«¿Hay algún médico en el avión? Repito, ¿hay algún médico en el avión? Por favor, que se acerque a la cabina», dijo por el altavoz una azafata poco después del despegue. Mientras otra buscaba un respirador en el portaequipaje, yo solo pensaba en su acento porteño, en esos sonidos que alguna vez me parecieron tan naturales. En el asiento de adelante una mujer mayor, «población de riesgo», como se dice ahora, se había descompensado y le costaba respirar. Un hombre cruzó el pasillo, dijo que era ginecólogo y le preguntó si había tenido tos o fiebre. Cuando apareció el tercer médico, ya no aguanté más. Me cambié los guantes de látex, me levanté el barbijo y me tomé una pastilla para dormir. Salvador me miraba con los ojos grandes del miedo. Le di el blíster entero.

Cinco horas antes un policía nos había recibido en la puerta de Barajas. «¿A dónde vais?», nos preguntó, y pidió ver los pasaportes y pasajes a Buenos Aires. Nosotros atinamos a mostrarle el mail que anunciaba nuestro vuelo de repatriación. A mitad de la pandemia, cuando los casos se contaban de a miles, la llegada al aeropuerto parecía la visita a un templo clausurado o al predio de un recital después del concierto, un lugar sin motivo ni uso. En el camino evitamos tocar los manubrios, las vallas y los asientos como si la realidad se hubiera vuelto pegajosa. Nos tomaron tres veces la temperatura, firmamos declaraciones juradas, detallamos nuestras condiciones de aislamiento y un médico estampilló un formulario que debíamos mostrar en destino. Miré con insistencia el cordón de mi mochila que sin querer había arrastrado por el vagón de un subte vacío. El sweater de Salvador no había tenido suerte, se le cayó en la vereda cuando salimos del departamento y lo tiramos a la basura. Sí, exagerados; pero no queríamos correr más riesgos.

A mitad de la pandemia, cuando los casos se contaban de a miles, la llegada al aeropuerto parecía la visita a un templo clausurado o al predio de un recital después del concierto, un lugar sin motivo ni uso

Si no hubiese estado tan alerta, las palabras del piloto me habrían conmovido. Ya en el aire, habló de alivio, de orgullo, del trabajo voluntario de la tripulación para llevarnos a la patria, pero son recuerdos vagos. No sentía nada, sé que aplaudí con ganas y repasé el protocolo que me había inventado: no moverme, no charlar, no ir al baño, comer la vianda en tres movimientos y dormir hasta el aterrizaje. Me puse los auriculares y elegí esa película ganadora de un Oscar que nunca quise ver hasta que la pastilla hizo efecto.

«Lucila, Lucila», escuché mientras me esforzaba por abrir los ojos. «Perdí el barbijo, perdí el barbijo, no sé dónde está», repetía Salvador. «No sé dónde está, lo perdí, Lucila, estoy en malla en Chernóbil, levantate». Intenté reírme, lo miré mal: había arruinado mi protocolo. Me levanté, le di uno de los barbijos que teníamos de repuesto y fui al baño.

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A las 3.20 de la mañana, las luces de la pista despejaban la neblina. Ezeiza parecía una base militar que se levantaba sobre los pastizales sin otro avión más que el nuestro. Todo aterrizaje me devuelve una alegría infantil, la sensación de que en ese momento empieza una aventura. Tocar tierra abre nuevas posibilidades y cierra un ciclo. Habíamos llegado a Buenos Aires, la décima ciudad que pisábamos desde el inicio de la pandemia. Aplaudimos, la azafata llamó a las tres personas que habían declarado síntomas para que salieran primero; la otra encargó quince sillas de ruedas. De repente, estábamos en casa. ¿Estábamos en casa?

Todo aterrizaje me devuelve una alegría infantil, la sensación de que en ese momento empieza una aventura. Tocar tierra abre nuevas posibilidades y cierra un ciclo

Desde el 22 de enero que arribamos a Shenzhen, en la costa sur de China, la idea de hogar se desrealiza y cambia. Siempre parece estar un poco más allá, inaccesible. Hace cuatro años que Lucila y yo vivimos en Shanghái, casi en las antípodas del lugar donde nacimos. El 31 de diciembre cerramos nuestro departamento en la calle Guofu (literalmente «el país de la abundancia»), cargamos nuestros bolsitos con siete kilos y nos fuimos a pasar unas semanas a las playas de Filipinas. El plan era regresar a China para el Festival de Primavera, a finales de enero, y recorrer el sur, antes de que empezaran de nuevo las obligaciones. Yo trabajo como profesor en una universidad y Lucila termina su doctorado.

