Solo podía usar mapas imaginarios o sus recuerdos de los mapas reales,

pero eso era suficiente.

John Cheever

 

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Ollas, sartenes, platos, cubiertos, vasos; mantas, toallas, edredones; lámparas, cuadros y un par de espejos; ropa de invierno y de verano, de fiesta o de andar por casa un día de resaca; bolígrafos y lápices, tres ordenadores, un pequeño caos de auriculares y cargadores enredados; imanes de nevera y otros recuerdos de viajes; libros leídos, no leídos, entreleídos, abandonados, envidiados: las cajas de cartón quedan apiladas para cuando volvamos. La vida es una enumeración más o menos larga, más o menos concreta, más o menos monótona, más o menos improvisada.

Todo arranca una madrugada de cielo plomizo en el aeropuerto de Barcelona. Cris y yo tenemos dos billetes para volar a Costa Rica y un nudo en el estómago. Cargamos con todo lo que imaginamos que necesitaremos en el viaje. Tras renunciar a un trabajo estable y dejar el alquiler de un «piso ideal para parejas», nuestras mochilas son lo más parecido a un hogar que tendremos en mucho tiempo.

 

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Todo viaje comienza con la urgencia de partir, cuando se abre un hiato más o menos extenso en el tiempo que es vivido con incomodidad e impaciencia hasta que por fin llega el día de la partida: el presente estorba porque la esperanza ha quedado postergada al futuro, donde intuyes la posibilidad de otra vida.

No es fácil señalar los inicios, por eso hay siempre una gran elipsis en la literatura de viajes: aparece el viajero in media res, en el avión, en el aeropuerto o directamente en el espacio geográfico donde se desarrollará su andadura. Sin embargo, el motivo íntimo de lo que lanza a alguien a dejarlo todo y asumir la incertidumbre del camino podría ser, en todo caso, la historia de una novela. Si Cervantes no hubiera dado con la solución de explicar las muchas y febriles lecturas de Alonso Quijano en el primer capítulo nada habría tenido sentido: antes del viaje conocemos cuál es la causa original, por qué un sedentario hidalgo cincuentón, un anciano en realidad cuando la esperanza de vida era de unos treinta años, de monótona existencia en una anónima aldea de la Mancha, acaba convirtiéndose en el más famoso de los caballeros varios siglos después de la desaparición de las órdenes de caballería.

«La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece…».

Con sus escaleras infinitas, carentes de gravedad, la obra de M. C. Escher es perfecta para comprender visualmente que nada tiene un inicio ni un final, pero yo prefiero el grabado «Cielo y agua» en el que unos patos van mutando progresivamente en carpas. La cuestión parece sencilla pero, ¿cuándo dejamos de ser patos para convertirnos en carpas?, ¿cuándo fue que empezamos a pensar en el viaje?, ¿cuándo fue que empezamos a querer ser otros? Todo cuanto sabemos en ese momento es que queremos recorrer Latinoamérica y que el vuelo a San José es lo más económico que hemos podido encontrar. Total —nos decimos despreciando las distancias en el mapa—, una vez allí ya iremos de algún modo hasta Ciudad de México. De allí partieron en dirección al desierto de Sonora Arturo Belano y Ulises Lima en Los detectives salvajes buscando a la misteriosa poeta Cesárea Tinajero. Ciudad de México es el punto de origen que hemos escogido para viajar hasta el mismo fin del mundo por carretera, hasta Ushuaia, la ciudad más austral del continente. Como todo juego, el viaje también tiene sus propias reglas. ¿Pero dónde comienzan los viajes?, se pregunta Crispín Rueda, el protagonista del primer relato de Historia de las despedidas en el que un encadenamiento de causas y consecuencias une a personajes en distintas épocas y lugares: el breve pero definitivo aleteo de la mariposa.

Aunque parezca que elegir México como destino es un capricho o una dejadez en la organización del viaje, acabará por ser lo más parecido a una epifanía que jamás he experimentado en la vida; pero en este momento, claro, en el aeropuerto de Barcelona, no lo puedo saber. Aún faltan meses para que todo ocurra y no podemos imaginar todo lo que acabará sucediendo. Me gusta la explicación de «epifanía» que hace Marta Sanz en la novela Mujeres pequeñas rojas: «no es verdad que las epifanías sean revelaciones cegadoras, a veces son un runrún, la llegada a la punta de la lengua del nombre que no quería salir». El viaje, como toda manifestación de la vida, es una apuesta por la incertidumbre, una suma de futuros alternativos: futuros posibles, probables y preferibles. Es por eso que desde el primer momento diseño una especie de marco teórico de la predicción, busco señales, algo que me indique qué va a suceder. Tardamos casi medio año en llegar desde San José a Ciudad de México, el punto de inicio previsto de la ruta. El viaje dentro del viaje: todos los viajes diferentes que hay en un mismo viaje, ir hacia el norte para llegar al sur, trascender la linealidad, la inmediatez geolocalizada, la asepsia del viaje contemporáneo. Eso es: queríamos ensuciarnos en el camino.


Fragmento de 

Una Vida Posible

José Alejandro Adamuz

(Ediciones Menguantes, 2023)