Amberes es una de las ciudades más relevantes de Flandes. Históricamente ha sido centro neurálgico europeo de los flujos migratorios, y entrada y salida del comercio. También cuna de la pintura (sobre todo, barroca). Es una suerte de capital europea de la inspiración, donde se respira una atmósfera, todavía hoy, que va de la pintura flamenca hasta la vanguardia: en sus calles encontramos la gastronomía puntera, la moda experimental, el arte, diseño y arquitectura contemporánea conviviendo con el siempre refinado estilo flamenco. ¿Paseamos?


Volgende station… Antwerpen Centraal dicen unas letras naranjas que se deslizan en horizontal por la pantalla y anuncian en flamenco la inminente llegada a la estación Central de Amberes. Se abre la puerta del tren. Cuarenta y cuatro metros por encima la estructura de hierro y vidrio que cubre las vías deja pasar la luz solar. Más de 180 metros largos, creados por Clément Van Bogaert, de luz penetrante y limpia. Primer destello. Más adelante llega el hall de entrada a la estación diseñado por Luis Delacenserie: estilo ecléctico, escaleras de piedra y una enorme cúpula. El trajín de paseantes, bicicletas y usuarios —y no por ser un día concreto de la semana— es el propicio para ser atropellada si permaneces más rato aquí extasiada mirando la bóveda. Segundo destello. Ante tanta belleza y con el miedo de desarrollar otra enfermedad psicosomática más —en concreto el síndrome de Stendhal— mejor salir al exterior. La puerta lateral —de espaldas a las vías, la que está a mano izquierda— da a la esquina de la calle Pelikaanstraat con Keyserlei. Y aquí fuera, homogeneidad comercial: Itai Diamonds, Adior Diamonds, Elyson International, Eden Diamonds, Solitaire Jewellery. Tiendas, ordenadas en los bajos, unas al lado de otras, con aspecto similar. Letreros rectangulares de un solo color —granate, negro, champán—, no demasiado grandes y con un pequeño escaparate lleno de anillos, sortijas, pendientes, collares, colgantes o pulseras que brillan de forma constante y a cada paso en un tono diferente, como el centelleo de una estrella; hipnótico. Aquí comienza el barrio judío, que también es el de los diamantes. Aquí se hallan los laboratorios donde se tratan los minerales, la bolsa donde se comercian, y la mayor concentración de tiendas de pedruscos en la ciudad. Sí, en este escaso kilómetro cuadrado circunscrito en 7 calles que solo abrazan a otras 11 calles, callecitas, afluentes y ramificaciones se encuentra el barrio de Diamant. Tercer destello. Llegar a Amberes deslumbra.

Diamond Land, en Appelmansstraat 33 —uno de los capilares de la zona—, es una de las tiendas más grandes en este barrio. También una de las más visitadas. Pero Silvia Redondo, la guía que nos recibe en la recepción, nos explica que no es solo por la gran afluencia de clientes (rusos, estadounidenses y chinos principalmente) sino porque, además, en sus instalaciones es posible observar todo el proceso de producción de un diamante: de la piedra bruta hasta el broche en oro o plata. Una ruta por el interior de este establecimiento es un acercamiento a la punta del iceberg —ínfima respecto al todo de la industria, pero tal vez su lado más brillante— de este negocio en Amberes, capital del diamante desde 1447 como puede leerse anunciado en las calles más céntricas de la ciudad. Según apunta Visit Antwerp cada día pasan por Amberes diamantes por valor de 220 millones de dólares.

Traslúcido vs. Opaco

Louis Bossaerts tiene 77 años y trabaja desde los 14 con y entre diamantes. Ahora tras la cristalera, una instalada para que las personas que como nosotras decidimos hacer esta ruta veamos su trabajo, pule un diamante que, a ojos de una ignorante de la joyería, parece minúsculo. Bossaerts tiene muy cerca la lupa circular que le permite observar en detalle la piedra que trabaja. Nos cuenta que pulir un diamante le puede llevar de entre 2 ó 3 horas a 4 ó 6 días. Dice que siempre le ha gustado este oficio, que fabrica perfección. Que cada diamante es un nuevo reto. Que intenta que el próximo sea aún mejor que el anterior.

Redondo nos explica que se tienen en cuenta «Las 4 C»: corte, es decir forma, proporciones y acabado; claridad, cuántas impurezas tiene; color, tono o ausencia de él; y carat (kilate), peso del diamante independientemente de su tamaño. El gremio vive bajo un constante examen. Como si la misma lupa que ellos ponen sobre el pedrusco alguien la pusiera sobre Bossaerts y los demás. Ya superaron la idea románica de que lo perfecto solo puede ser creado por Dios; ellos sí pueden y van a intentarlo. Son reformadores, educadores. Son el sargento de La Chaqueta Metálica o la señorita Rottenmeier. Estas ansias de grandeza son algo omnipresente en la industria. Y desde luego, el negocio de los diamantes tiene algo (mucho) de señorial. Algo que no brilla nada, bastante más opaco, incluso, que un diamante sin pulir.

En Diamond Land tienen un mapamundi donde marcan con imanes amarillos (unos que simulan diamantes) los territorios donde se encuentran las minas, y con imanes-diamantes de color rosa los lugares donde se trabajan y venden. Con pequeñas excepciones, esta cartografía puede traducirse como un sur político explotado y un norte político explotador. Redondo cuenta que los diamantes con los que trabajan provienen en su mayoría de Rusia.

