Un gran qué del hecho de leer radica en descubrir la exuberancia interior de vidas en apariencia discretas. Stoner, de John Williams, es una cumbre de este «qué». Stoner es un profesor que vive como mejor sabe, sin ruido ni protagonismo, evitando los altercados igual que la visibilidad mientras construye una solidísima mirada sobre el mundo a fuerza de literatura. Su apuesta es dejar que la vida fluya, que los asuntos se vayan resolviendo con la mínima intervención posible, sublimando la cautela y protegiendo siempre el refugio de la lectura.
A tenor de los parámetros actuales, la inacción de Stoner, o su aparente inercia, subleva. En varios momentos, el lector puede rogar por que el protagonista haga «algo», que se revuelva, discuta, grite, que demuestre una mínima capacidad para abandonar su aparente asunción de todo lo que ocurre ahí fuera, por doloroso o intolerable que parezca. En general, Stoner sigue a lo suyo. Pero resulta que Stoner tiene un límite, al que llega pocas veces, de acuerdo, pero un límite que, al mostrarse, revela la homogeneidad rocosa de ese individuo mucho más fuerte de lo en principio imaginado.
Cada cual procesa las lecturas como puede o le parece pero hay personas que, como Stoner, han encontrado en los libros la forma de estar tranquilos y entender con otra profundidad qué se cuece alrededor… aunque casi nunca hablen de ello.
Cuando conocí a Alberto Luque, pensé en Stoner. Les diferencian muchas cosas, por supuesto, pero comparten los rasgos fundamentales de la devoción literaria y la discreción extrema, tanta, en el caso de Alberto, que poquísima gente sabe de su crucial importancia a la hora de impulsar el que probablemente haya sido el mejor premio de literatura de viajes que se haya convocado en España: el Premio Camino del Cid. Un hito nada casual dada la inclinación de Alberto por el género.
Como huye de la visibilidad y tiende a relativizarlo todo —ésta sería su particular característica, equivalente a la inercia de Stoner—, supongo que algo habrá ayudado el cariño que ambos profesamos por los libros de viajes y el que yo fuera en su busca a Burgos dispuesto a agradecerle su buen trabajo, para que Alberto se decidiera a destapar unos retazos de vida que hoy sirven de introducción a la figura de este estupendo lector un poco especializado.
Por su forma de conducir, nadie diría que Alberto Luque estudió en el Opus Dei (de Pamplona). Tiene un punto caótico, frena y acelera sin un criterio más adivinable que el flujo de su conversación, a veces casi se detiene, aunque como suele ir a velocidad moderada y el tráfico burgalés no abruma, tampoco parece ocasionar molestias. Pero sí, estudió en el Opus Dei mientras masticaba el consejo de su «abuela de 1900 que vivía sola con uno de sus hijos: «Sólo me arrepiento de lo que no he hecho. Jamás actúes pensando en el qué dirán. Haz lo que tengas que hacer»».
Como ya se sabe lo que hay del dicho al hecho y Alberto aún era joven, siguió el carril previsto estudiando Derecho y trabajando después en el departamento jurídico de una empresa farmacéutica en Móstoles. «Pero yo quería viajar», reconoce, y como ya incubaba el amor por las crónicas de la conquista de América y surgió la oportunidad de colaborar en la regeneración de la justicia peruana, se plantó en Ayacucho inmediatamente después de la captura de Abimael Guzmán, el líder del grupo terrorista Sendero Luminoso. «Tras tantos años de terrorismo brutal todo estaba destrozado, y el sistema judicial, imagínate. El centro de Lima estaba lleno de cruces blancas adhesivas: las que ponían en los escaparates y las puertas para evitar que las explosiones de las bombas rompieran los cristales.»
Alberto habla de fiscales que se acostaban cada día en una cama diferente armados con un revólver y una granada de mano. Habla de matanzas de subversivos y militares. De un fiscal general que lloró al confesar que «aquí todo el mundo tiene algo que esconder». En aquella etapa descubre el Redoble por Rancas de Manuel Scorza, lee muchos cuentos de Ribeyro, y si bien la realidad y los narradores le orientaron sobre cómo piensan algunos en Perú, seis meses más tarde volvía a España con la sensación de no haber entendido nada.
Como empleado de empresas de agua, gas y petróleo, sí entendió perfectamente que los créditos FAD (Fondos de Ayuda al Desarrollo) que países como España daban a países en situación precaria eran una trampa. «Los gobiernos los concedían con interés bajo pero, por una parte, había que devolver ese interés; y por otra, el contrato obligaba a comprar todo el material al país que daba el crédito.»
Y mientras rememora aquellos días que invitan a elucubrar una biografía digna de personaje de Graham Greene, revisa el asunto de Tesalónica, donde trabajando para una empresa de fluidos presenció un desembarco de tanques, tanquetas y camiones de la OTAN destinados a la guerra en Kosovo y para acceder al puerto debió colarse en el maletero de un taxi, el único modo de sortear el bloqueo de unos encendidos manifestantes griegos. Aprovechó para leer dos tomos de El cuarteto de Alejandría y, aunque Durrell lograba abstraerle unas horas, el estrés de la misión le agobió hasta el punto de que al regresar a Burgos prestó una atención distinta al proyecto que por entonces movía su hermano Ramón: «Hacía museos en pueblos para las personas de allí. Mi hermano cree en la gente. Mi hermano se arruinará siempre. Lo que hace es impresionante».
