Varios días en Vietnam y finalmente mañana será la hora de los disparos.

El momento de agarrar firme el fusil AK-47, apuntar al soldado estadounidense, empujar la culata del arma contra el hombro y tirar del gatillo una, dos, tres y muchas veces.

La oportunidad de escuchar el estallido de balas, oler la pólvora y recorrer túneles donde se escondían semanas enteras los soldados del vietcong para evitar las bombas.

La hora de recrear, en persona y como si estuvieras ahí hace cuarenta años, un día de aquella famosa guerra entre Estados Unidos y Vietnam que terminó en los setenta.

—Por solo seis dólares recorrerás los túneles de Cu Chi y podrás revivir la guerra en que derrotamos a Estados Unidos —dice Kim.

No me da tiempo para responder y vuelve a la carga:

—¡Y podrás disparar tú mismo! Cinco, bueno, te lo dejo en cinco. Okey, cuatro dólares, pero lo compras ahora.

Kim tiene su oficina de venta de excursiones en Pham Ngu Lao, la calle de agencias de viajes y peluquerías y tiendas de fotos y comida rápida y estacionamiento de motos, en el barrio más trotamundos y bullicioso de la ex Saigón. En la calle Pham Ngu Lao y alrededores, los turistas consiguen todo más barato. Hoteles y casas de cambio. CD y DVD. Internet y maletas. Mochilas y rollitos de primavera. Fruta y cervezas. Cigarrillos y pastillas. Hachís y masajes y sexo. Por todo eso, la zona está repleta de mochileros de todo el mundo, especialmente europeos, quienes han transformado el barrio tercermundista en un imán para turistas de países desarrollados.

Kim lo sabe, por eso tiene su oficina de turismo aquí. Kim usa camisa Gucci falsificada y anillo de oro y las uñas más largas que un concertista de guitarra de uñas largas. Nació en Ho Chi Minh hace veinticinco años, cuando la guerra había terminado. Kim tiene la bandera roja de Vietnam sobre el escritorio y una pegatina comunista en su computador, pero marca su teléfono celular como el más salvaje lobo de Wall Street y enseguida marca otro número y mueve las manos mientras grita algo en vietnamita y se acalora y recrimina y por fin, tras la cuarta llamada, logra conseguirme un cupo para el viaje de mañana a los túneles de Cu Chi, donde tendrán lugar los disparos.

Gran parte de lo que él vende va para el Estado vietnamita, pero aunque las comisiones sean bajas, en su vida de pequeño empresario todo suma. En Ho Chi Minh City, más que en cualquier otra ciudad de Vietnam, nada hace pensar que estamos en una de las pocas (junto a China, Corea del Norte, Laos y Cuba) repúblicas comunistas que van quedando en el mundo. Salvo, claro, por las banderas rojas de cada esquina, o los lienzos con la hoz y el martillo en cada calle, o la cara de Ho Chi Minh en cada billete.

Después de China, Vietnam es el país de Asia que más ha crecido en la última década, casi al 8 por ciento. Gran parte del despegue se debe a Ho Chi Minh City, la ciudad del consumo y donde viven más extranjeros. La ciudad del mayor tráfico vehicular y donde están las multinacionales.

La ciudad en cuyos suburbios familias enteras cosen por 20 dólares al mes los balones de fútbol y la ropa deportiva que usarán Messi y Cristiano Rolando, y buena parte de los equipos de las superligas.

En esta ciudad, el 30 de abril de 1975 a las 10.45 de la mañana, un tanque chino y otro ruso derribaron la reja de entrada al palacio presidencial. Esa acción puso fin a la guerra con Estados Unidos, terminando con la división del país. Poco después, la antigua Saigón fue rebautizada como se llama hoy, Ho Chi Minh City, en honor al líder independentista vietnamita muerto en 1969 y que en Vietnam todos llaman tío Ho.

En una base de Vietnam del Norte, el presidente Ho Chi Minh (en el centro) rodeado de líderes del partido como Pham Van Dong, Truong Chinh y Vo Nguyen Giapel en el momento de decidir abrir la campaña de Dien Bien Phu en 1953. Archivo del Museo de la Armada de Vietnam.

