Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
Alma extraña de mi hueco de venas,
te he de buscar pequeña y sin raíces.
¡Amor de siempre, amor, amor de nunca!
Federico García Lorca
Me acerco a Andalucía a punto de cumplir 38 inviernos. El frío del sur de España nunca se narra y en todos los relatos es más fácil encontrar sol, cal, calor y cielos garzos que la cellisca que maltrata al olivo o la humedad que engorda sus frutos. Este lugar es para mí como un gerundio: ni se va de mí ni me deja marchar, y aunque me frote fuerte cuando me baño, lo llevo siempre incrustado en la nuca. Esa marca, mancha, muesca o lo que sea me dice y le dice a todos de dónde vengo. No me avergüenzo, sólo reniego del Sur cuando no puedo explicarlo, algo que cada vez me pasa menos.
No nací en este lugar, nació mi padre. Y yo me acerco en Cuaresma anhelando ser turista. Mi madre no me parió en esta tierra, pero fue aquí donde me dolieron tres veces las rodillas, una por cada ocasión en que mi cuerpo se estiró hasta alcanzar los 172 centímetros que hoy me definen. Nací en Cataluña pero no olvido que aquí crecí y perdí los dientes.
«Barcelona-Córdoba», dice el billete de un tren que va a tal velocidad que aborta cualquier nostalgia. «Cuaresma – Caminos de Pasión» reza en la invitación de un viaje que me llevará por ocho pueblos, lugares que conocí con otros ojos, paisajes sobre los que mis pies de niña desearon, a ratos huir, a ratos hendirse como si fueran raíz. «Cuaresma», repito, y recuerdo su significado: tiempo de revisión y purificación antes de Semana Santa. Vuelvo al programa: Alcalá la Real, Priego de Córdoba, Cabra, Baena, Lucena, Osuna, Puente Genil y Carmona.
No puedo frenar el tiritar de mis labios.
Frontera y generosidad
«La vida en la frontera, siempre alerta». Lo dice la voz en off de un vídeo en el que se explica la historia de Alcalá La Real en la Fortaleza de la Mota. Este pueblo pertenece a Jaén pero por la proximidad a la provincia vecina y el acento de sus gentes bien podría ser Granada. Desde la fortaleza detecto la primera estampa familiar: olivos en abundancia esperando una lluvia que en Andalucía se pide para el campo pero se maldice si impide sacar en procesión a los santos.
«Tierra de frontera», repite Lola, la guía que nos acompaña, y me transporta a mis 16 inviernos. Entonces, Alcalá también era para mi un límite, el pueblo más alejado de casa hasta el que llegaba sin guía y sin permiso. Lo hacíamos en feria y en grupo para buscar diversión, y aunque nadie lo decía, también amor, pues es sabido que los chicos del pueblo vecino son más bellos que los de la casa de al lado.
La fortaleza es inmensa, poderosa, fiera. Pero mis ojos se van una y otra vez hasta el mar de árboles que baña la comarca de la Sierra Sur. Árboles y frutos, aceite a mansalva y el privilegio del vino que dieron a este pueblo los Reyes Católicos son manjares que atraen a visitantes ávidos de una clase de salud que se adquiere por la boca. Pero los alcalaínos viven del plástico. Mallas, invernaderos, espumas y polietileno son química inorgánica que contrasta con la vida de los árboles y genera una industria que impide que Alcalá alcance las cifras de paro de otros pueblos andaluces.
Paseamos, vemos un par de iglesias y vamos a casa de Isabel. La hospitalidad andaluza no tiene límites, es herencia de los árabes. Esa mujer abre su puerta y nos deja ver su hogar: una mesa camilla con brasero, las fotos de su boda, de sus hijos y de sus comuniones. Pertenece a la Hermandad de Penitencia de los Apóstoles y Discípulos de Jesús, y guarda algo sagrado. He visto santos, vírgenes y cristos salir en procesión, pero nunca una mesa que imita a la de la última cena. Es una peculiaridad de la Semana Santa de Alcalá la Real, la veneración de objetos sagrados que el Hermano o Hermana Mayor debe guardar en su casa.
