«Háblame de tu abuelo». Así empiezo la conversación con Fernando y él arranca a hablar como si le dieran cuerda. Recuerda el nombre y los dos apellidos del padre de su madre sin dudar: «Antonio Caballero Fuentes. Natural de Baena, Córdoba». Era un hombre de campo y no recuerda si eran nueve o catorce los años que le sacaba a su mujer: «Luisa Caraballo Luna, también de Baena». Fernando me cuenta que ese abuelo murió el año en que él se marchó a Córdoba a cumplir el servicio militar. «Fue en febrero, creo… Era invierno seguro. Y yo me fui a la mili en septiembre». Entre la muerte de su abuelo y la primera salida del hogar medió un verano. También hubo una novia aunque no la nombra.

Pero esta historia no empieza con esa mili, ni con esa novia, ni con la muerte del abuelo Antonio. Empieza el momento en que Fernando nació en una habitación alquilada de donde lo sacaron a los pocos días para llevarlo a vivir a un campo de olivos. Allí, su abuelo Antonio levantó una barraca que fue convirtiendo, poco a poco, en un hogar. Ese campo estaba algo alejado del pueblo, a dónde de buena gana no hubiera vuelto aquel hombre jamás. «Porque lo tumbaron en la plaza del ayuntamiento. Lo iban a fusilar por quedarse en la zona roja durante la Guerra Civil. Pero tuvo suerte y, al final, lo salvó un sobrino.»

Fernando es Fernando Cruz Caballero. Natural de Baena, Córdoba. Nació un 15 de marzo de 1948 huérfano de nacimiento y es mi padre.

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Alfanhuí me enseñó los colores, por eso siempre quise hacer un viaje siguiéndole el rastro. Alfanhuí es el protagonista de la primera de las tres novelas publicadas por Rafael Sánchez Ferlosio, autor de magníficos ensayos que reniega de sus obras de ficción. He visto muchas veces las entrevistas en las que repudia sus novelas y sigo sin creer que no ame a su primer hijo literario, parido cuando tenía poco más de veinte años. No le creo, pues cuando dice «Alfanhuí», empuja las cejas, siempre arqueadas, hasta la raíz del pelo. Y con ese gesto postizo y minúsculo, yo sé que Ferlosio miente.

La novela se titula Industrias y Andanzas de Alfanhuí, pero se conoce como Alfanhuí, pues el protagonista se comió el todo. Es un relato bellísimo. Por lo acotado es un charco, por lo profundo, un océano. Es una virguería adjetival y descriptiva, una narración llena de imágenes que darían material para varias películas. Su latido es vertiginoso porque es bello, pero también porque contiene muerte, color esencial para que un niño crezca. Es un relato de ciencia ficción que sucede en un paraje real: Castilla y León, Castilla La Mancha y Extremadura, parte de lo que el periodista Sergio del Molino llama La España vacía. Una tierra subpoblada, rural, olvidada, que más que un espacio es «un estado del alma».

La novela se titula Industrias y Andanzas de Alfanhuí, pero se conoce como Alfanhuí, pues el protagonista se comió el todo

Cuando se publicó, en 1951, el libro tuvo muy buenos comentarios y pocos lectores. Este año en que decido, por fin, seguirle la pista para escribir un reportaje, el niño pálido cumple 65, edad a la que la gente se retira en España. «Alfanhuí se jubila», me digo, y, al escucharme, se me aparece la cara de mi padre.

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En el Plan de Salud Mental del Ministerio de Sanidad se contemplan como factores de riesgo para padecer una depresión tener entre 50 y 64 años y estar jubilado. Mi padre cumplía ambas y al médico de cabecera debió parecerle que se ajustaba mucho a la estadística como para tomarse su caso demasiado en serio. A la consulta de un psicólogo privado no hubo forma de llevarlo, pues Fernando es de los que piensa que la depresión es una excusa que usan los vagos para no ir a trabajar. Pero él ya no tenía empleo ni edad para buscarlo. Estaba en esa etapa de la vida en la que uno no precisa excusas para no hacer lo que no quiere, pero estaba apagado y crispado; rabioso y sin fuerzas: estaba deprimido.