2

Falta menos para hacer los disparos.

Marion tiene más de cuarenta años y es de Michigan, Estados Unidos. Es la primera vez que viene a Vietnam. Anda de la mano de Mary, su hija de quince años y única nieta de un soldado estadounidense muerto aquí en combate. Ahora las dos recorren el Museo de los Crímenes de Guerra, en la calle Vo Van Tan. Están calladas mientras miran las fotos más impactantes de la guerra emblema de los años sesenta y setenta. El silencio se hace más incómodo en la zona donde se exhiben unos frascos que contienen los fetos de niños vietnamitas que no llegaron a nacer, desfigurados por el gas mostaza.

Los turistas toman fotos a las deformidades, impactados de estar presenciando el escenario de una guerra entre una potencia mundial y una nación no desarrollada. Hay souvenirs a la venta y manos esperando propinas, como en casi todos los lugares por donde pasean turistas.

De existir un pensamiento tercermundista global, seguro debería incluir una propina.

Aunque han pasado más de tres décadas, la guerra está presente en la ciudad más moderna de Vietnam. Antes del triunfo murieron cerca de cinco millones de vietnamitas, en combates en los que los aviones estadounidenses dejaron caer varios millones de toneladas de bombas. No hay cifras exactas, pero los cálculos indican que Estados Unidos perdió unos cien mil soldados en combate: el 2 por ciento de las víctimas locales.

La guerra de Vietnam, además de ser un conflicto emblemático de la guerra fría, y de tener el honor de ser la primera guerra televisada, fue el primer conflicto en el cual soldados latinoamericanos, la mayoría inmigrantes ilegales mexicanos y dominicanos enrolados a cambio de papeles, desempeñaron un papel importante en las tropas de Estados Unidos de (Latino)América.

Tanto es así que aquel 30 de abril de 1975 el último soldado en abandonar la embajada y pasar a la historia como el último estadounidense en salir de Vietnam fue el sargento mayor Juan J. Valdez.

Saigon (actual Ho Chi Minh) durante el fin de la guerra con EE.UU. en 1975 (CC Manhhai).

Al final, como en la mayoría de las guerras planetarias, en el campo de batalla la mayoría de las disputas han sido entre tercermundistas contra tercermundistas.

De esa vieja embajada queda poco. La nueva sede de la embajada de Estados Unidos —ambos países reanudaron relaciones en 1985— es un búnker. A dos cuadras del Museo de los Crímenes de Guerra está el Palacio de la Reunificación, por cerca de ahí el Museo de la Revolución y un poco más allá el Museo de las Campañas de Ho Chi Minh, lugares que tratan de mantener encendido el orgullo vietnamita.

Esta tarde de domingo, la única aglomeración de ciudadanos vietnamitas está a solo un par de calles. En el estadio techado de la ciudad se juega el segundo campeonato de bádminton de Asia. El bádminton es uno de los deportes favoritos del país. Y la televisión transmite en directo para el resto de Asia y los auspiciadores son fuertes: hay publicidad en cada muralla y dentro del estadio hay tres mil vietnamitas aplaudiendo el bádminton. Un par de asistentes lleva puesta la camiseta del Che Guevara.

El tenis no ha podido entrar con fuerza en Asia.Y el bádminton jamás ha pasado de ser un chiste en Occidente. Quizá la diferencia de todo, de filosofía y de modos y de comida y de combate, se deba al contraste entre la levedad de una plumilla y la de una pelota de tenis.

