sobre algunas especies se cierne un peligro de extinción. Pero la vida fluye en positivo desplegando alternativas e impensados mecanismos para salir adelante. Son cantos a las virtudes del ímpetu, la movilidad y el silencio. En esa línea natural es donde se inscriben La guerra del lobo, de Javier Pérez de Albéniz, y ¿Para qué sirven las aves?, de Antonio Sandoval.

Son libros llenos de problemas domésticos, claro. A fin de cuentas apuntan a animales libres en un entorno ombliguistamente humano, y si un título alude a la guerra que enfrenta a cazadores, ganaderos y ecologistas por la presencia que se concede al lobo en España, el otro apela al mencionado utilitarismo intentando poner en valor a los principales usuarios del cielo, pivotando desde el litoral gallego, donde Sandoval ha pulido su pasión.

Al hablar del lobo, Pérez de Albéniz también describe la importancia del mastín como guardián de ovejas, o revisa el devenir del conejo, del lince y del exótico desmán del Pirineo a la vez que desliza imperdibles trucos rurales para disuadir al depredador, como el de pintar caras humanas en las traseras de los bóvidos. Los conflictos entre colectivos y personas forman parte de la pauta de este libro, pero las personas son envueltas en una atmósfera natural que acaba imponiéndose, que prevalece como foco de interés y auténtica prioridad. 

El de Sandoval es todo un espectáculo que ya va por la cuarta edición, un libro pionero y excepcional llamado a marcar tendencia, fruto de alguien que ama hasta la necesidad de comunicar su amor. Como Edward O. Wilson, Sandoval comprende ser parte de una época decisiva que requiere apologetas de lo silvestre, y opta por transmitir conocimiento, crítica y cariño mezclando anécdotas históricas con inolvidables avistamientos propios y relatos legendarios que siempre tienen a un pájaro de por medio.

La emoción que pudo sentir ese hombre al identificar a un albatros ojeroso, al rabijunco etéreo o al págalo polar se intuye con singular empatía después de haber leído su libro. Igual que su estupefacción y dolor cuando ayudó a rescatar a miles de aves empapadas de fuel tras el naufragio del Prestige. Su denuncia a la actuación del gobierno es durísima, y ayuda a discernir prioridades.

Libros como éstos, sobre el lobo, sobre pájaros, son, más que necesarios, indispensables para cultivar una filosofía de la renovación ambiental. Las artes todavía juegan un papel distinguido en sociedad y se antoja imperativo ofrecer obras que prestigien los entornos saludables, los vastos paisajes de un país que proclama su diversidad natural sin hacerle luego mucho caso, como si se tratara de un adorno en lugar de una realidad clave con maravillosas y regeneradoras posibilidades.

Como escritor, me he convencido de que no puedo pedir que las cumbres políticas para tratar el clima funcionen sin reivindicar a la vez una literatura ecologista y ecológica, obras que irradien limpieza y paisaje desde el interior de su prosa. Debo perseguir una literatura del espacio, del gran espacio natural. Porque creo que una literatura que ningunea al viaje y la naturaleza es una literatura encerrada.

Libros sobre naturaleza, sobre el lobo, sobre pájaros, son, más que necesarios, indispensables para cultivar una filosofía de la renovación ambiental

En España, el lobo y los pájaros son puntos de partida. Ahora puede darse otro paso: apartar un poco más al ser humano. Nunca nos perderemos de vista pero el ejercicio de observar el entorno olvidándonos una pizca de nosotros, atendiendo en exclusiva al aleteo supersónico de un colibrí o al crecimiento desbocado de un junco, aportará detalles que permitan dilucidar algo nuevo. Lo demuestran Barry López (Sueños árticos), Annie Dillard (Una temporada en Tinker Creek) o Pete Fromm (Indian Creek), estos sí autores de pura nature writing. Varios llegan a las estanterías españolas con tres décadas de retraso, pero han llegado. Tres clásicos vivos —otro argumento para escribir sobre naturaleza: parece que alarga la vida— que señalan un camino. Todos impresionan, y cabe resaltar que Dillard es una especie de reencarnación actualizada de Henry David Thoreau:

«Vivo con los árboles. Hay criaturas bajo nuestros pies, criaturas que viven sobre nuestras cabezas, pero los árboles viven de un modo bastante convincente en el mismo filamento de aire que habitamos nosotros y, además, se extienden admirablemente en ambas direcciones, hacia arriba y hacia abajo, perforando la roca y abanicando el aire, llevando a cabo sus asuntos inalcanzables. La idea que tiene de la inmensidad un hombre ciego es un árbol».

«El lomo del pez refleja la luz hacia donde yo estoy; se me llenan los ojos de escamas y estrellas».

Entre las nuevas generaciones, Sylvain Tesson demostró que un intelectual aún puede romper con todo para entregarse a la observación de la tierra, y que de la experiencia se sale más fuerte y rico (en ideas). Después del experimento que le llevó a pasar seis meses en una cabaña siberiana, ha hecho de la escritura de naturaleza una forma de vida. Lo de Robert Macfarlane es otra historia, porque siempre estuvo ahí, mezclando letras con bosques, arenas, océanos. Las montañas de la mente y Naturaleza virgen son dos cimas que expresan adónde puede llegar un pensador moderno volcándose en lo natural, rematadas ahora porLas viejas sendas, la exitosa consecuencia de una vida escrutando veredas, grietas, narraciones alternativas. La calidad de su prosa y reflexiones lo sitúan entre los escritores imprescindibles del milenio, y es un faro.

En España, la poeta María Sánchez presentó hace poco un Cuaderno de campo que suena a declaración de intenciones suscrita por nada menos que una séptima edición. María Belmonte ha escrito sobre viajes con interés naturalista y acaban de rescatarse los Paraísos oceánicos de Aurora Bertrana. Ninguna de ellas encajaría del todo con los autores que se comentan aquí, se escoran más bien hacia el viaje, pero sin duda indican un nuevo interés que quizás dé pie a algo más. Cabe esperar que ese sendero crezca y se expanda lo bastante para abrir al fin en España una línea literaria cien por cien «natural».

Para empezar a andarlo, Altaïr Magazine inaugura con este artículo la sección LiteNatura, un espacio abierto a textos literarios que cedan el protagonismo al territorio y la naturaleza. El primer paso corresponde a Lobo López, quien, tragando saliva, estrena estos días un apartado donde se van a reseñar libros sobre naturaleza desde un punto de vista… animal. Esperamos que disfruten sus aullidos. Ahí vamos.


Imagen de cabecera, Biodiversity Heritage Library