«Sólo la limpio de vez en cuando, no da trabajo». Isabel habla de esa mesa como si fuera un miembro de su familia. Lo dice sin darle importancia al hecho de que la camilla, con sus doce panes, doce platos, doce copas y dos cirios, ocupa buena parte de su comedor. También guarda algunas máscaras con las que se cubren el rostro los hombres que interpretan a los apóstoles. Isabel se emociona cuando habla de cómo trabajan ella y sus hermanos en mantener la tradición. «Los niños quieren ser “judillas” y nosotros los atraemos con la ilusión de que un día podrán serlo para que no se pierda esta costumbre».
«Judillas» es Judas, el traidor, e Isabel abre su casa y explica todo esto a un grupo de extraños descreídos. Lo hace con convencimiento y demuestra que es fácil reírse de estas cosas cuando se ven de lejos, jamás cuando se mira a los ojos a quien se confiesa. Ahí de pie, Isabel, generosa y contundente, no suena a tópico, ni a cliché. Es alguien que cree y lo cuenta. Y a mí me da algo de envidia.
Cuando salimos de Alcalá aún llueve y mis compañeros le piden al cielo que pare de una vez. Yo, en cambio, celebro la excepción. Me alegra que esta tierra se limite a ser eso, tierra, y no se vista de anfitriona para perpetuar la imagen de una Andalucía de sol, cal, calor y cielos garzos.
Como el rosario de la Aurora
«Niño, enciende todas las luces». En la Iglesia de Nuestra Señora de la Aurora, en Priego de Córdoba, Carmen da la orden en voz baja a un «niño» que pasa de los 50. «Cuando murió mi marido, tomé su relevo y por eso cuido de la iglesia». Carmen me cuenta que ha sido camarera, es decir, la mujer encargada de mantener el ajuar de las vírgenes. Una de sus tareas también es mantener limpio el recinto barroco, estilo que abunda en Priego, y me lo cuenta empleando una forma de hablar muy cordobesa, correcta y pausada, con palabras más propias de la lengua escrita que de la hablada. Como si todos fueran poetas. Esa elocuencia, que algunos consideran recargada, la tuvo también Niceto Alcála Zamora, presidente de la Segunda República Española que nació en Priego, donde también vio la luz el dicho «acabar como el rosario de la Aurora».
Esa historia me la explica el «niño» que enciende las luces: la frase surgió tras una pelea entre los hermanos de la Aurora y los de la Virgen del Rosario, que se enfrentaban con frecuencia porque en las hermandades no todo es fraternidad, también hay competencia, y una noche las palabras se les quedaron cortas y mostraron su elocuencia con los puños. De pronto, suena una canción. Voces graves de hombres acompañadas de laúdes, guitarras, panderetas y flautas. Recitan una de las 400 letras que cantan los miembros de esta hermandad todos los sábados del año a medianoche. Cada sábado desde hace 400 años. Sábados en los que los hombres se van de sus casas para cantar por las calles una letanía medieval. Mientras intento imaginarlo, Carmen se levanta el suéter y me enseña el brazo: «Mira cómo se me pone el vello» dice, y se sostiene una lágrima.
Salimos a la calle, paseamos bajo la lluvia y entramos en una casa de la calle Santiago donde un hombre sostiene un bebé de madera. Ese niño Jesús, encargo de alguna iglesia, es una de las muchas imágenes que talla Fernando Cobo en su taller, donde huele a cola, madera e incienso. El lugar donde mi hipocampo recibe la primera trompada de este viaje. Incienso en casa, en la iglesia, en Cuaresma y en Semana Santa. Las postales siempre retratan el clavel y el jazmín pero Andalucía huele a incienso y a cirio, no sólo en Semana Santa, también en las novenas a las Vírgenes, el día de los muertos en noviembre y en Corpus Christi. Mientras aspiro, Cobo talla cada pliegue, cada uña, cada hoyo de esa carne de madera. Lo observo y me siento impúdica viéndole la tramoya a un muñeco que mañana devendrá ídolo. Me siento culpable durante un segundo y, al siguiente, concluyo que el poder de cualquier credo no radica en controlar a los suyos, sino en el temblor ocasional que suscita en quienes no creen en nada.
Salimos al exterior, la calle habla. El suelo es escurridizo, más apto para los cascos de los caballos que para el calzado de franquicia multinacional que llevo puesto. El entorno es de cuento pero los prieguenses saben de qué va el mundo: en quince años han pasado de tener dos hostales a contar con más de 1.000 plazas hoteleras en un municipio de 23.000 habitantes. Y en cada esquina se ve un cartel que dice: «Casa rural».