3

Ya casi llega el momento de los disparos. Es de madrugada y en la discoteca del Sheraton de Ho Chi Minh City todos nos movemos al ritmo de Aspen, una banda de cuatro negros y dos latinos que han llegado directamente desde Estados Unidos (desde Nueva York, dice el cartel del ascensor) para entretener durante dos meses las noches de Saigón. La escena es extraña. Por los ventanales del piso 23 se ve casi todo Ho Chi Minh. Ahí abajo, iluminada y llena de motos, uno puede ver Saigón mientras la banda bombardea con éxitos bailables de los años ochenta, como Electric Light Orchestra, que todos seguimos con las manos en alto, y con los vasos en alto, con el whisky o el champán en alto, mientras unas sofisticadas mujeres vietnamitas con tacones siguen el ritmo y al final de cada canción todos aplaudimos y sonreímos y todo es risas y brindis y cuesta diferenciar quién es quién aquí en este último piso del Sheraton de Ho Chi Minh, donde hay gente que vino por negocios, por turismo sexual, porque extraña la música de los ochenta, o por error. Esta noche todo se confunde. No importa de qué mundo vengas, la fiesta parece interminablemente efervescente. No como en el barrio de los mochileros, donde todo se distingue más fácil y es más barato y se apaga antes, porque mañana temprano hay que seguir mochileando por el Sudeste Asiático.

—En la ciudad no hay discotecas, así que las fiestas de los hoteles cinco estrellas son las mejores de la ciudad —me había dicho Xinh en un viaje por el Mekong.

Lo del viaje al Mekong fue un par de días antes. Salto al Mekong. En el delta del Mekong conozco a Xinh. Ahora es mediodía en el Mekong. Navegamos en un barco al que subimos una decena de turistas, todos guiados por Xinh, esta risueña saigonesa que aprendió inglés gracias a un programa estatal que está promoviendo el idioma. Casas flotantes y ferias y barrios y familias enteras sobre un río donde el Sudeste Asiático se siente con más de un sentido. Oliendo su cocina milenaria que hierve sobre los botes, o escuchando el ruido infinito de la vida al aire libre, o disparando tu cámara frente al despilfarro de colores que se deja ver cuando cruzas pueblos verde oscuro sobre el río café claro. El delta más famoso de Asia, plagado de huertos y pantanos, se extiende desde los límites de la ciudad de Ho Chi Minh en dirección sudoeste hacia el golfo de Tailandia. Para visitarlo, en cualquier oficina de turismo venden viajes de uno, dos, tres, cinco y hasta quince días, recorriendo arrozales y habituándote a la típica postal de los campesinos bajo esos sombreros cónicos, los Non.

Cuando llega a Vietnam, el Mekong ya ha recorrido más de 4.000 kilómetros de Asia. Nace en la meseta tibetana y pasa por China, Birmania, Laos, la frontera tailandesa, todo Camboya hasta llegar aquí, donde vamos ahora, camino de My Tho, donde conoceré a Xua.

Xua es un tipo que en vez de pierna derecha tiene un palo de plástico y cuyas manos fueron derretidas por las secuelas de las bombas de napalm; pese a esto, Xua siempre pide dinero a los turistas con una sonrisa. Xinh, la guía que recomienda las fiestas en los hoteles cinco estrellas y usa guantes de seda largos para no quemar con el sol sus brazos ultrablancos, espera amablemente: una pareja de robustos turistas alemanes han querido fotografiarse con Xua. Luego le dejan una propina.

4

Hoy es el día de los disparos.

Una bomba explota cerca de nuestro puesto, aquí no más, y alguien me grita: ¡ponte el casco o vas a morir! Y estoy nervioso, asustado, me pongo el casco con mucho miedo y me acurruco en la trinchera, abrazando el fusil mientras por arriba, a pocos metros, casi rozándonos, nos sobrevuelan helicópteros enemigos que disparan ráfagas de metralletas, y las balas que silban tan cerca y otra explosión a pocos metros, ¡buuum! y las esquirlas que saltan y los gritos desesperados y ¡buuum!, otra maldita vez, y ¡riiin! y vuelve el ¡riiin! y entonces contesto y es la llamada telefónica que me avisa que debo levantarme. Una semana en Ho Chi Minh y acabo de tener un sueño de guerra, la pesadilla de estar en el campo de batalla. Dicen que es común que pase: recibes tanta información bélica que el subconsciente se estimula y combate.