La aparición de un virus extraño en el centro del país cambió cualquier plan. O, más bien, empezó a proponernos uno diferente cada día a una velocidad vertiginosa. Volver a nuestro departamento, irnos a un país limítrofe, viajar a la Argentina con una escala en el lugar que nos aceptara o quedarnos en Shenzhen hasta nuevo aviso eran algunas de las opciones que discutíamos a diario. Con tres mudas de ropa, una toalla de microfibra (de esas que no absorben) y unas antiparras, lo único que de repente fue claro era dónde estaba casa, algo que hasta ese momento nunca habíamos asumido.

«En Shanghái uno siempre está de paso», se repite entre los extranjeros. A los amigos los mudan de filial, se les termina la beca o directamente no aguantan más y se van. China no es un país de inmigrantes, al menos no en el sentido que lo entendemos en el Oeste. Internamente los chinos migran, pero hay pocos extranjeros que no experimenten cierta excepcionalidad cuando se levantan y ven sopas, pollo o pescado para el desayuno. Sentirse único y que la sorpresa no se vaya atenta contra el acostumbramiento. Son los efectos de lo que llamamos síndrome de Marco Polo: la sensación de hacerlo todo por primera vez. A pesar de que muchos intenten asimilarse, coman siempre con palillos, hablen mandarín a la perfección o usen Alipay, al final la mayoría fracasa. La sociedad china marca el límite y uno siempre es un wāiguǒrén, un expatriado, un invitado.

Lo cierto es que, por eso, nunca había pensado en Shanghái como mi hogar hasta que la oficina de asuntos internacionales pidió que no volviésemos, primero como una recomendación y después como una orden. Nuestra casa se cerraba y todas nuestras cosas quedaban adentro. Ropa, plata, computadora, medicamentos, libros y hasta una colección de fotos antiguas; toda estabilidad, proyección y rutina se desintegraba. El orden de las cosas desaparecía, aunque nos repetíamos que era algo pasajero. En unas semanas estaríamos regando las plantas del balcón de nuevo.

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Para el 23 de enero ya habíamos cancelado todos los pasajes que teníamos por el interior de China. Todavía no estaba claro cuáles eran los síntomas, la agresividad del nuevo virus o si todos nos convertiríamos en zombis. La información cruzada, los memes, los mensajes de los grupos de WeChat se mezclaban con los llamados de la familia. Lo más sensato era cruzar a Hong Kong y ver qué sucedía. Bastión de la extranjería en el Lejano Oriente, la isla iba a ser el último lugar que cerrara sus fronteras.

Esa mañana, nos colgamos las mochilitas low cost, nos guardamos unos barbijos en el bolsillo y subimos al tren. El puerto de Louhu, uno de los puestos fronterizos más transitados del planeta, estaba prácticamente deshabitado. Las pocas personas que cruzaban, iban hacia el continente para celebrar las fiestas en familia. Al fin y al cabo era el Año Nuevo.

En el hotel, un conserje nos recibió con un termómetro en la mano. Anotó en nuestro check-in con cuántos grados centígrados habíamos ingresado y nos hizo las preguntas de rigor: «¿Estuvieron en Wuhan?», «¿Han estado con alguien de Hubei?» Dijimos que no con una risita nerviosa. Ahora, ni los chequeos ni las preguntas sanitarias me parecen raros, pero en ese momento me daba cierto pudor. Exponer mi cuerpo, su calor o su frío, me resultaba un nuevo tipo de pornografía, como si lo íntimo quedara revelado. ¿Qué pasaba si un guardia, vendedor o recepcionista, en el medio de la calle, determinaba que yo tenía unos grados de más? La sola idea me hacía sentir desnuda.

