«Roberto Bolaño es uno de esos pocos escritores que se han convertido en un destino de viaje», defiende Jorge Carrión en esta crónica. Posicionándose como (meta) metaviajero Carrión relee la voz y retraza los pasos de los que ya releyeron y retrazaron. Busca (y encuentra) vestigios de Roberto Bolaño, de su movimiento, de Los detectives salvajes y del desierto en Brújula de Mathias Enard.


Blanes es un pueblo que no se acaba de definir. No pertenece realmente a la Costa Brava. No es totalmente turístico. No es del todo hermoso. No acogió rodajes de películas de Hollywood como otros pueblos más al norte y más bellos. No es particularmente artístico o literario. Durante décadas el tren de la costa tuvo aquí su última parada, pero ahora hasta eso le han arrebatado: la línea continúa desde hace unos meses hasta el Portbou de Walter Benjamin. Pero llego en autocar.

Llego en autocar un día de primavera a media mañana y retrazo el itinerario de la vida cotidiana de Roberto Bolaño, el escritor que puso en el mapamundi a este pueblo de costa, donde vivió desde 1985 hasta su muerte en 2003.

La estación de tren (a donde él llegó para quedarse, a donde iba casi cada semana para subirse al tren, leer durante una hora y media e ir a visitar las librerías del centro de Barcelona).

La tienda de bisutería (no se me ocurre mejor metáfora del escritor de nuestra época, que trabaja con materiales precarios, que no aspira al monumento, que atenta —como hizo Bolaño— contra la mera idea de monumento).

Los bares donde se tomaba su café con leche.

El Videoclub Serra (donde alquiló primero vídeo-casetes y después deuvedés, una de las sedes de sus tertulias en el pueblo).

El apartamento de la calle Aurora (número 2). El resto de viviendas. El estudio (no tenía calefacción ni estufa: necesitaba la tensión del frío para escribir, rehuir la comodidad, nunca relajarse).

La Biblioteca Comarcal (donde tantos libros tomó en préstamo y donde le han dedicado una sala, supongo que algún día se darán cuenta de que «Roberto Bolaño» es mejor nombre para la biblioteca entera que «Comarcal» y harán el cambio).

La librería Sant Jordi (tenían algunos libros de Bolaño, un par de pilones casi a ras de suelo, nadie es profeta en su puto pueblo).

Joker Jocs (si ya había ido al videoclub, la biblioteca y la librería, solo me faltaban los juegos de estrategia).

Y los paseos marítimos.

Fue en ellos, caminando, donde me di cuenta de que toda playa es un desierto y el prólogo a otro desierto mil veces mayor.

*

No soy el primero que viene hasta aquí para conocer esa topografía menos física que simbólica.

No seré el último.

Entre tantos otros, me precedió el caminante y escritor, explorador de abismos, Iain Sinclair, quien en lugar de preguntarse —como Bruce Chatwin— «¿qué hago yo aquí?», confiesa en una de las páginas de American Smoke: «Me podría haber quedado en casa y haber hecho aquella expedición infructuosa en Google Earth». Tal es el grado de su decepción, tan parecida a la mía —pero yo venía sobre aviso—.

Después de varios días de acumular en Barcelona versiones contradictorias sobre el escritor chileno (que si era bebedor, que si no lo era; que si era nocturno, que si era diurno; cada vez menos biografía, progresivamente mito), Sinclair se subió a un tren y se plantó en Blanes. Buscó los lugares de Amberes o de El Tercer Reich. Pensó que este pueblo era un buen lugar para escribir: «Tenía el mismo espíritu que nuestro Hastings inglés: descartado, mitificado, venido a menos».

Releo su crónica sentado en un banco, cara al mar: «El Paseo Marítimo era exactamente tal como lo describía Bolaño, un sitio por donde pasear, mirar y matar el rato»: esa banalidad, precisamente, me ha obligado a fijarme en la arena, en toda esa arena sin sentido, en toda esa masa, metáfora de granos anfibios.

Me precedió Sinclair: sigo su decepción, sigo sus palabras, digo: sigo sus pasos.

Pero la mirada es mía.

*

Desde hace diez años le doy vueltas a la figura del metaviajero, que es un modo como cualquier otro de llamar a los viajeros literarios del cambio del siglo xx al siglo xxi. Autores como Juan Goytisolo, W. G. Sebald, Cees Nooteboom, Jan Morris, Philip Hoare o Edmund de Waal nunca escriben sobre un lugar que han visitado en una única ocasión, como hicieron los viajeros durante siglos, desde Benjamín de Tudela hasta Bruce Chatwin. No, ellos insisten en un territorio conocido y alumbran grandes libros (los de Goytisolo sobre el mundo árabe, los de Sebald sobre Inglaterra, los de Nooteboom sobre México o España, los de Morris sobre Trieste o Venecia, los de Hoare sobre los mares donde nada con ballenas, los de De Waal sobre su íntima cerámica), grandes libros que dan cuenta de los estratos de varios viajes sucesivos. El metaviajero no va, vuelve; y siempre lo hace acompañado de lecturas.