Son las siete de la mañana cuando salgo del hotel.Ya hay mucho movimiento en las calles. Estoy en el barrio Dong Khoi, que no es el barrio de los mochileros trotamundos ni es el barrio francés donde viven los vietnamitas modernos. En Dong Khoi hay hoteles tradicionales, buenos restaurantes y una cafetería, la del Continental, donde transcurre parte de El americano impasible, la novela de explosiones de Graham Greene. En Dong Khoi, a la hora que sea, se pueden ver jóvenes vietnamitas vestidas con coquetos ao dais, esos largos vestidos de seda con cuello mao. A cualquier hora puedes conseguir hachís. A cualquier hora puedes ir a que te hagan un masaje. A dos o a cuatro manos. El problema del de a cuatro manos es que las masajistas comienzan a hablar entre ellas y no les entiendes nada de lo que hablan y te quedas fuera, bajo cuatro manos.

Hago parar una moto-taxi, el mejor medio de transporte que he conocido en el Tercer Mundo para evitar nuestros problemas eternos, mundiales y diarios de tráfico vehicular. Casi todos los que conducen las moto-taxis solo hablan vietnamita, así que le paso un papel donde se lee Pham Ngu Lao, el nombre de la calle donde todo se consigue más barato, incluidas las excursiones.

Escena en calle Pham Ngu Lao (CC Sam Sherratt).

El viaje en moto es rápido, pese al tráfico. Vietnam es el país con más motos del mundo. Hay 1,5 motos por habitante. Las calles tienen siempre un eterno zumbido de motores, de orden en el caos, de vehículos que se cruzan en esquinas sin semáforos.

De existir un pensamiento tercermundista global, seguro debería determinar que si puedes sobrevivir al caos vehicular, puedes sobrevivir a cualquier guerra.

En el trayecto pasamos por la esquina de Le Loi y Nguyen Hue, donde está el famoso hotel Gran Rex, que de alguna manera puede ser un resumen de la historia de la ciudad de los últimos años:

—Comenzó siendo un taller de la Renault y la Peugeot de la  comunidad francesa de la ciudad, en la época de los franceses.

—Durante la guerra con Estados Unidos alojó a los oficiales  de prensa y a los corresponsales invitados por el Departamento de Estado estadounidense.

—Ahora es un hotel de doscientas habitaciones, bar hasta la  madrugada, una terraza de buffet libre que es todo un éxito, y fiestas bailables con orquestas los fines de semana, en las que abundan las parejas de turistas viejos y muy gordos con vietnamitas muy flacas vestidas como occidentales.

Un par de calles más allá atravesamos el mercado Ben Thanh, donde venden ropa occidental falsificada y artesanía vietnamita y camisetas rojas con la estrella amarilla y banderas con la cara del tío Ho y zapatos y chaquetas y vestidos y muchos tipos distintos de camisetas del Che. Un país muy diferente al de 1967 en plena guerra con Estados Unidos, cuando Ernesto Che Guevara escribió en la Tricontinental, el órgano del Secretariado Ejecutivo de la Organización de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina, llamando a «crear dos, tres, muchos Vietnam».

 

Entrada principal del mercado Ben-Thanh en hora punta (CC Bernard-Oh).

Ahora los vendedores te toman el brazo, te gritan, pelean entre ellos por venderte alguno de sus productos. La oferta y mercado está en cada esquina del barrio, de este y el de más allá y el de más allá y el de más allá, y en todos se repite el mismo ruido. Siempre ruido. Mucho ruido.Tanto ruido. Ruido ambiente. Ruido de bocinas. Ruido de claxon. Ruido de mierda. Ruido de mercado chino. Ruido de motores chinos. Ruido de aceleradas. Ruido de frenos. Ruido de camiones. Ruido de campanillas. Ruido de ollas. Ruido de pailas. Ruido de cucharas. Ruido de ruido. Ruido y ruido. Ruido.

El Ben Thanh, tienen una zona de puestos de comida don- de hay todo tipo de rollitos fritos y otros de papel de arroz, rellenos de camarones o de carne de cerdo o cebollines, que se pueden acompañar con té verde o junto a una cerveza Tiger. Todo cerca de Pham Ngu Lao, la calle donde todo se consigue más barato, y donde está esperando el bus para ir a los túneles de Cu Chi.