En el DIVA, la casa de los diamantes de Amberes, el nuevo museo de los diamantes que se ha fusionado con el antiguo centro de la plata, Frank Van Laecke, director musical, nos habla de la apuesta más teatralizada de este nuevo centro. Carla Janssen, encargada del diseño interior, nos acompaña por las seis salas que conforman este espacio. En una de ellas, la central, nos cuenta que están a punto de instalar una gigante bola del mundo interactiva que permitirá conocer la historia de los diamantes en cualquier parte del mundo. Pero de momento, nadie habla de colonización, ni de los diamantes de sangre, esos extraídos por trabajo esclavo, esos para financiar, o justificar o negociar en guerras.

Bossaerts nos cuenta que pulir es un arte y que artesanos del diamante como él ya quedan pocos

Parece que en Amberes hay 220 millones de dólares diarios de diamantes sin apellidos, limpios. En la página web de Visit Antwerp aseguran que gracias al trabajo de las Naciones Unidas en el Proceso Kimberley los diamantes provenientes de zonas de conflicto se han reducido desde 2005 del 15% a alrededor del 0,2%. Parece que desde entonces se ha añadido una quinta C al valor de los diamantes «Compliance», la cual suma la garantía de que se está comprando un producto cuya producción no vulnera los derechos humanos. Desde 1447 y hasta 2005 esta quinta C no existió. Todo necio confunde valor y precio.

El Proceso Kimberley funciona como dispositivo tranquilizador de morales de productores y clientes, pero sin embargo algunas organizaciones internacionales como Global Witness han denunciado y puesto en cuestión las garantías del proyecto de Naciones Unidas. No ofrece una seguridad real del origen o condiciones de la mina. Simplificando o aplicando la necropolítica de Achille Mbembe se podría decir que «para que unos lleven diamantes, otros deben morir».

Pero no es solo que la explotación de los diamantes sea colonial, sino que el negocio se inserta dentro de un mecanismo que responde a estas lógicas: Desde sacar rendimiento a un bien de un territorio sur, hasta la aspiración de pureza del propio trabajo del diamante. Por ejemplo, la escala de gradación de color en los diamantes es una especie de pantone que los especialistas usan para determinar la blancura —y por tanto valor— de un diamante donde Z —amarillo claro— es menos valor y D es un grado casi incoloro, cercano a la perfección (aunque guardan la esperanza de que aparezcan C, B y A, con un blanco aún más blanco); resuena al lugar históricamente blanqueado, a «la blanquitud no escogida que o sostiene o condena» (volviendo a la necropolítca) que estudia Sara Ahmed.

Bossaerts nos cuenta que como él quedan muchos en el barrio, pero que cada vez son y serán menos. Redondo asegura que el negocio de los diamantes como artesanía se está perdiendo. Que ahora en las escuelas —en Amberes hay 3 academias para aprender el trabajo del diamante— prácticamente todo está cortado y pulido con láser. La perfección es más alcanzable y por tanto, en una piedra de lujo, menos exclusiva. Pero la producción es mayor y más rápida, por ello temen que en un par de generaciones este negocio manual desaparezca. Un arte —más teniendo en cuenta que es uno de los materiales más duros del mundo— posible gracias a la mezcla de aceite de oliva y polvo de diamante —que Bossaerts enseña tímidamente como si de una sustancia prohibida se tratase— permeando el disco de pulir.

Red Star Line

La arquitecta Zaha Hadid diseñó en el puerto, sobre el río Escalda, una ampliación para las oficinas portuarias de Amberes. Fue una de sus últimas obras, tanto que no pudo verla acabada ya que falleció antes de la inauguración. Su creación simula un diamante gigantesco. Amberes es uno de los puertos más grandes de Europa junto al de Róterdam y por ello mismo, no solo son diamantes los que entran y salen de sus fronteras.

En el Red Star Line Museum* recogen parte de esta historia, la de los alrededor dos millones de personas que migraron desde Amberes a los Estados Unidos —entre ellas Albert Einstein— en la compañía marítima The Red Star Line. Este centro combina el fondo histórico y objetos del momento —maletas, cartas, postales, carteles estilo art decò— con la tecnología. Si eliges el camino digital, podrás seguir la historia del comienzo al final de alguna de las migradas mientras, en el mundo analógico habitas los lugares por los que pasaron. El tren. La fila. La lavadora. La ducha (de sesenta minutos de duración). La revisión médica. ¡Hora de subir al barco!

Cada sala del museo es una de las fases del proceso (más que complicado) que debían pasar todas las personas que habían ahorrado para buscar una vida mejor. La directora, Karen Moeskops, dice que no nos quiere mentir. Ni a nosotros ni al resto de visitantes y que algunas historias acaban mejor que otras. Dice que, al fin y al cabo «The Red Star Line Museum es la otra cara de Ellis Island».

Pero Moeskops explica que la historia no acaba ahí. Que aunque haga más de 80 años que no sale un barco de la compañía, Amberes sigue siendo una ciudad que acoge: Hoy en día un total de 175 nacionalidades diferentes conviven en la ciudad. La directora se enorgullece por tanto de que el museo pueda ser infinito y de que sean los propios visitantes quienes, con sus testimonios del ahora o del pasado, lo hagan posible.