En la Iglesia de San Pedro nos espera una virgen: María Santísima de la Soledad Coronada. Junto a la imagen, el nombre de Patrocinio López se repite varias veces: es la bordadora que hiló la mayoría de sus trajes. Su manto, su vestido y sus joyas no son de franquicia ni están hechos en serie. Me pongo al lado de uno de sus atuendos y, temiendo ser soez, pregunto: «¿Usa la talla 36?». «Más o menos», me dice el responsable. Tampoco en esto la virgen representa a la española media, mucho más redonda, bastante más pobre y algo más pecadora.
Descanso, charla y cena. Sentada a la mesa llegan las collejas, hierba como la espinaca pero más fina, acompañada de huevos y un poquito de jamón. Deshaciendo la mezcla en mi boca mi frente recibe otra embestida. El que me trae a mi abuela Concha limpiando verdura, apartando a las gallinas para robarles un huevo para darnos la cena a mí y a mi hermano. Este recuerdo está desenfocado y no consigue llevarme tan lejos como lo hacen las gachas del postre. «Mi madre las preparaba así, con un poquito de nata y los frutos secos», explica el dueño del restaurante Río. Lo miro y comprendo su emoción al recordarla. Hay algo en ese plato que fomenta el llanto: una pobreza heredada, una que no aplaca el dinero. Mi abuela Concha me enseñó a hacerlas y me hizo comprender que esa mezcla de agua, harina, azúcar, frutos secos, tostones de pan y miel era un festín en esta tierra no hace ni 50 años.
Con mi abuela en el paladar, alguien me recuerda que mañana iremos a Cabra, donde Concha no nació pero sí encontró la muerte.
Piedra que anuncia la lluvia
«A Cabra viene mucha gente a los médicos». Lo dice con gracia el jovencísimo alcalde de Cabra, Fernando Priego, pues su pueblo tiene un hospital que ha atraído población fija y ocasional a la Sierra Subbética. No sólo a trabajadores sanitarios, también a sus pacientes, que generan gasto en los bares y comercios de la zona. Yo fui una hace dos años, cuando venía a visitar a mi abuela agonizante.
Al entrar a Cabra, ese recuerdo se me ha hincado en el estómago. Podría decir de memoria cuántos árboles hay en el camino de acceso, cuántas casas a cada orilla de la carretera, cuántas vallas publicitarias, pero verlo de nuevo me ha sacado el recuerdo de la cabeza y lo ha colocado en mi cuerpo. Por eso siento arcadas. Cierro los ojos para aplacar el malestar. Los abro de nuevo y veo que delante de nuestro autocar se ha cruzado un tractor que nos obliga a ir despacio. Yo quería llegar rápido, acabar rápido, olvidar rápido. Pero la Cuaresma no es una carrera, es un proceso. Ese vehículo reduce nuestra velocidad a la de una marcha fúnebre y, aunque no creo en Dios, veo sus señales y comprendo que tengo que enfrentarme a este dolor como una adulta.
Al llegar, me distraigo con una iglesia que llora. «No es el templo, es la piedra», dice el guía frenando mis ansias de milagro. Esa roca, muy parecida al mármol, es roja y negra y tiene la virtud de anunciar la lluvia. Lo hace tres días antes de que suceda, sacando de sí misma gotas de rocío que humedecen las columnas y el suelo de la Iglesia de la Asunción y Ángeles, templo católico que hace siglos fue mezquita. La mezcla de razas y religiones está en cada rincón de Andalucía. Yo lo veo en la cabeza de mi padre: morena y de rasgos afilados, y a la que sienta como un guante un buen turbante, aún siendo como es él un bautizado.
En una sala detecto un hombre absorto. Es el restaurador Gonzalo Casas, que trabaja sobre un retablo de 400 años mientras escucha en la radio canciones de los 90. «Nunca inventamos nada, nuestra labor es intentar reproducir lo que ya existía». Así resume su trabajo, milimétrico y repetitivo. Yo huyo del inmovilismo, pero observando cómo mira, toca y pule Casas cada pulgada de pared con precisión y mimo, comprendo que su idea de movimiento es distinta de la mía. Cuando él empieza su tarea y la termina, el retablo es como era en el pasado, pero él no es el mismo. Viéndolo usar el pincel, la jeringa y la pintura, entiendo que toda vida es circunferencia y lo único que las distingue es la longitud del radio.
