Aunque el cuerpo de mi esposo estaba en el hospital, nadie me permitía tocarlo porque me culpaban de su muerte». Pramila Tajhya, de 47 años de edad, enviudó hace 17, cuando su esposo –alcohólico– cayó por las escaleras de su casa en Pokhara. Al igual que ocurre con muchas otras viudas en Nepal, se pensó que la mala suerte de Pramila fue la causa de la muerte accidental de su esposo. Durante el kiriya, los trece días de duelo requeridos, la familia política de Pramila debatía sobre si ella tenía la edad suficiente para que las escrituras de su casa fueran transferidas a su nombre. La mayoría prefería ponerlas a nombre de su hijo de cinco años. A Pramila le llevó siete años convencer a la familia de su esposo de que ella era capaz de ser titular de sus propiedades, pero hasta el día de hoy carga con el estigma de ser una mujer sin marido en Nepal.

La primera vez que vine a Nepal fue con una amiga, en julio de 2012, durante el verano antes de mi último año en la universidad. En el Foro Nacional para los Derechos de las Mujeres de Nepal (NWRF por sus siglas en inglés), una organización con base en Katmandú que se centra en promover los derechos de las mujeres en contra de la violencia de género, nos permitieron amablemente observar su trabajo y entrevistar a algunas de las mujeres con las que lo desarrollaban. Al ser una viajera ávida y estar especializándome en Cine, se me hacía agua a la boca al pensar en poder combinar mis dos intereses. Pero intentar hacer una película en un país en vías de desarrollo demostró ser mucho más difícil de lo que imaginábamos. El viaje fue una curva de aprendizaje gigantesca, mientras luchábamos por encontrar el equilibrio correcto entre alcanzar nuestras metas y respetar las peticiones de NWRF.

Con un calor achicharrante anduvimos de poblado en poblado por caminos disparejos y lechos de río secos, visitando las ramas más distantes de la estructura de la organización. Dentro de casas con paredes hechas de lodo, rodeadas de locales curiosos, escuchamos a las mujeres de los pueblos contar sus desgarradores relatos sobre aislamiento y miedo; miedo a sus propios vecinos, que las habían acusado de ser brujas. Estas mujeres habían sido expulsadas de sus comunidades, a veces incluso de sus propias familias, por la creencia local de que la más reciente catástrofe en el pueblo –ya fuese un buey muerto o un matrimonio fallido– podía ser reversible o revocada al castigar a la «bruja» responsable.

Al revisar nuestro material, una vez de regreso en Nueva York, me sorprendieron las similitudes entre nuestras entrevistadas. La mayoría de ellas vivían solas, como viudas o madres solteras, cuando se las había acusado de cometer actos de brujería. ¿Qué era tan amenazante de las mujeres sin pareja que hacía sentir a otros la necesidad de ensuciar su nombre? La mayor parte de estas mujeres habían seguido el patrón tradicional –casarse a los trece años, tener hijos poco después y trabajar de la noche a la mañana cada día desde entonces– y ahora se las castigaba por la muerte de sus esposos.

¿Qué era tan amenazante de las mujeres sin pareja que hacía sentir a otros la necesidad de ensuciar su nombre?

Después de graduarme en Barnard empecé a expandir mi proyecto hacia la observación de cómo las diferentes sociedades reaccionan de modo positivo y negativo ante las mujeres que no tienen esposo. Con el uso de fotografía, cine y escritura, espero traer a la luz los desafíos y triunfos de mujeres que han tenido que enfrentarse a los estigmas sociales, y trabajar con las normas culturales que las restringen.

Establecí parte del proyecto en la tierra natal de mi padre en Sudáfrica. Con una de las constituciones más inclusivas del mundo, Sudáfrica otorga los mismos derechos a hombres y mujeres independientemente de raza, embarazo, estado civil, origen étnico o social, color, preferencia sexual, edad, discapacidad, religión, conciencia, creencias, idioma, cultura y/o lugar de nacimiento. Aún así hay una amplia desconexión entre la ley y la vida real: un estudio demuestra que el miedo a una agresión sexual es una realidad para el 44% de las mujeres lesbianas blancas y para el 86% de las mujeres lesbianas negras.

De enero a marzo de 2014, entrevisté y fotografié a un poco menos de 40 lesbianas que viven en el área de Ciudad del Cabo. En la ciudad granjera de Paarl, a 45 minutos de Ciudad del Cabo, hablé con algunas adolescentes negras que fueron expulsadas de la escuela a causa de su orientación sexual. En Sea Point, uno de los tantos suburbios ricos junto al mar, entrevisté a una lesbiana judía, madre de dos niñas xhosa adoptadas. En Observatory, un vecindario polvoso que parece atraer mochileros y artistas, hablé con un músico folk de veintitantos años al que echaron de su conservadora casa afrikaans después de declararse homosexual.