Un día, sentado en el sillón de su casa, sufrió una crisis. En el hospital, los médicos pensaron que era un ictus y lo ingresaron. Cuando llegué al centro sanitario, los doctores habían rebajado el diagnóstico a un ataque de ansiedad, pero ese dictamen no aligeró el plomo que sentí en lo talones al ver a mi padre en una camilla tan callado y tan pajizo. Recuerdo esa estampa cuando lo llamo para proponerle venir conmigo en busca de Alfanhuí. «¿Cuándo salimos?», dice sin preguntar el destino. Ríe, y detecto que ese tono, salteado de bromas, es tan distinto al de hace tan pocos meses que ni siquiera atiendo a sus palabras. Sólo me importa la cadencia, la risa ambarina, el ánimo alto.

Alfanhuí cumple 65 y me enseñó los colores, pero Fernando tiene 68 y me construyó dos ojos. Antes de colgar, le pido una entrevista y permiso para contar su historia y entonces, ese hombre nacido en plena dictadura, de clase trabajadora a ratos pobre, responde «sí» bajando la voz un par de tonos, entre avergonzado y orgulloso. Al colgar, me aterrorizo. Compartir días y noches con el extraño que es Fernando es algo que no he sopesado. Y en ese instante, como otras veces, resurge mi otra yo, la que siempre tiene a mano unos ovarios de repuesto, y me espolea: «Ningún padre, tampoco el de una periodista, debería ser nunca una estadística».

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Es la primera vez que hacemos un viaje solos siendo adultos y hace casi 20 años que no vivimos juntos. Le enumero las paradas del viaje y le explico que cruzaremos las sierras de Guadarrama, Gredos y Gata y el motivo: ver y explicar la huella que dejó el libro de Ferlosio en esos sitios. «¿Y qué nombre es «Fanaruí»?», me pregunta y le respondo que el niño no tiene nombre, que «Alfanhuí» se lo pone el maestro taxidermista que le enseña su oficio en Guadalajara. Esa historia le recuerda algo: «¿Sabes? A mí nunca me han dicho «nene» en los trabajos. Siempre me llamaron por mi nombre y eso que a los críos se les trataba como esclavos».

Alfanhuí cumple 65 y me enseñó los colores, pero Fernando tiene 68 y me construyó dos ojos

El mismo año que Sánchez Ferlosio le pedía prestadas a su madre 13.000 pesetas para imprimir Industrias y Andanzas de Alfanhuí, mi padre aprendía a guardar pavos. Y cuatro años después, con 7, empezó a trabajar en serio. «Mi abuelo criaba cabras, pollos y cerdos. Llegó a juntar más de 200 cochinos. ¡No sabes lo testarudos que son los puercos!» El abuelo les enseñó las tareas del campo a él y a su hermano para que no tuvieran que ser empleados de nadie. Suponía 24 horas de dedicación, pero siempre tenían aceite, verdura y carne. «Y zapatos. A muchos amigos míos no les compraban el primer par hasta los 15 años. Yo nunca fui descalzo.»

Reparo, mientras hablamos, en que si Alfanhuí parece de mentira no es por su nombre, ni porque tenga los ojos amarillos, ni porque cace serpientes de plata o tenga una memoria extra de tipo vegetal. Si Alfanhuí parece de mentira es porque tiene suerte. No se explica de otro modo que un infante sólo, huérfano y enclenque supere el frío, la mezquindad y la belleza extrema. Pero la suerte es lo que es porque obra cosas sin que haya causa y hay gente que más que con padres, crece con suerte. Alfanhuí es un caso. Fernando es otro.