Antes de salir de la iglesia veo a una mujer que seca el suelo, a otra que limpia una talla y a otra poniéndole flores a una madona. Todas se esmeran para que el templo resplandezca. De pronto, la piedra que llora casi me hace caer. Me salva un confesionario de madera, único mueble aquí dentro que acumula algo de polvo.
Tierra y espejo
La Cuaresma también se come. En los 46 días que sirven a los católicos para limpiar los pecados, reflexionar y prepararse para una nueva vida, el consumo de carne está casi vetado. Se hace en recuerdo de la travesía por el desierto que tuvo a Jesús sin probar bocado. Me ciño a las normas y en Cabra como potaje de espinacas, queso, bacalao y unas natillas caseras hechas mitad con huevo, mitad con chocolate. Lleno la barriga para que el corazón descanse. Lo necesito. Porque de aquí iremos hasta Baena, donde pasé diez años, me dolieron las rodillas y perdí los dientes.
En Baena, Córdoba, cuajé mis miedos y mis esperanzas. Allí me rebané la yema del pulgar derecho con una mandolina, una tarde de agosto en la que el termómetro marcaba 46 ºC. La abundancia de sangre cubriendo mi cuerpo infantil provocó gritos a mi alrededor que son el motivo por el que canto cuando alguien cerca de mí sangra. Para no oírlos de nuevo. Este lugar me puso a prueba muchas veces y no guardo rencor, porque con los años y los viajes descubrí que eso es algo que sucede en todos los sitios.
Fui y soy dura con este enclave en el que conocí matanzas de cerdos, aborrecí a los dioses y amé como sólo se ama cuando la carne es muy tierna. Viví en este lugar, que es tan bello que cualquier luz multiplica sus virtudes y, por contraste, destaca la fealdad humana. También la mía. Quizás por eso me fui, por el rigor de su espejo. Hace años que intento ser ecuánime con la greda que alumbró a mi padre y juro que a veces lo consigo. Suele ser cuando otro la insulta o se mofa de ella sin ni siquiera pisarla. Pero también la riño y la critico, y aunque me cuesta reproches, odios e incomprensión, lo hago porque la quiero. Para poder quererla.
Baena era un pueblo grande, tenía 30.000 habitantes cuando yo aterricé aquí en 1986. Hoy apenas supera los 20.000. El guía del Museo Arqueológico nos dice que se llamaba Iponuba en tiempos de los romanos, dato que yo ya sabía porque lo estudié en un libro encuadernado con anillas cuando tenía diez años: Baena, mi pueblo, se titulaba. Creo que me gustaba más que a mis compañeros: era mi guía turística en un lugar que siempre esperé que fuera sólo de paso.
Es Cuaresma, lo recuerdo a cada paso porque llevo en el bolsillo un papelito que heredé hace dos años: la receta de pestiños de mi abuela que encontré en una cajita el día que se murió. Me agarro a ella y la recito de memoria: harina, sal, agua, ajonjolí, aceite y azúcar. Temo olerlos por la calle y temo llorar. Pero no los oleré, ni veré la Iglesia de San Francisco celebrando su misa con cantos de miserere y saeta, palo que mamé en Baena, donde empecé amar el flamenco que hoy me dedico a narrar.
La lluvia ha obligado a modificar nuestro itinerario pero ni el guía ni la concejal encargados de atendernos han sido capaces de buscar alternativas. Decía Manuel Chaves Nogales que la autocomplacencia es un defecto muy sevillano. Yo creo que es español. Me dan ganas de gritar que aún lloviendo deberíamos ir a San Francisco, que en lo alto del pueblo se divisa la imagen más bella de la Subbética, que cerca del cerro donde apareció Baena en la Prehistoria hay un silencio creativo, un aire fértil capaz de preñar cabezas a poco que estas se abran. Pero no lo hago y con la rabia que me queda hago un espejo en el que me miro. Lo uso en el trayecto hacia Lucena. En él constato que no hay tierra que acoja sin dejar marcas; que soy fruto de la tierra complacida; y que peco y practico los defectos que siempre le critico.
«Purificar», me digo mientras noto cuánto me hiere el reflejo.