Después de veinte años de democracia, Sudáfrica todavía está dividido económica y racialmente. De alguna manera, las experiencias de las mujeres con las que hablé fueron dictaminadas por esta separación. Mujeres que vivían en los townships (municipios) –áreas de tierra en las que los negros estaban restringidos de vivir durante el Apartheid, y donde muchos viven todavía– se enfrentan diario a los actos más extremos de violencia, a causa de su orientación sexual. Mujeres de clase media y alta (predominantemente blancas) se enfrentan a poca o ninguna violencia física. Aún así hay algunas excepciones notables: las adolescentes de clase baja en Paarl son, por mucho, el grupo más inspirador y esperanzador de todas las mujeres con las que conversé. A pesar de vivir en condiciones muy similares a las de aquellos en Gugulethu o Khayelitsha, municipios manejados por el crimen, estas niñas se enfrentan a prácticamente nada de violencia. La mayoría tienen un apoyo incondicional por parte de sus familias y demuestran más confianza en sus propias decisiones que cualquiera de las otras mujeres o niñas con las que me he encontrado.

Las adolescentes de clase baja en Paarl, Sudáfrica, son, por mucho, el grupo más inspirador y esperanzador de mujeres con las que conversé

Con la ilegalización de la homosexualidad en Uganda, muchos esperan que Sudáfrica tome su lugar como el modelo guía para los derechos homosexuales en el continente africano. Pero el presidente Jacob Zuma recientemente declaró que respeta el derecho de Uganda de adoptar su propia legislación, en el sentido de que no se unirá a otras naciones para tomar acciones formales en contra de ese país. Sin embargo, hay algo de luz al final del túnel: el gobierno de Sudáfrica acaba de lanzar su primera campaña a favor de los derechos LGBTQI (o sea, de personas lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, queer e intersex), aunada a un anuncio de servicio público que alienta a las lesbianas a reportar a la policía los crímenes sexuales.

A principios de abril empaqué mis cosas y volé a Nepal para iniciar la segunda parte del proyecto. Ahora estoy de base en Katmandú, desde donde haré algunos viajes extra a otras áreas del país. Hace algunos días regresé de viajar durante dos semanas por el centro y oeste de Nepal; incluso me fue posible llegar hasta Jomsom, la entrada a la cordillera de Annapurna ubicada en su extremo oeste, y detenerme en varias ciudades y algunos pueblos durante el trayecto. Con la ayuda de la organización Mujeres por los Derechos Humanos (WHR por sus siglas en inglés), la única organización en Nepal que trabaja sólo para promover los derechos de las mujeres solteras, he entrevistado y/o fotografiado alrededor de 30 mujeres hasta ahora.

A las mujeres que han podido recibir educación, ya sea por determinación absoluta o a través del apoyo de sus padres, en general les va mejor que a las que fueron forzadas cuando eran adolescentes a dejar la escuela para poder casarse, o aquellas que nunca han entrado a un aula. Pero ninguna puede realmente escapar al estigma social relacionado con ser soltera. Está mal visto que las viudas vistan de rojo o participen en ocasiones especiales como bodas, ceremonias de presentación y festivales religiosos. Volverse a casar está prácticamente descartado, a no ser que la viuda sea todavía una adolescente. Esto, por supuesto, no se aplica a los hombres, quienes sí pueden volver a contraer matrimonio o tener tantas esposas como les sea posible.

Pramila empezó a experimentar discriminación desde el momento en que su esposo murió, pero ha estado trabajando para erradicar ese tipo de comportamiento durante el mismo tiempo. Y su trabajo arduo ha dado frutos: «Ahora, la comunidad me mira de forma diferente que antes. Si alguien necesita ayuda, me llaman. Me siento muy bien por poder servir de apoyo a alguien que lo necesita». Pramila ha ayudado a organizar controvertidas Campañas Rojas, que patrocinan una ceremonia en la que la familia política de una viuda le coloca ropa de color rojo y tika (adorno ceremonial), liberándola de la presión social de no poder utilizar vestuarios rojos. Pramila desea continuar estas campañas por el tiempo que sea necesario para lograr que la sociedad entienda lo absurdo de la práctica: «Si no podemos vestir rojo en el exterior ¿qué deberíamos hacer con la sangre roja que llevamos dentro?»