Darme cuenta de que no me había lavado las manos el tiempo recomendado o que me había rascado la nariz se volvió algo obsceno, pecaminoso. Esa asociación tan arraigada entre la culpa y la suciedad… al final me confesaba ante Salvador, como si contarlo me expiara de la enfermedad.

Había que ser cuidadosos con los tapabocas porque estaban agotados en toda la isla. Dos días después de nuestra llegada, la calle se había uniformado: barbijos blancos, celestes, negros, rosados, unos con la practicidad tosca de lo quirúrgico y otros con la ergonomía del diseño, estilo Mortal Kombat. Una ciudad de asistentes hospitalarios. ¿Así se vería el futuro?, me preguntaba mientras subía y bajaba por las escaleras eléctricas del barrio futurista de Central.

Las oficinas, los museos, las librerías cerradas confundían las razones. Después de un año de marchas casi diarias, se sumaban los feriados festivos y la emergencia sanitaria. El gobierno de Hong Kong había cancelado los fuegos artificiales por las manifestaciones y los festejos públicos, los desfiles y las danzas del dragón por el brote del coronavirus. Como resultado, todo estaba enrarecido pero las cafeterías, los restoranes y locales de ropa seguían abiertos. La ciudad mantenía su ritmo. Entre las pescaderías al aire libre y las boticas de medicina tradicional, las familias enguantadas se acercaban a los altares de los ancestros. Pedían abundancia para el próximo año.

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Travel en inglés tiene la misma raíz que «trabajo» en español. Originariamente hacía referencia a un método de tortura: el tripallium, un palo con tres extremos en forma de cruz, que se utilizaba para inmovilizar a la víctima. Las derivaciones se quedaron con el esfuerzo físico, ya que la idea del viaje asociada al placer es un invento de la modernidad.

Comimos en los mercados, sacamos algunas fotos, fuimos a ciudades poco concurridas, nos aburrimos. Estábamos cansados y obligados a «disfrutar», esa forma de tortura contemporánea

Nuestra llegada a Laos, en este sentido, fue una vuelta al origen. Intentando «aprovechar el tiempo» o «seguir el viaje», aterrizamos en Luang Prabang ya con nuestro vuelo de regreso cancelado. Cada vez menos aerolíneas se arriesgaban a volar a China. El turismo forzado se asemejaba a la intemperie, a la falta de cobijo. Igual, cumplimos con todos los ritos: alquilamos motos, visitamos cascadas, templos y palacios, comimos en los mercados, sacamos algunas fotos, fuimos a ciudades poco concurridas, nos aburrimos. Estábamos cansados y obligados a «disfrutar», esa forma de tortura contemporánea.

De a poco el mundo se iba paralizando, pero parecía que nadie estaba dispuesto a responsabilizarse por ello. Los compromisos urgían, los deadlines llegaban, los mails laborales debían ser contestados, las clases se acercaban. Asumir que no volvíamos a Shanghái costó pesadillas y algún que otro llanto. Lucila soñaba que abría los paquetes de Taobao, que las arañas invadían la casa, que nos robaban. Yo, que perdía el trabajo.

Sin un lugar al que volver, decidimos ir a Madrid, donde teníamos familia. La escala en el aeropuerto de Helsinki nos impactó por su normalidad. De repente, la temperatura no le interesaba a nadie y nuestras bocas tapadas llamaban la atención. El mundo parecía dividirse en dos, al estilo de la Guerra Fría, y nosotros habíamos cruzado el muro. Mientras el virus quedara en el bloque oriental, no había de qué temer. ¿China? China quedaba lejos.

Creímos en la utopía: construir la rutina en un país distante, ser un viajero de la vida cotidiana, armar una casa en el aire. El mundo volvía a ser reconocible, pero nuestra realidad parecía a punto de estallar… hasta que estalló. Entre que compramos abrigos, cambiamos dinero, dormimos en siete lugares distintos y, finalmente, conseguimos un alquiler temporario, la pandemia nos alcanzó.

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Los dos meses que estuvimos encerrados en Madrid podrían resumirse en un lunes que se repite hasta la eternidad, mero transcurrir del tiempo entre las clases virtuales, la tesis y lavar los platos de la cena. «Nuda vida», diría Giorgio Agamben. Trabajar, comer, trabajar, comer. Dormir. Mal. La televisión prendida y sin sonido pasaba un loop constante de números, cifras, casos. Cada media hora miraba el celular, revisando las noticias, grupos de WeChat y otras redes a la búsqueda de una fórmula matemática que predijera la fecha en que esto acabaría.