Aparentar y vivir
La lluvia reclama sopa y es lo que tomo en Lucena antes de irme a dormir. Sopa de picadillo, con trocitos de jamón y huevo duro que me calientan el alma y me preparan para visitar «la perla de Sefarad». La guía, Maira, muestra de nuevo la herencia de Séneca y de Maimónides: «El silencio está roto por la saeta», dice sin recitar, expresándose de una forma que en su boca no suena ortopédica. Ella es quien nos explica por qué los costaleros de Lucena llevan la cara descubierta: «Para demostrar que ya no eran judíos, para que lo viera todo el pueblo, pagaban tallas, se unían a las hermandades y aparecían sin el capirote tan propio de las procesiones». Muchas veces, claro, no era verdad y el judío seguía siendo judío, pero aprendió que en entornos pequeños aparentar es tan o más importante que ser o estar.
En Lucena se descubre otro motivo por el que se presta tanta atención a las fechas sagradas: es la parte crematística. José Gradit es heredero de una empresa que a principios del siglo XX empezó trabajando el bronce con el que fabricaban almireces, cubiertos, ollas y otros útiles de cocina. Pero hace 50 años, cuando España soñaba el progreso, el aluminio y el acero inoxidable invadieron las cocinas y la familia Gredit tuvo que dirigir sus ojos al cielo. Así fue como empezó a tallar palios, pasos de Semana Santa, faroles y todo tipo de adornos en plata y oro para las hermandades. La construcción, el mantenimiento y los arreglos les permiten vivir todo el año de las piezas que fabrican. Y no es el único. Maira explica que bordadoras, costureras y fábricas de cirios y velas son otros de los sectores que viven de los días que conmemoran cada año la caída, muerte y resurrección de Cristo.
«Casi todo se hace a mano porque así lo quieren los clientes. Es la tradición», dice Gredit en referencia a la escasa innovación que admite su negocio. Al salir, Maira le da la razón y no duda en contestar cuando se le pregunta qué piensa de los que dicen que hay que eliminar la Semana Santa. «Que lo intenten», dice entre retadora y divertida, muy segura de que la propuesta es inviable. La idea la planteó un miembro del partido político Podemos, quien propuso eliminar de los espacios públicos las imágenes y manifestaciones religiosas de todo tipo, por ser España un país aconfesional. «Esto va más allá de la fe. Hay gente de todos los partidos en las hermandades, incluso comunistas. Y además, mucha gente se quedaría sin trabajo. Y eso es algo que nunca ha abundado en esta tierra».
Antes de acabar la ruta por el Museo de la Santería, que es como se llama en Lucena a esta celebración a pesar de no tener nada que ver con los ritos caribeños, vemos algunas fotos de lo que se conoce como «Semana Santa chica». Niños sosteniendo vírgenes y niñas vestidas con mantilla y peineta provocan reacciones contrarias entre los que miramos las instantáneas. Hay quien lo ve una monada, hay quien cree que es aberrante. «Es la manera de mantener la tradición», explica Maira rotunda, y volvemos al autocar sin mucho tiempo para pensar en esos cuerpecitos celebrando una fe que les supera en tamaño.
Vinos y muertos
«Ahí tenéis una duquesita fresca», dice Rosario, una de las guías de la Colegiata en referencia al nicho de la última duquesa de Osuna, que falleció en mayo de 2015. No hay irreverencia en sus palabras, ni falta de respeto. Es que aquí los muertos tienen categoría de vivos. Se puede comprobar con el joven que reza ante una imagen de Cristo crucificado. Lo tiene ante él, muy cerca, lo mira con devoción y le habla. Para él no es tétrico, pues le habla como se le pide consejo o amparo a una abuela muerta. Su muerto no es pariente y es de madera, pero el resultado es el mismo.
De allí, donde hemos conocido las repapalillas, unos buñuelos de bacalao fritos, vamos a Puente Genil. Allí nos espera una bodega y yo agradezco el descanso de ritos, santos e iglesias. Bodegas Delgado la fundó un barbero sangrador, figura de la Edad Media que lo mismo cortaba el pelo que sacaba una muela o practicaba una sangría para curar algún mal. En realidad, como sucede muchas veces aunque se cuenta poco, fue la mujer del barbero la que tuvo la idea. Se le ocurrió al ver las colas de gente esperando turno ante el negocio de su marido. Así que decidió montar un bar para que la clientela esperara a gusto. La idea triunfó, en parte porque el vino era rico y en parte porque aún no existía la anestesia. Ponerse ante un barbero sangrador con un trago de más era un alivio.