5

Llegó el momento de los disparos.

El vietnamita con ropa del ejército vietnamita me pasa el fusil cargado con cinco balas, y me indica el blanco adonde apuntar. Es la primera vez en mi vida que voy a disparar un arma, y me toca un AK-47 y en Vietnam.

Ya casi aprieto el gatillo del AK-47, con cuyo nombre se bautizó una letal cepa de marihuana en California.

Todo esto está pasando en la zona de Ben Dinh, donde tras pagar cuatro dólares entramos a la reserva donde están los túneles de Cu Chi. Adentro hay una veintena de buses, todos repletos con parte de los tres millones de turistas que cada año llegan a Vietnam. La excursión comienza en una sala, donde hay un gran mural de los túneles y una maqueta con corte transversal de la zona y pasan una película en blanco y negro donde se cuenta que los primeros túneles fueron escarbados por los vietnamitas que luchaban contra la colonia francesa y que, más tarde, los vietcongs siguieron el ejemplo, y para luchar contra los estadounidenses llegaron a construir unos 250 kilómetros de pasadizos donde tenían salas de reuniones, dormitorios, pozos y hasta hospitales.

Luego de la película viene una caminata en la que los visitantes se sacan fotos en las distintas entradas de los túneles o frente a un museo de trampas artesanales y modestas hechas con clavos y alambres y espadas de madera con las que se combatía, dice el guía orgulloso, a todo el poderío estadounidense.

El recorrido por los túneles es incómodo, se debe hacer de rodillas, gateando, y por la estrechez de las bocas no es recomendable para gordos ni para hipertensos. Los caminos son de tierra, aunque algunos de ellos se han pavimentado y ensanchado para el paso de los turistas.

El encierro se siente y se escuchan las balas de la zona de tiro. La sensación de avanzar y avanzar de rodillas, sin poder levantarte, y con el sonido de las balas cada vez más cerca, es claustrofóbica como una guerra. Una pareja de españoles se asustan por la oscuridad, aunque hay pequeñas luces en parte del trayecto.

Una de las salidas de los túneles de Cu Chi (CC Andrew Crump).

Después de unos minutos la salida es un alivio, más si se piensa que aquí adentro algunos vietnamitas pasaban años. Al final del recorrido, en la zona de tiro, hay un bar donde uno se puede comprar algún refresco para el calor, o souvenirs de guerra: balas, casquillos, encendedores grabados, medallas, cascos, insignias y medallones. En el mesón de ventas hay una lista de precios para los que van a disparar. Las balas del AK-47 cuestan un dólar.

Compro cinco, el mínimo. Son verdaderas. En la zona de tiro, un japonés que anda con un grupo del Rotary de Tokio descarga una ametralladora de cincuenta tiros. Le sacan fotos. Los disparos suenan muy fuerte. El militar carga mis cinco balas en el fusil. Me explica dónde está el blanco, y señala un muñeco, 50 metros al frente, vestido con el uniforme de Estados Unidos. Kim, el vietnamita de uñas largas que me vendió la excursión, me dijo que antes de disparar no hay que pensar en nada, poner la mente en blanco y tratar de acertar el disparo.

Se escuchan fuerte los disparos del polígono vecino. Los disparos se repiten, y sube la adrenalina. Apunto a la cabeza del soldado que tengo a 50 metros. Pongo el dedo en el gatillo. Agarro bien firme el fusil. La culata del AK-47 está haciendo presión contra mi hombro. La mira está entre su cabeza y el cuello. Respiro hondo.Trato de no pensar en nada. En nada.

¡Bang!

¡Bang!

¡Bang!

¡Bang!

¡Bang!


CAPÍTULO EXTRAÍDO DEL LIBRO UNA VUELTA AL TERCER MUNDO

EDITADO POR PENGUIN RANDOM HOUSE

FOTOGRAFÍA DE CABECERA CC EMAD GHAIPURA EN LOS CAMPOS DE TIRO DE LOS TÚNELES DE CU CHI