Tanto le asombró, que Alberto se apuntó una temporada a dar tumbos creativos con Ramón «así que pasé de la vorágine más absoluta a tomar cervezas en un pueblo de Soria con señores que te contaban la historia de su padre. Me abrían la puerta de los más sagrado, ¡me dejaban entrar en su lar! Y ese tipo de relación con las personas me gustaba mucho más».
Cuando necesitó dinero y apareció un trabajo en la Diputación de Burgos, ya tenía muy claro que quería seguir vinculado a los pueblos y cuidar sus cuentos, sus leyendas. Observó que un objetivo del Consorcio Camino del Cid, dedicado a potenciar los recursos culturales, turísticos y medioambientales de la ruta seguida por el Campeador en el poema que lleva su nombre, era velar por esos pueblos conservando también sus relatos. De todas formas, a Alberto se le ocurrió dar otra dimensión al Camino.
El Cantar era de algún modo un libro de viajes que, más allá de Burgos, atravesaba territorios de Soria, Guadalajara, Zaragoza, y así hasta Alicante. Comprendió que lo que unía al Cantar con cualquiera, también con alguien de Kosovo o Ayacucho, era el puro hecho de viajar, y propuso fundar un premio para esta literatura. «Pedí que no sirviera para publicitar el Camino más allá del propio nombre. Si queríamos quitarle la caspa al Cid había que hacer las cosas bien. Y los políticos, aun sabiendo que era un proyecto a largo plazo y que el dinero invertido no se iba a recuperar de inmediato, aceptaron.»
El Camino del Cid: un premio para la literatura de viajes
¿Por qué consiguieron un premio tan bueno? Podríamos hablar de la independencia editorial, al no estar los organizadores dentro del negocio literario; de la pureza de una mirada ajena a rivalidades entre sellos y escritores; de las prestaciones de jurados que incluyeron desde a Jacinto Antón a Carlos García Gual, Javier Reverte, Rosa Maria Calaf o Jordi Esteva… Pero si todo eso discurrió de esta manera fue porque el alma del certamen era un hombre que había viajado, que había leído, y que dominaba como pocos el terreno que pisaba. Ahora viene cuando Alberto explica lo que él entiende por libro de viajes:
«Me gustan mucho los textos de Bernal Díaz del Castillo, que cuenta la intrahistoria del descubrimiento. Te habla de la conquista de México, de gente que mata, que muere, y cuando los soldados regresan a España comprenden que lo único que quería Felipe II era la plata. Ni honor ni dignidad ni nada: la plata. El gobierno ignora a los que han luchado por él. Y entonces ves los paralelismos en la Historia, piensas en los soldados de Vietnam…
Si se trata de concretar en escenas, recuerdo una en la que un capitán ve un volcán a cinco mil y pico metros de altura y pide permiso para subir. Los que le acompañan se sacan las corazas porque se les están pegando al cuerpo, por el calor. Está todo tan bien descrito… Suben al pico y contemplan el paisaje desde allí. Y te preguntas, ¿por qué lo hicieron? Por curiosidad. Eso es el viaje. Eso es lo que me interesa que me cuente un viajero: lo que ve, su historia. Con ella se distinguirá.
Hay demasiados libros de viajes escritos para el lector, todos iguales. Están llenos de comidas, pensiones, episodios históricos contados más o menos del mismo modo… y muchos los firman autores de una determinada clase social. Con los jurados del premio discutíamos sobre qué era literatura de viajes y les transmití que el propósito era publicar libros que pudieran leerse dentro de cincuenta años. Tengo el convencimiento de que la literatura expresa verdades que no te pueden llegar de otra manera. Por eso también quisimos premiar a las editoriales y las librerías, para que sintieran ese afecto».
El Premio Camino del Cid duró cinco temporadas, de 2008 a 2012. «No estábamos en condiciones de seguir ofreciendo el gran premio que pretendíamos, así que se ha abierto un paréntesis. Mi idea es retomarlo en cuanto se pueda», asegura Alberto. Mientras, seguirá nutriendo su espléndida biblioteca que alterna volúmenes dieciochescos con exquisiteces como los Cuadernos de viaje de Stefano Faravelli. A veces, leerá sobre las razones para asaltar un territorio; a veces, sobre las razones para defender exactamente el mismo espacio, confirmando que las cosas pueden ser así, pero también del modo contrario y tener sentido igual.
Esta forma de pensar, que podría conducir a una inoperancia del tipo Stoner, produce en Alberto el efecto inverso, porque si bien en el diálogo y la conducción automovilística es un hombre de flujos y reflujos, cuando se trata de actuar, ejecuta con decisión. Y ahí está La senda de nieve oculta (Editorial CELYA), un libro de relatos ganados a la selva amazónica que confirman lo que antes se dijo sobre su calidad como lector, porque sólo alguien que sabe descifrar el sentido último de las mejores palabras puede ser capaz de escribir luego otras con el mismo peso. Y él lo hace.
Alberto, el aventurero relativo, y el engañosamente insulso profesor Stoner emergen, pues, como paradigmas memorables de cuánto puede dar de sí una vida de lector.
La ilustración de cabecera de este rincón en que escribe Gabi Martínez es obra del dibujante de cómics e ilustrador barcelonés Tyto Alba.