Esas lecturas son conscientes o inconscientes, radicadas en uno mismo o flotantes en el entorno. Escribe Francesco Careri en Pasear, detenerse: «Anduvimos por un espacio intermedio, un paréntesis en la ciudad, con los chalés y las viviendas intensivas siempre a punto de aparecer en el horizonte, siempre presentes en el encuadre»; pero incluso en la periferia de Roma, entre solares y polígonos y vías de tren, vías muertas de trenes muertos: «Visitamos ruinas romanas en el mismo estado en que las vieron Johann Wolfgang von Goethe, Nicolas Poussin y Giovanni Battista Piranesi, espacios surreales y neorrealistas donde todavía vagabundean los personajes de Federico Fellini y Pier Paolo Pasolini».

El metaviajero es el paradigma del turista cultural. Su versión más sofisticada.

Digamos: ejem, yo mismo, en Blanes, con el folleto en la mano, después de tantos años de lecturas reincidentes.

Roberto Bolaño es uno de esos escasos escritores que se han convertido en un destino de viaje.

Pero qué poco viajó.

Sorprende que un escritor que viajó tan poco convierta el movimiento en la gran energía de su literatura. Sus dos obras mayores, Los detectives salvajes y 2666, incluyen decenas de viajes hasta convertirse en construcciones arbóreas de la inquietud. Sus novelas breves y sus cuentos hablan también de exiliados, nómadas, viajeros, gente que huye, reencuentros. Pero aunque hay muchas experiencias reales, la mayoría juveniles, detrás de todas esas historias, hay en cambio poco terreno, poco desplazamiento, al fin y al cabo fue un escritor sedentario.

Es un metaviajero meramente literario. Si marcamos en un mapa del mundo todos los escenarios de su obra veremos puntos luminosos sobre todo en Europa, Chile y México, pero también algunos en los Estados Unidos, Argentina, América Central y —gracias a algunas de las entrevistas de Los detectives salvajes— en Israel y Luanda. Su obra es una tensión constante entre las dos orillas del océano Atlántico.

*

He recordado el viaje a Blanes y mis lecturas de Bolaño durante otro viaje y otra lectura. El viaje ha sido a Cartagena de Indias, matriz de Gabriel García Márquez y por tanto destino de muchos viajeros lectores. La lectura ha sido Brújula, de Mathias Enard, una novela muy ambiciosa y exigente que está llena de guiños al maestro.

«Sorprende que un escritor que viajó tan poco convierta el movimiento en la gran energía de su literatura»

Si en Los detectives salvajes encontramos el famoso pasaje en que poetas viscerales clasifican a los grandes poetas de la literatura universal, con énfasis en los hispanoamericanos, en «maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos», aunque las dos corrientes mayores sean las de «los maricones y los maricas», Enard hace un ejercicio parecido con «tuberculosos y sifilíticos, he ahí la historia del arte en Europa: lo público, lo social, la tuberculosis; o lo íntimo, lo vergonzoso, la sífilis». Supera de ese modo lo apolíneo y lo dionisíaco, por la vía de la parodia y el delirio: «Rimbaud: tuberculoso. Nerval: sifilítico. ¿Van Gogh? Sifilítico ¿Goethe? ¡Un gran tuberculoso, vamos! ¿Miguel Ángel? Atrozmente tuberculoso».

El protagonista y narrador se llama Franz Ritter, muy similar —comparte sonoridad—, por tanto, con el bolañiano Hans Reiter, alias Archimboldi. En algún momento Enard habla de una «estrella distante» y en otro, de un «detective salvaje». Pero sobre todo cuenta la historia de los «orientalistas enamorados», un pequeño grupo de expertos europeos en los saberes más raros de Oriente que enloquecen a costa de viajar y de perseguir y de perseguirse. Sus idas y venidas tienen como telón de fondo el desierto. En lugar de «mexicanos perdidos en México», son llamados por Enard «orientalistas perdidos en Oriente», académicos como los de «La parte de los críticos» de 2666, que también le dan sentido a su vida a través de becas, congresos, encuentros fugaces en zonas neutrales, antes de volver a la vida cotidiana del campus.

Puedo imaginar a Mathias Enard leyendo las dos obras maestras del maestro, disfrutando, anotando, quitándose el sombrero; y recordando esa experiencia mucho tiempo después, cuando escribía sus propias novelas magistrales. Los viajeros, como leemos en Brújula, somos espías. Y la escritura se nutre de la lectura atenta, otra de las formas del espionaje.

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Imagino Brújula en el centro de un triángulo con 2666 en un vértice, Proust en otro y Las mil y una noches en el tercero. Se articula a través de la digresión y del desplazamiento. La digresión la convierte en una enciclopedia del orientalismo, con decenas de biografías y anécdotas abreviadas, de modo parecido a como Zona, su otra obra mayor, resumía la violencia del Mediterráneo. El desplazamiento es el impulso original de la ficción: el narrador es un musicólogo austriaco, en lugar de francés. Por eso no es de extrañar que el impulso tenga su retorno y sea Sarah, su amor imposible, quien pronuncia las afirmaciones más brillantes y quien dice todo aquello que —supongo— piensa el autor. La digresión y el desplazamiento no son solo técnicas narrativas: son esenciales para el proyecto. Porque el tema profundo del que habla Enard es la otredad. Cada vez que la novela se abre y rescata y acoge a un viajero antiguo, cada vez que el narrador reproduce la voz de Sarah, la forma de la ficción se amolda a su fondo, la tesis se llena de sentido.