Huele a uva y a flamenco, pues por toda la sala principal hay fotos y carteles del Festival de Cante Grande Fosforito, que cuenta con medio siglo de historia. Por este pueblo ha pasado lo mejor del cante, el toque y el baile flamenco. La foto de una veterana, Matilde Coral, atrae los ojos de los que somos aficionados. Esta música me toca el alma, pues la asumí siendo muy chica, escuchando una saeta, y mis padres se encargaron de afianzarme llevándome con ellos a la peña y a cualquier recital que hubiera en los pueblos cercanos al nuestro. Esas cosas, como el dolor de rodillas o la pérdida de un diente, jamás se olvidan.
Pero para escuchar de nuevo una saeta debo pasar una noche con los romanos. En Puente Genil, los veo aparecer por una calle precedidos de bengalas. Van a hacer la «subida a Jesús» y, como llueve, nos apostamos bajo un balcón. Cuando aparecen, todos vestidos con túnicas de colores, la gente espera que pasen y se unen a su comitiva con los brazos engarzados. Se forma una gran cadena a la que nos sumamos y subimos la cuesta hasta llegar a la ermita de Nuestro Padre Jesús Nazareno. Una vez allí, se levanta un aire furioso, llueve y la gente se apelotona bajo la entrada del templo o se cubre con lo que puede. De repente, canta un hombre y los demás le siguen. Es un miserere que tiene lugar mientras alguien sostiene un gallo que viene a representar las tres negaciones que San Pedro le hizo a Jesús Nazareno.
Al acabar, todos los hombres se abrazan y algunos lloran.
La tierra heredada
La Asociación de Amigos de la Guitarra de Carmona es la entidad encargada de celebrar el acto de Exaltación a la Saeta que se hace cada año unos días antes de Semana Santa. Nos invitan a acceder a la escuela donde los alumnos aprenden a ejecutar el cante más difícil, uno que se hace sin música, con el golpe de un martillo o un tambor, a palo seco. En esa escuela no hay críos, cuesta atraerlos, y hombres de cierta edad nos reciben tras una mesa, acogedores pero solemnes. Van a mostrarnos algo íntimo: la expresión de una fe hecha canción.
La saeta se suele cantar asomándose a un balcón y ante una imagen religiosa. Hoy es un ensayo, y no hay baranda ni virgen, por eso quienes cantan se aferran al respaldo de una silla. No es una puesta en escena, es necesario. Los agudos y las largas notas que precisa la saeta suponen un esfuerzo físico considerable. Es un palo que habla del dolor que produce ver a un hombre sufrir martirio. Canta un varón entrado en años, recio, curtido. Escuchándolo, maldigo no tener talento lorquiano para explicar cómo se derrite un hombre vestido de verde oliva y «voz de clavel varonil». Se derrite y se deshace, se descompone. Y le permite hacer algo que pocos hombres de su edad y su origen se regalan nunca: llorar en público.
Carmona es la última parada del viaje y es allí, con la vega sevillana al lado, extensa, hermosa y fértil, donde la única niña que hay en la sala arranca a cantar con un dolor que, por su corta edad, no puede conocer en carne propia. La madre, sentada en un sofá, la mira y repite sin voz las letras que la cría interpreta. Esa infanta no tiene pecados que limpiar, apenas reflexión que hacer, ni vida nueva que encarar, porque apenas ha empezado la primera. Pero canta como si supiera de un dolor profundo y primigenio. Alguien en susurro ahogado dice «olé» cuando la moza cambia de tercio y pone una nota a una altura que pocos humanos son capaces de alcanzar. A quien la graba con un teléfono le tiembla la mano. Y yo, que no creo en esa Virgen que nombra en su letra, estoy a punto de sollozar como si creyera. Ninguno de esos pesares es suyo, tampoco son míos, pero lo que se hereda nunca se escoge. Esa niña es pequeña todavía pero parece dispuesta a asumir ese legado. Yo decidí irme corriendo.
Al salir a la calle, veo el sol. Poco después tomo un avión con el que vuelvo o voy, no lo sé, a Barcelona. Al llegar, miro las fotos de este viaje y veo que en ninguna llueve. Las fotos y los clichés no dicen nunca toda la verdad. Tampoco la memoria.
Por eso vuelvo siempre a mi tierra heredada.
En la cabecera, la calle Jazmines de Priego de Córdoba.