Se llama Can Chen Bar y es anodino, por definirlo con simpatía.

Pisos de mosaico y una barra donde se apila una docena de croissants desalineados. Unas tragaperras a la derecha de la puerta de acceso, la TV encendida en la pared. Doce mesas, no más: fórmica y madera, sillas plásticas. Hay una heladera pegada a la columna central del establecimiento, que parece fuera de lugar porque está fuera de lugar: los bares modernos esconden esas cosas a menos que sean un objeto precioso, una máquina que ha cambiado su misión, pues de apenas preservar ahora debe exhibir y ser exhibida. Esta no: es blanca, de plástico y tiene, como en las góndolas de la barra, pocas cosas dentro.

El bar está en el 23 del Passeig Cristòfol Colom de Granollers, donde las motos vuelan como mosquitos esquivando autos. El lugar tiene movimiento perpetuo pero lento y se llama Can Chen porque los dueños de ese movimiento perpetuo pero lento son unos chicos chinos eléctricos. La chica —delgada, apenas sonriente, los ojos usuales, el pelo liso de Asia— pregunta qué te pone —café, americano; el chico, como ella en sus tardíos veinte, viene luego y quiere saber si ya has elegido entre las tapas o el bocadillo de chistorra. Los dos son incansables, como si debieran complementar el comportamiento estático del único mayor, un chino en esas edades en que se adquiere la impavidez de las efigies —agotado u observador— y que tanto podría ser el padre o el abuelo o un familiar o un amigo del pueblo de donde emigró. El viejo está acodado a la barra y juega con un cigarro apagado entre los dedos.

Llegué a Granollers para acompañar a mi pareja que dicta una clase en el Centro Penitenciario Quatre Camins. Can Chen no fue el primer café que vi —los otros parecían mejores por fuera, y mejores quiere decir algo más modernitos—, pero tenía un estacionamiento libre muy cerca, así que ganó mi favor. En el bar hace frío, uno tal que nadie allí se quita sus chaquetas de calle, como si más que un espacio de destino —un clásico bar español donde esquilas horas entre cañas y debates altisonantes— fuera uno de paso, la parada veloz y circunstancial de una estación de trenes o buses.

El lugar tiene movimiento perpetuo pero lento y se llama Can Chen porque los dueños de ese movimiento perpetuo pero lento son eléctricos

Me he sentado junto a la refrigeradora porque es el único lugar —me dijo el chico chino— donde hay enchufe para mi computadora. Junto a la columna y la refrigeradora —o sea, a mi espalda— hay una planta, un gomero de consistencia dudosa: parece real pero también parece plástico y tocarlo para comprobar su ADN resulta inexplicablemente asqueroso. Me acomodo allí, mi mesa mira a la calle, recibo mi café. Cuando el chico chino vuelve sigo sin decidir mi bocadillo. Bebo.

Apenas han pasado las diez de la mañana y el bar está álgido. Los parroquianos se renuevan aunque rara vez Can Chen pasa de tener más de seis o siete mesas ocupadas, todas dispersas como arbustos en un desierto, aquí una, otra allá.

Me toma un tiempo notar que en cada una de esas mesas ocurre una ceremonia extraña. Al principio, no siento más que el murmullo de los cafés cuando te concentras en tus cosas, ese mar en el que te sumerges compuesto por voces indivisibles que mantienen un tono similar como si doscientos monos discutieran la manera de organizar la próxima rastrillada por bananos. Pero cuando vuelvo al mundo —leía en la computadora— y reparo en los parroquianos que me rodean, ese murmullo consistente se desarma en conversaciones individuales.

Así, frente a mí, tres turcos gritan entre ellos algo que bien puede ser una negociación, una puteada a Erdogan o la lista del supermercado. Más allá, el chico chino dice algo en voz alta desde el centro del bar a la chica china, que va tras la barra, y ese algo suena a una orden o un castigo que ella discute o rechaza, a su vez, con otra andanada de consonantes en voz igualmente alta. Hay dos más, en una mesa de fórmica a la izquierda de la entrada, que parecen rusos o croatas: el énfasis enojoso parece una declaración de guerra en proceso, aunque tal vez sea la misma lista del supermercado de los turcos.

