Hace unos años publicamos la biografía de Ryuichi Sakamoto porque cuando conocimos su forma de entender el mundo, las artes, y en concreto, la música, nos enamoró. Ahora que nos ha dejado nos sentimos con la responsabilidad de recordarlo y homenajearlo con este fragmento en el que cuenta cómo empezó todo, cómo comenzó su relación con el piano, para intentar, de esta forma, que su legado continúe más vivo que nunca.


Mi encuentro con el piano

Fui a un parvulario afiliado al sistema escolar Jiyu Gakuen(1) que estaba en el distrito de Setagaya, en Tokio. Ahí es donde toqué el piano por primera vez. En aquella época yo vivía en Shirokane, en el distrito de Minato, e iba solo hasta el parvulario en autobús y tren. Eso de que los niños crucen solos el centro de la ciudad es algo muy extraño hoy en día, pero creo que entonces era normal.

Cuando hacía transbordo en la estación de Shibuya, a veces iba al cine. En el sótano del Tokyu Bunka Kaikan (centro de cultura Tokyu) —que hasta hace poco todavía tenía un planetario— veía los noticiarios por diez yenes. Una vez invité a unos amigos a ir juntos a la vuelta del colegio, nos descubrieron y me vi en grandes aprietos. «Hay un niño llamado Sakamoto que ha hecho algo malo; esperamos que nadie lo imite», parece que dijeron, y me convertí en el representante de los niños malos del parvulario.

Dejando eso de lado teníamos hora de piano casi cada semana y todos teníamos que tocar por orden. Fue mi primer contacto con el piano cuando tenía tres o cuatro años. No me pareció que fuera nada agradable; ni siquiera recuerdo qué piezas toqué.

Hay algo de aquella época que recuerdo más intensamente que haber tocado el piano. Creo que fue cuando tenía cinco años. Nos dijeron que pintáramos con acuarela en el cristal de las ventanas del edificio. Para mí, pintar con colores aquel cristal limpio y transparente era equivalente a romperlo. «¿Hacer esto está bien?» Me preguntaba. Pero los profesores nos decían que lo hiciéramos. Preocupado, me aturrullé, me puse a dibujar y vi cómo incidían los rayos de sol; era muy bonito. Sentí tanto la angustia de estar a punto de infringir las normas como el placer de infringirlas.

El caso es que entré en aquel lugar que había elegido mi madre y toqué el piano. Si hubiera ido a otro quizá habría sido todo muy distinto. Tal vez no me habría dedicado a la música.

Recuerdo el remordimiento provocado por el hecho de pintar en un cristal y el sentimiento de «Si pintamos nosotros, qué van a hacer los niños que vengan después, no van a tener lugar para pintar», esa gran preocupación por las siguientes generaciones.

Fue mi madre quien escogió aquel parvulario. Mi padre era de la isla de Kyushu; era editor y no estaba casi nunca en casa. La familia de mi madre también era de Nagasaki, Kyushu, pero ella había nacido en Tokio y había ido de aquí para allá por su padre. Era bastante liberal, una mujer «avanzada», de las que prefieren poner a su hijo en este tipo de centro antes que en uno normal.

El caso es que entré en aquel lugar que había elegido mi madre y toqué el piano. Si hubiera ido a otro quizá habría sido todo muy distinto. Tal vez no me habría dedicado a la música. En esta época no me gustaba mucho tocar; ni siquiera lo hacía especialmente bien. Y en casa no teníamos piano.

Mi madre era la hija mayor y tenía tres hermanos menores. Mi tío más joven era bastante aficionado a la música y tenía muchos discos. También tenía un piano y lo tocaba bastante bien. Yo iba a menudo a su habitación, cogía varios discos y trataba de aporrear el instrumento.

Que me hicieran tocar el piano casi cada semana en el parvualrio y la influencia de mi tío fueron lo que se puede llamar mis primeras experiencias musicales.

La canción del conejito

Otra experiencia que se me quedó marcada de mi época del parvulario fue que me cargaran el cuidado de un conejo durante las vacaciones de verano. «Esta semana en casa de tal, la otra en casa de Sakamoto», así estaba establecido el reparto, y así nos pasábamos el conejo. Para un niño que un ser vivo entre en su casa es un gran acontecimiento. Recuerdo que le daba cada día las hierbas con esmero.

Y entonces llegó septiembre, comenzó el nuevo trimestre, y, cuando fui a clase, la maestra nos dijo: «¿Cómo ha ido la experiencia de ocuparse de un animal? Escribid una canción sobre los sentimientos que habéis experimentado». O sea escribid una pieza musical.