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Mi padre cuenta que el abuelo no tuvo seguro social hasta bien entrada la treintena. Entonces, a esa aportación hecha para la vejez se le llamaba «pagar el sello». Antonio pagaba el suyo y el de Luisa, su mujer, para que a ella también le quedara una pensión cuando no pudiera trabajar, algo que había hecho toda la vida pero sin contrato. Su vida, como la de mi abuela y parte de la mi madre, son ejemplos de que la mujer no se ha «incorporado» al mundo laboral; siempre estuvo. Y también de que su carne es más jugosa que la del hombre para la economía sumergida. «El empleado pagaba su parte y la empresa la suya y lo sumabas todo en la cartilla del sindicato», explica Fernando sobre el funcionamiento de aquellos seguros.

Fernando no quiso campo. En su casa se hacían muchas reformas, para ampliar los establos o hacer más habitaciones, y él atribuye a esas obras su deseo de ser albañil. Con 11 años se unió a una cuadrilla y con 14, la edad mínima legal para trabajar por entonces, empezó a cotizar. «Me fui con un pariente que reformaba casas y estuve con él hasta los 19 años. Pagué mis sellos desde el primer día, pero cuando fui a jubilarme, me enteré de que él no había pagado su parte.»

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Fernando no sabe quién es Alfanhuí. Aprendió a leer por las noches, después de hacer sus tareas en el campo, y sólo se acerca a las letras si dan instrucciones. Cuando le explico que el protagonista no tiene padre, hace otra mueca de reconocimiento. Mi abuela enterró a su marido embarazada de mi padre y ella, su barriga y su otro hijo volvieron a casa del abuelo Antonio, que fue el encargado de ponerle algunas tareas escolares a Fernando antes de irse a dormir. Él me cuenta que hubiera preferido saber de números, pero que al padre de su madre le gustaban más las letras: «Tenía una caligrafía preciosa, le gustaba escribir cartas y leer el diario».

Si Alfanhuí parece de mentira es porque tiene suerte. No se explica de otro modo que un infante sólo, huérfano y enclenque supere el frío, la mezquindad y la belleza extrema

«Llevo una navaja para ti y otra para mí», me dice Fernando cuando llega a la estación de Sants en Barcelona, vestido con camiseta, bermudas y zapatillas de color amarillo. Hasta las gafas de sol las lleva a juego, y me confirma que, además de coqueto, es atrevido. Espera mi enfado por el asunto de la faca, pero esa mañana decido ser didáctica, que es lo que somos los hijos los días buenos cuando empezamos a ser padres de los que nos engendraron. Le informo de que ahora en los trenes también pasan los equipajes por un escáner y que mejor no lleve nada que puedan requisarle. «Mi navaja es reglamentaria», contesta y me explica que si cabe escondida en una mano no es ilegal. «¿Y si es mi mano y no la tuya?», le replico triunfante. «Pues que tú sólo puedes llevar un cortaúñas». Me río pero me espanto: mi padre ya no cree que la justicia tenga que ser igual para todos.

Para cuando llegamos a Guadalajara me ha preguntado varias veces por sus tareas. «Ninguna», le digo, «yo tengo que trabajar, pero tú vienes a disfrutar». Calla pero no acepta. Fernando sigue siendo un trabajador. Y un hombre. Por eso, al jubilarse, no asumía que debía encargarse de hacer la comida o quitar el polvo mientras mi madre se iba a su tajo. En el hotel, hablamos con el recepcionista que nos cuenta cuándo y cómo leyó él Alfanhuí y también nos informa de que nada vamos a encontrar del niño en su ciudad. En el ascensor que nos lleva a la habitación, mi padre intenta de nuevo que le asigne una tarea y yo empiezo a darme cuenta de que tengo que buscársela.

«Rescoldo femenino para calentar el sueño de los gatos» y «rescoldos viriles para el reposo de los perros de caza», dice Ferlosio sobre los tipos de leña que encontró Alfanhuí en casa del taxidermista de Guadalajara. En mi hogar infantil, también cada sexo proporcionaba calores distintos. Fernando era combustible y Chelo, además de gasolina, cataplasma, alegría y manta; también fuera de casa. El rol de mi padre, actor de un solo registro, se desvaneció el día en que con 62 años perdió el empleo.


Ilustración de cabecera de Martin Elfman