Los dos meses que estuvimos encerrados en Madrid podrían resumirse en un lunes que se repite hasta la eternidad

En un departamento de alquiler, apenas amueblado y con luces blancas, en un barrio en el que nunca había estado antes, nada nos hacía acordar a nosotros. Como el simulacro de un hogar, nuestra vivienda había sido pensada para transitar, pero ahí estábamos, atrapados en un no lugar.  El aplauso de las ocho se transformó en mi cita con la ciudad. Salía al balconcito por los trabajadores de la salud, pero también para adivinar los perfiles de mis vecinos. A través de sus sombras, gestos o movimientos inventaba historias, edades, ocupaciones, idearios políticos. La señora que hacía dos lavados diarios me daba material. Vivía sola, a pesar de las decenas de toallas, manteles y sábanas que colgaba en la ventana. Un día, apareció un hombre y se quedó. Sospeché que era su hijo, ¿o era el novio?

Podíamos estar en cualquier ciudad del mundo, manteniendo la cuarentena como la mitad de la humanidad. Pero no, al final estábamos en Madrid y la comida se transformó en nuestra única conexión con España. Las excursiones al supermercado Día, que estaba a la vuelta, se volvieron una forma de turismo: tortilla de patata, pimentón de la Vera, vino de La Rioja, queso manchego. Cocinábamos platos locales. Ninguno de los dos se quiso perder la visita al Carrefour que quedaba a diez calles. Por primera vez, vimos el barrio y a lo lejos el Palacio Real.

Le dimos vía libre a los pedidos online y en tres semanas ya teníamos una biblioteca pequeña, pero bien provista. Literatura nómade y sedentaria, estudios sobre China y sus vecinos, podrían haber sido las secciones. Llegué a pensar que una casa es el lugar donde se guardan libros. Mientras leía un ensayo sobre los primeros embajadores asiáticos en Europa, recibí el llamado que anunciaba nuestro vuelo de repatriación a la Argentina. Lloré.

Si bien el gobierno chino ya había puesto en suspenso todas las visas, alejarme más de Shanghái me obligaba a aceptar lo irremediable. Faltaban cinco días para el vuelo, igual armé el bolso y tiré las antiparras, el sombrero de playa y la lona. No quería seguir viéndolos.

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«El placer que uno siente viajando por su habitación está libre de la envidia inquieta de los hombres», dice Xavier de Maistre en Viaje alrededor de mi habitación. El libro había llegado un día antes de nuestro vuelo, a modo de premonición. Como viajábamos desde una zona de riesgo estábamos obligados por el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires a cumplir con el aislamiento en uno de los hoteles asignados. Catorce días en un cuarto.

Bajamos del avión y después de un operativo sanitario, con médicos vestidos de astronautas, transportes especiales y un legislador que derrochaba amabilidad (como si estuviera en campaña), nos rociaron con alcohol y nos dieron una llave en el piso once. Estábamos agradecidos: era una hermosa habitación, amplia y luminosa, en un barrio exclusivo; pero nada se sentía como debería. Tomar aviones, visitar capitales del mundo, dormir en hoteles con estrellas; los «hitos del viaje», en pandemia, se habían vuelto parte de una tortura. El cuerpo, obligado a trasladarse, solo pedía reposo.

Tomar aviones, visitar capitales del mundo, dormir en hoteles con estrellas; los «hitos del viaje», en pandemia, se habían vuelto parte de una tortura

Desde el balcón, se colaba la luz cálida del otoño porteño. Los techos de estilo francés, los balcones enrejados, las antenas como garzas petrificadas, el olor de la calle después de la lluvia formaban un paisaje conocido y familiar. Me sentía cómodo y extraño. «Bienvenidos a casa», nos escribieron familiares y amigos. La frase me perturbaba. Nuestro viaje no se había acabado, sólo empezábamos una nueva cuarentena.


Fotografía de cabecera: las calles de Qingdao, en la provincia china de Shangdong, en abril de 2020 (Gauthier Delecroix, CC-by-sa 2.0)