Apoyado en el marco de la puerta de su pequeño estudio de música, próximo a la Ciudad Vieja, en el centro de Montevideo, Rubén Rada nos recibe agitando el brazo. Pasan apenas unos segundos —ni siquiera llega a pisar la calle, está con un pie dentro y el otro fuera— cuando desde una camioneta en marcha se oye el chillido de dos voces extáticas, entre el asombro y la admiración:
—¡Rada! ¡Rada!
No son necesariamente fans, seguidores de esos que, enfurecidos, meten codazos en primera fila. Es más que probable que no hayan escuchado todos los discos que tiene en el mercado —produce en torno a dos al año desde hace más de 40—. Y seguro que siempre discuten al enmarcarlo en un estilo: desde la cumbia hasta el candombe, el espectáculo infantil y el pop, el jazz y la murga, Rubén Rada lo ha tocado todo. Pero no importa. Cuando se trata de Rada y de los uruguayos todo se traslada a otro plano: con solo nombrarlo se enternecen, se les achinan los ojos y se les hincha el pecho. Rada trasciende el fenómeno del ídolo. No es sólo un cantante, un gran músico, o el primer Grammy de Uruguay. Es su voz, su raíz, su pase internacional (junto a Luis Suárez y a Pepe Mujica). Es «el negro Rada».