Y la tesis implica superar la famosa interpretación del orientalismo de Edward Said: «La cuestión no era si Said tenía o no tenía razón en su visión del orientalismo, el problema era * la brecha, la grieta ontológica que sus lectores habían admitido entre un Occidente dominador y un Oriente dominado, una brecha que, en tanto que se abría más allá de la ciencia colonial, contribuía a la realización del modelo así creado y establecía a posteriori el guion de la dominación contra el cual el pensamiento de Said pretendía luchar». La posición de Sarah es brillante y su contribución también: «esos espejos entre Oriente y Occidente que ella quería romper, decía, mediante la continuidad del paseo», porque existen «rizomas de la construcción común de la modernidad», porque hay muchísimos viajeros y artistas y académicos orientales, como el propio Said, que fueron «agentes inspiradores, iniciadores, participantes activos», puntos de las líneas de un mapa que reclama una relectura desde «lo compartido y la continuidad».

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En Los sinsabores del verdadero policía hay un capítulo dedicado al resumen de los argumentos de los libros de J. M. G. Archimboldi, que en los años 80, cuando Bolaño comenzó a escribir esta obra que sólo se publicaría póstumamente, todavía era un escritor francés —en más de un sentido, como indica el homenaje de las siglas de su nombre al francés Le Clézio—. Como en la novela de Enard, el desplazamiento de la identidad se produce hacia el mundo germánico: en 2666, donde Benno von Archimboldi es medular, el personaje ya es plenamente alemán. «La parte de Archimboldi», de hecho, supone un giro radical en el mundo de Bolaño: su apertura hacia el territorio y la novela europeos a través de una personalidad europea, después de tantos relatos de personajes y topografías hispanoamericanos. Archimboldi es un autor nómada que escribe libros sobre merodeos, desarraigos, vagabundeos, huidas. Un hombre capaz de abrirse para acoger al otro. Intuyo que a través de él la obra de Bolaño se iba a abrir hacia el cosmopolitismo que anuncia 2666, después de décadas de una defensa de un nacionalismo latinoamericano totalmente anacrónico, como la idea de revolución de izquierdas, cuyas ruinas constituyen el paisaje desolado de la ficción bolañiana.

«Los viajeros, como leemos en Brújula, de Mathias Enard, somos espías»

«Nosotros seguimos siendo simples viajeros, encerrados en nosotros mismos, susceptibles, quién sabe, de transformarnos al contacto con la alteridad», escribe Enard. Y yo regreso mentalmente a aquellas horas en Blanes y me acuerdo de su playa. Esa playa que tanto aparece en El Tercer Reich, otra novela de juventud y no obstante póstuma que ahora leemos como laboratorio de lo que escribió después. En ella convirtió en trama de ficción su pasión por los juegos de guerra que compraba y compartía con los clientes habituales de Joker Jocs, muchos amigos suyos. Fabula con el viaje de Udo Berger, experto en juegos de estrategia, a Blanes, donde combina las vacaciones con su novia con el estudio de las variantes de El Tercer Reich. Pero en la descripción del submundo de ese tipo de juegos y de las propias partidas late una metáfora de las relaciones entre textos y escritores. Relaciones bélicas. En mi opinión Bolaño se dio cuenta de que la narración de los juegos de guerra no tenía potencial literario y por eso nunca más volvió a escribir sobre el tema. En cambio, todas las obras que sí decidió publicar hablan de conflictos entre escritores y críticos, entre escritores y lectores, entre escritores y escritores. Plantea una y otra vez el canon literario en términos bélicos. Como la de Dante, Cervantes, Joyce o Borges, su obra es un gran juego de estrategia que discute su propio lugar en la posteridad.

¿Y si ocurre lo mismo con la playa de Blanes?, me pregunto en el avión de regreso de Colombia, mientras sobrevuelo el océano como tantas otras veces. ¿Y si Bolaño se dio cuenta en El Tercer Reich de que la playa de Blanes era la miniatura, como todas las playas, del mismísimo desierto? Sólo en Estrella distante y en algún fragmento menor de Los detectives salvajes vuelve a aparecer aquella costa por la que yo caminé una mañana de primavera y él, tantas mañanas y tardes y noches de su vida. Tal vez fuera el prólogo a los desiertos que recreó, sin haberlos pisado, en sus novelas pese a todo monumentales. Quizá fuera allí donde decidió escribir en serio sobre el horror a través del desierto. Dos desplazamientos estarían, por tanto, en el origen de la obra de Bolaño: de los juegos de guerra a la estrategia literaria; de la playa sedentaria al desierto nómada. Un doble movimiento que provocó tantísimos otros: una obra entera que es una maraña nerviosa, en constante movimiento, una red literaria que no cesa de inspirar viajes y textos en las generaciones siguientes.