Teníamos que escribir la letra y componer la música nosotros mismos. Primero escribí la letra. Que si el conejo tiene los ojos rojos… cosas así, muy normales; y le puse una melodía. Quizá me ayudó mi madre. Creo que escribí una partitura y la presenté en el colegio. Canté la canción, la grabaron y se supone que se convirtió en un flexi disc, pero no sé donde estará ahora. Fue mi primera composición musical. Yo tendría cuatro o cinco años.

Fue una experiencia intensa. El hecho en sí de haberme ocupado de un conejo perdura en mí como una influencia fuerte, pero el haberla convertido en canción fue todavía más intenso. «Me han hecho hacer algo raro», fue mi sensación.

Era una alegría parecida a la que producen las cosquillas. La emoción de haber obtenido algo que era solo mía y de nadie más. Creo que eso es lo que sentí.

Y también una sensación extraña: ese objeto llamado conejo y mi composición no tenían, en esencia, ninguna relación, pero habían quedado unidos. Es cierto que si no hubiera existido aquel conejo esa música no habría nacido; pero lo que había surgido era algo distinto al conejo con el que yo había estado en contacto en realidad, aquel que me había mordido, al que yo le había limpiado las cacas.

El hecho en sí de haberme ocupado de un conejo perdura en mí como una influencia fuerte, pero el haberla convertido en canción fue todavía más intenso. «Me han hecho hacer algo raro», fue mi sensación.

Por supuesto, en esa época yo no podía pensar eso objetivamente pero ahí había una contradicción, algo que me hacía sentir extraño. En la medida en que puede hacerlo un niño, eso era lo que sentía. Creo que es algo fundamental.

El límite de la música, el poder de la música

Tomemos como ejemplo la guerra en el Líbano(2), imaginemos que en ella a alguien se le muere un miembro de la familia. A un joven libanés, un bombardeo israelí se le cobra la vida de su amada hermana, y el joven convierte su dolor en música. Pero, en el momento en que lo convierte en música, es inevitable que pase a pertenecer al mundo de la música, y que la muerte de la hermana se aleje.

Supongo que ocurrirá lo mismo con la literatura. En cuanto algo se convierte en literatura, irremediablemente entra en ese mundo de la literatura, de la calidad literaria, de la belleza literaria, de la fuerza que tiene como literatura. Lo mismo pasa con la música. Por mucho dolor que sienta el joven por la muerte de su hermana, en cuanto crea una composición musical, pasa a formar parte del mundo de la música. Se establece en un plano completamente distinto a la muerte real de la hermana; y en medio queda una distancia insalvable.

Al fin y al cabo, la expresión solo puede existir si consigue tener una forma que otras personas sean capaces de comprender, una forma compartible con otras personas.

Por otra parte, si la muerte de la hermana se borra de la memoria del joven, puede que quede enterrada en las tinieblas de la historia y desaparezca. En cambio al convertirse en canción, es posible que quede como bien común de su pueblo o de su generación. Al despegarse de la experiencia individual y adquirir existencia en el mundo de la música, puede superar el marco del tiempo y el espacio y convertirse en patrimonio compartido. Esa es la fuerza que tiene. Al fin y al cabo, la expresión solo puede existir si consigue tener una forma que otras personas sean capaces de comprender, una forma compartible con otras personas. Por eso, se trate de algo abstracto o de algo común, ese proceso es necesario. Hay que dejar atrás la experiencia, el dolor y la alegría personales. Ahí hay un límite absoluto, una sensación de pérdida con la que no hay nada que hacer. Sin embargo, a cambio de ese límite, se establece un paso que conduce a algo que pueden comprender del mismo modo, personas de países y mundos totalmente distintos. Creo que la lengua, la música y la cultura son eso.


(1) Las Jiyu Gakuen fueron fundadas en Japón en 1921 por la pareja de periodistas cristianos Yoshikazu y Motoko Hani. Su particularidad es la enseñanza sistematizada desde el Grupo de Vida de los párvulos (equivalente al parvulario) hasta la escuela superior (universidad). «Pensar, vivir y rezar» y «Vida cotidiana significa educación», son los lemas que resumen su filosofía. El edificio original es obra de Frank Lloyd Wright. El parvulario al que acudió Sakamoto es uno de los fundados por todo Japón por la asociación.

(2) En 2006 Israel bombardeó el sur del Líbano y, posteriormente, extendió el ataque con tropas de tierra. La entrevista de la que se extrajo este fragmento del libro se produjo el 11 de agosto; tres días después se declaró el alto el fuego, y el 1 de octubre Israel se retiró del Líbano.

Imagen de cabecera, CC Jusotil_1943

 


Fragmento de ‘La música os hará libres. Apuntes de una vida’ de Ryuichi Sakamoto(Altaïr, 2009)