En el único idioma que identifico con precisión —el español— asoma el acento melifluo del Caribe, a mi derecha, en el centro del bar, entre una señora en sus sesentas y otra —¿su hija?— en sus cuarentas. Hablan con oiga-mami que mi-papi y esa-vaina en un punto que uno puede sentir que media hora más de ese merengue conversado acabará por echarle sol al frío interior del Can Chen.

Recién después de reparar en esas conversaciones descubro la alquimia precisa que entra por mis oídos: por un instante prolongado, nadie en todo Can Chen —nadie— habla catalán. Es normal, podría haber sucedido hoy y mañana y pasado y a cualquier hora, pero aquí y ahora, en el Can Chen, domina el mundo. Y si esa petita Babel me sorprende es por el contexto, como suele ser. Granollers es un enclave del independentismo catalán. A unas once calles y quince minutos de caminata de Can Chen está la tienda de comidas para llevar de los padres de Albert Rivera, el líder de Ciudadanos: los portones de la tienda tuvieron pegatinas contrarias al hijo y los Mossos ahora vigilan que nada pase a los viejos. En el negocio anterior, un bazar, al padre de Rivera le pintaron «Porcs feixistes!».

Pero cuando vuelvo al mundo y reparo en los parroquianos que me rodean, ese murmullo consistente se desarma en conversaciones individuales

Hace no mucho, a poco de asumir la presidencia de la Generalitat, Quim Torra recibió un par de bofetadas más que reales por su vida virtual: por ponerlo con amabilidad, a demasiada gente le pareció xenófobo que cargara contra los españoles como estrategia de defensa de su catalanismo. Torra ha pedido disculpas, pero tras el referendo del I-O, la independencia-que-declaro-pero-suspendo de Puigdemont, el 155, la fuga del Quinto Beatle de Girona a Alemania, la torpe prisión de varios dirigentes sociales y políticos, las mejillas de todos han quedado enrojecidas.

Puedo entender que la tensión no ilumine en algunos el amor por la lengua de Cervantes, pero es tan tonta esa posición como la enemistad de dientes apretados contra el catalán. He vivido demasiado tiempo en Estados Unidos y demasiado poco tiempo —que es mucho— en un estado agresivo para la inmigración como Arizona y con un presidente decididamente racista como Donald Trump. He visto cómo la negación de El Otro sólo conduce a profundizar brechas innecesarias. Hay poco arreglo tras eso, y no ocurre pronto. Si Estados Unidos enfrenta un par de generaciones para coser la trinchera abierta en la convivencia por Trump. Y está claro que el enfrentamiento cultural entre España y Cataluña no ha sido —ni será— lluvia de un día.

Déjenme salir de lo anecdótico: si en Can Chen no se habló catalán por un buen rato no es porque Cataluña haya perdido una batalla. Es porque no hay batalla. El mundo es cada vez más multinacional y, para más, las lenguas no están escritas en piedra. Presuponer el purismo lingüístico como marca de identidad es tan inapropiado como forzar a millones de personas a que se sientan parte de una nación con la que decidieron cortar lazos afectivos. En todos lados es usual, y necesario, convivir con la diferencia. Rechazar eso es negar a El Otro, pero no hace mejor al Nosotros. El sancocho de la lengua, que tanto fija los límites como rompe las fronteras del mundo que nombramos, ocurre a diario, como en Can Chen.

Desconocer un lenguaje y los modos de sus gentes puede llevar primero a la confusión pero seguro acaba luego en un descubrimiento. En Can Chen, ahora, una mujer entra y pide, en español peninsular, que le pongan una caña y un bocadillo de atún con algo y la chica china se remueve tras la barra y pide algo en cantonés al chico chino. El viejo chino se acoda en la barra, aburrido o esperando algo. Todo el bar se hunde en el intercambio confuso de varios idiomas moviéndose en olas. Los chinos hablan y hablan los rusos. Y las caribeñas. Y los turcos. En medio de esa comunión ruidosa, un instante después, tres chicas entran y saludan.

—¡Bon dia! —dicen.

—¡Bon dia! —responden el chico chino, la chica china y uno de los rusos.

Ahí yo levanto mi mano y pido escalivada, manchego y fuet.


Imagen de cabecera, CC Nacho Gonmi